argentinos, que según la presentación de Pierre eran lo más encumbrado del tango porteño.
Por supuesto ahí estaba Will, que observaba cómo todo iba sobre ruedas. No podía ser de otra manera. Lo que tenía entre manos era extremadamente audaz, pero dependía, y mucho, de que el Ruso se sintiera en la gloria. Esa misma noche reportó a Londres que el plan que se había puesto en marcha en Buenos Aires continuaba con éxito en París.
14
El contrato inicial de tres meses se extendió un mes más; es decir, que la vuelta a Buenos Aires se posponía para finales de septiembre. Su mujer no tuvo reparos al enterarse a través de la correspondencia que mantenía periódicamente con su marido. Como la gente llenaba Le Petit Carillon y el Ruso cumplía enviándole mucho dinero, esa postergación significaba una cifra extra que no se podía despreciar. Ester le contó en una carta que la suma que había recibido hasta ahora casi alcanzaba para comprar otra casa en el mismo barrio al que le gustaría mudarse, así que un mes extra significaría la diferencia faltante para concretar ese sueño.
El Ruso le escribía a su esposa todas las semanas. Sabía que eso la mantenía tranquila y contenida. En cada carta, le describía una nueva zona de París, ciudad que día tras día conocía un poco más, ya que al presentarse solo los fines de semana en Le Petit Carillon tenía mucho tiempo libre para recorrerla. “Te digo más, Ester. Tenés que ir pensando en comprarte un buen par de valijas. Will dijo que el año que viene tenemos que venir otra vez y yo te traigo conmigo. Jaime y Marcos ya son grandecitos y no creo que haya problema en que se queden una temporada con tu papá”. El Ruso pensó: cuando Ester lea esto se va a poner loca de contenta. Su marido, el ahora aplaudido cantante que le manda abultadas remesas de dinero, le ofrece lo que nadie le pudo prometer jamás: conocer París. Todas esas noches de mesas llenas y aplausos le permitieron fantasear hasta el infinito. Sentía que todo fluía en su vida, como si alguien hubiese sacado el pie de un freno que lo había mantenido tanto tiempo detenido en el fracaso.
15
En 1939, Francia tuvo una de las peores cosechas de uva de su historia. Esa situación generó escasez de champán y elevó el precio del stock a cifras récord. De todas formas, este hecho no impidió que la baronesa Anna von Peuhenn disfrutara de una costosísima botella de Veuve Clicquot mientras escuchaba cantar al Ruso con especial atención.
La baronesa era una mujer recién entrada en los cuarenta, elegante como pocas. No era muy atractiva, pero sí era dueña de una enorme fortuna que había heredado de su difunto esposo, el barón Conrad von Peuhenn, un poderoso industrial alemán dueño de un imperio metalúrgico. Era la tercera esposa de Von Peuhenn, y la más afortunada de todas: fue quien lo heredó todo, ya que el barón no tuvo hijos. No era aristócrata de cuna y, quizás por esa razón, se aburría con la frivolidad de la clase alta. Durante la Gran Guerra, cuando era solamente Anna, había trabajado como telegrafista, pero su vocación solidaria la había hecho sumarse al cuerpo de enfermeras que atendían a los heridos que peleaban en las trincheras.
Pasó tres años cubierta con la sangre de los jóvenes soldados alemanes, apretando heridas con sus propias manos y respirando el dolor de la muerte. A sus pocos años, Anna sabía de la vida bastante más que aquellas mujeres de su actual clase social. Su solidaridad se multiplicó con su condición de millonaria: ayudó a instituciones de veteranos de guerra, orfanatos y viudas de soldados. Las secuelas de aquellas heridas que había intentado contener con sus manos, ahora las aliviaba con su obra benéfica. Eso le valió la estima y el respeto del que tanto gozaba en su país: Alemania.
El Ruso la registró desde arriba del escenario y, promediando el repertorio, vio cómo Will se sentaba junto a ella. Supo enseguida que algo se estaba gestando. Cuando terminó de actuar, Will lo llamó con un gesto. El Ruso se acercó a la mesa solo. Los Estrada, que a esta altura ya tenían una novia francesa –la camarera de aquel bar, que alternaba con los dos–, se habían ido presurosos del local al encuentro de la susodicha, y el Negro Flores se dirigió, como era su costumbre, a la cocina –donde ya había establecido amistades– para reponer calorías.
—Quiero presentarle a una mujer encantadora que ha venido desde Alemania a escucharlo cantar— le dijo Will.
Así le introdujo a la baronesa, quien luego de elogiarlo le explicó el motivo de su presencia esa noche: contratarlo para cantar en una gran fiesta que se llevaría a cabo la noche del 31 de agosto en su mansión, en las afueras de Berlín, y cuyo objetivo era recaudar fondos destinados a su obra solidaria.
—Mi amigo Franz Hovenhaver, que lo escuchó en este mismo club, tiene razón. Usted tiene que cantar en la fiesta.
La baronesa le hizo una propuesta irresistible: dos mil libras esterlinas por una presentación de media hora con todos los gastos pagos alojándose en el mejor hotel de Berlín.
El Ruso soñaba con el éxito y el destino parecía estar ofreciéndole todos los boletos para conseguirlo. Alemania también era una plaza importante para el tango, pero le inspiraba mucho temor. Siendo judío, no era precisamente el mejor momento para visitar ese país. La prudencia aconsejaba desestimar la propuesta; de hecho, el mismo Will fue quien, delante del Ruso, puso el reparo:
—Señora. Nos honra profundamente su oferta, pero existe un problema: mi representado es judío y me parece que el momento actual no es el más propicio para que se presente en Berlín.
La baronesa le clavó la mirada al Ruso durante un largo instante y finalmente, mirando a Will, dijo:
—La verdad, no parece judío.
Will no tradujo esa frase sino hasta que el Ruso se lo pidió. Quiso evitar que el comentario lo ofendiera, especialmente porque la intención de la baronesa no había sido esa. La expresión traducía, más bien, cierto asombro. Había un estereotipo muy fuertemente instalado por los nazis acerca del aspecto de un judío y el Ruso no entraba en esa descripción.
—Bueno… Dígale que ella no parece una baronesa —dijo el Ruso despertando una sonora carcajada en ella. Anna von Peuhenn tenía un gran sentido del humor.
—Por favor, señor Rosenberg, me disculpo si mi comentario le pareció inapropiado. Créame que no soy antisemita.
Will tradujo y el Ruso pensó que ahora le iba a decir que ella tenía un amigo judío, pero evitó el comentario irónico porque no quería mostrarse hostil.
—De todas formas —continuó la baronesa—, usted no tendría que preocuparse de nada por varias razones. Primero, porque tiene pasaporte argentino, país del que Alemania es muy buen amigo. Segundo, porque su apellido es muy común en Alemania y no está asociado con el judaísmo sino todo lo contrario, puesto que el ideólogo del nazismo, consejero y amigo personal de Hitler, se llama Alfred Rosenberg. Y, como si eso fuera poco, usted viajaría contratado por mí. Le aseguro que nadie lo va a molestar. La única precaución sería no andar pregonando su origen judío, pero eso es todo.
El Ruso escuchaba atento mirando a los ojos de la baronesa. Ella hizo una pausa para beber y continuó exponiendo la propuesta.
—Usted llegaría a Berlín el día 30 de agosto y el 1 de septiembre se tomaría el tren de regreso a París, luego de haber cantado ante las quinientas personas más ricas e importantes de Europa.
El Ruso sintió que podía confiar en lo que le decía la baronesa, pero aun así seguía siendo un judío al que estaban invitando a cantar en la Alemania nazi, donde el odio racial había infectado el alma de una inmensa mayoría.
—Señora —dijo Will—, déjenos pensarlo y mañana por la tarde le daremos nuestra respuesta. Sepa que, sea cual fuere, le estamos eternamente agradecidos por haber venido en persona a vernos.
—Por supuesto —dijo la baronesa—, medítenlo con tranquilidad.
La baronesa bebió el final de su copa de champán y, al finalizar, Will y el Ruso la acompañaron hasta la salida. Ella subió a un moderno Mercedes-Benz negro conducido por un chofer, que no tardó en perderse