Sebastián Borensztein

El ruso


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era ajeno a la persecución que los nazis estaban llevando adelante. La decisión que le debían comunicar a la baronesa se cocinó entre él y Will en la habitación en la que se hospedaba este último, en el mismo hotel en el que se alojaba el cuarteto.

      —¿Ruso, qué opina usted de los argumentos que dio la baronesa en favor del viaje?

      —No sé qué decirle, Will. Me da temor, pero a la vez me parecieron razonables, aunque pienso que, llegado el caso, también usted y los muchachos se pueden ver en problemas por mí.

      Will se quedó en silencio, pensando con actitud comprensiva y condescendiente, pero si el Ruso lo hubiera conocido en profundidad se habría dado cuenta de que tras esa expresión se escondía otro propósito: seguir acrecentando la confianza que el Ruso le tenía. Ese era el objetivo primero: sobre la base de esa confianza, el plan iba a poder dar el paso fundamental que significaba llegar a Berlín.

      —Mire, Ruso. A mí las palabras de la baronesa me dieron tranquilidad. La explicación acerca de por qué usted no correría riesgos me pareció lógica. Y la oferta económica es insuperable, tanto como los quinientos invitados ante los cuales nos presentaríamos. Como representante suyo creo que eso nos dará un impulso muy grande, pero la decisión de viajar o no a Berlín es suya.

      Esta última frase fue la carta más arriesgada que jugó Will. Al dejar la decisión en manos del Ruso, éste podría decidirse por el no. Will, en ese caso, tendría que buscar la manera de revertirlo sin parecer forzado. El plan maestro no debía derrumbarse por nada en el mundo.

      El Ruso le agradeció la confianza y se fue a su habitación a meditar el tema, pero antes de cerrar la puerta lanzó una última mirada a Will, que estaba parado junto a la ventana, con una sonrisa calma. Sin embargo, cuando el Ruso cerró la puerta, esa sonrisa rápidamente se convirtió en una mueca que denotaba la preocupación de alguien que especulaba al límite arriesgando todo en cada paso.

      El Ruso razonó con los datos que los últimos meses le proporcionaron. París era una realidad, aunque de momento circunscripta a Le Petit Carillon. Lo cierto era que en un par de semanas podría estar cantando en Berlín ante personajes célebres y poderosos; eso volvía más tangible el sueño de la consagración. La especulación lo encandilaba, como los faros de un tren que se acercaba y al que no se podía dejar pasar. Pero la realidad era otra, y si la metáfora era la del tren, en este caso se trataba de uno que venía en silencio, con las luces apagadas y por detrás.

      17

      Se habían hecho habitués del pintoresco bar en el que trabajaba la camarera con la que noviaban los Estrada. A media tarde y después de comunicarle su decisión a Will, el Ruso invitó a sus compañeros de cuarteto a tomar un rico vino en aquel lugar. Ni bien llegaron, José Estrada se encerró en el baño con la camarera, así que en la mesa quedaron el Ruso, el Negro y Juan. A juzgar por la demora, José estaba muy entretenido. El Ruso decidió no esperarlo y lanzar ahí mismo la noticia.

      —Muchachos, la semana que viene nos vamos por dos días a Berlín. Nos contrataron para presentarnos en una gran fiesta que da la baronesa de no sé qué carajo, y nos pagan una fortuna para cantar media hora ante unos millonarios que vienen de todas partes.

      Inmediatamente, el Negro Flores levantó su copa y propuso un brindis por un nuevo viaje. Cuando Juan Estrada volvió a la mesa, vio la euforia de sus compañeros, que rápidamente lo pusieron al tanto de las novedades, no sin antes llenarle la copa de vino y pedirle que se subiera el cierre de la bragueta. Hicieron bromas, pidieron otra botella, quesos varios, y se quedaron hasta que el bar cerró y la camarera partió, esta vez con el otro Estrada, como habían acordado entre los hermanos. El Ruso, el Negro y José caminaron por la ciudad para despejarse y ventear un poco el alcohol que habían bebido.

      Se sentían en la plenitud total, la suerte se había dado vuelta para todos y la vida les regalaba un sueño impensado, que sin duda se acrecentaba con este viaje a Berlín. Cantaron a capela algunos tangos, a los que les iban cambiando la letra como payadores para hacer referencia a las anécdotas que venían viviendo. Los tres se alejaron por Montmartre hasta que la oscuridad de la calle solo permitió que se los escuchara reír y cantar estrofas apócrifas, que se volvían cada vez más soeces, pero entonadas con gran dedicación.

      NAZIS, DROGAS Y ROCK AND ROLL

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