Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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a mi tía. Todo ocurrió en el mismo hogar familiar, una casa ubicada en calle Catedral 3119. Hoy, a una cuadra, se encuentra el Museo de la Memoria. Entre los agentes de la Dina que llegaron a la casa estaba Osvaldo Romo Mena, más conocido como “Guatón” Romo, un cruel torturador, quien reconoció las violaciones a los Derechos Humanos.

      Mi madre, quien hoy cocinó merluza con ensaladas, estuvo detenida dos semanas en Londres 38 y Cuatro Álamos. Allí fue torturada por el “Guatón” Romo, quien la golpeó en varias ocasiones. En una de las sesiones de tortura le soltó la dentadura. En los interrogatorios a ella le preguntaban sobre la labor de mi tía Sonia en el mir. Pero resulta que la familia sólo se enteró de que mi tía era integrante de aquel grupo subversivo cuando desapareció.

      La vida cambia deprisa

      Enviada a mi email, la sentencia judicial sobre mi madre, ante los hechos ocurridos hace 45 años, señala que fue “brutalmente torturada frente a su hermana” además de recibir “múltiples golpes” y de estar en “privación de sueño y comida”; también “se le colocó corriente en el cuerpo”.

      Esto último yo no lo sabía. Mediante este fallo me entero. Sí sabía que a mi tía la torturaron con electricidad, tanto por el fallo judicial de 2017, como por los múltiples informes disponibles en la Vicaría de la Solidaridad.

      Incluso hay una obra del artista Carlos Altamirano, donde mi tía Sonia es protagonista, expuesta en la muestra Retratos, en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 2007. Conmueve mirar ese cuadro. El rostro de mi tía está apoyado en una pared de ladrillos blancos. A unos pocos centímetros hay un enchufe con un cable y es inevitable no pensar en las sesiones de tortura con electricidad a las que fue sometida. En el cuadro de Altamirano, en el suelo, hay luces que se proyectan.

      El domingo 22 de septiembre de 1974, le dijeron a mi madre que la trasladarían a Arica para matarla. Eso se lo dijo Miguel Krassnoff Martchenko, ex brigadier del Ejército y miembro de la cúpula de la Dina. Estaba en Cuatro Álamos y Krassnoff obligó a mi madre a firmar un documento que señalaba que no había sufrido ningún tipo de acción violenta ni maltrato. Además, tuvo que firmar seis declaraciones con los ojos vendados.

      Luego se la llevaron con la vista cubierta en una camioneta y la arrojaron cerca del Mercado Matadero Franklin.

      El resto de la historia yo me la sé: mi madre se fue caminando hasta su casa cerca de la Quinta Normal. Era joven, pero ese día y para siempre un fantasma también la acompañó, sigue caminando por la ciudad que hoy está semivacía. Nunca más volvió a ver a su hermana. Nunca fue al psicólogo, dice, debía seguir trabajando y sacar adelante sola a sus tres hijos. La madre que ahora observa cómo la impunidad también es un virus. Mientras, vive su encierro de cuarentena, porque como escribió Joan Didion al inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante”.

      Miedo y cybersexo

      Wenceslao Bruciaga

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      México, 22 de abril— Por un buen amigo afincado en Silver Lake, vecindario famoso por albergar los clubes gays de condescendencia leather más apestosos de Los Ángeles —aunque ensombrecido en años recientes por la sobre diseñada gentrificación hipster— me entero de que los encuentros de sexo anónimo entre hombres se han reducido prácticamente a cero, conforme el confinamiento se extendía para mantener a salvo a los californianos de contraer el coronavirus. Igual que en la Ciudad de México. Mi amigo tiene 51 años. Por lo que, de algún modo, se siente parte de la población vulnerable frente al covid-19. Pero es gay. Así que, para darle sentido a tanto esperma, me manda videos porno usando los juguetes que pide por internet. Yo devuelvo videos míos también, en tono amateur, aunque menos sofisticados. Uno de los videos de mi amigo consiste en un vibrador para la próstata en forma de arco que se sujeta mediante un anillo para el pene, conocido como cockring, cubierto de goma quirúrgica que se adhiere a la piel de forma cómoda. En la punta opuesta pueden atornillarse unas balas de distintos tamaños que se introducen como supositorios y cuya velocidad anatómica puede manipularse por medio de un control de velocidad cuyo cable se conecta con el cockring. Los gritos que suelta mi amigo son de una inestabilidad francamente envidiable. Se retuerce como lombriz salpicada de sal.

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      La clausura de la vida pública para contener el covid-19 incluye esa fracción social conocida como diversidad; bares gays, bares gays con cuarto oscuro, saunas, clubes de sexo. Cruising en parques. La calentura del joto es un virus que hierve y mata cualquier molécula de sensatez. Nada nuevo. Eso de no tocarse nos lo dijeron específicamente a nosotros, los putos, en los ochenta. Nuestra lucha frente al VIH se concentró en la búsqueda de una cura, que sigue sin llegar, como para el coronavirus que tiene paralizado al mundo entero en pleno 2020. En ese entonces también se peleaba por el respeto a nuestra dignidad, que envolvía la promiscuidad como declaración de principios frente a un mundo que quiere someternos a obligaciones hetero. En esa época los bugas se dieron vuelo humillándonos desde la seguridad que suponía estar de lado “correcto” de la biología. Y los que se sentían progresistas nos daban consejos sobre el condón o de plano la abstinencia, hablándonos de la ventaja de morir viejos, romantizando la artritis y el Alzheimer. La demencia alrededor del condón fastidiaba pero aún más castrante era cargar con la responsabilidad de todo el sexo seguro sobre nuestras espaldas y pelotas. Los heteros también estaban expuestos al VIH, pero de algún modo, fuimos los putos quienes adoptamos la paranoia y el miedo con el que se nos bombardeó hasta el autoflagelo. Un hábito para sanitizar la culpa que terminamos somatizando a costa de nuestra propia salud mental.

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      La letra chiquita en la noción de igualdad dice que el miedo es parte de la inclusión. El mismo miedo que antes estigmatizaba a los homosexuales ahora se ha democratizado. Es como el prefacio de una distopía anunciada. El aislamiento como la forma más efectiva de mantener nuestro organismo a salvo de invasiones microscópicas. Hogares que se convirtieron en refugios de guerra de un día a otro. Bunkers de papel de baño acolchonado y disfunciones familiares. Un retraimiento que conlleva síntomas de desconfianza: Todos somos sospechosos de portar asintomáticamente el coronavirus. Cualquier interacción con el otro podría desencadenar un colapso mortal. La gratificación homosexual puede encontrarse en cualquier baño público. Lo que los heterosexuales no saben, es que, de algún modo, los putos estamos, o deberíamos estar, entrenados en esto de las pandemias. Lo vivimos en carne propia, cuando apenas se descubría el VIH, su comportamiento y evolución. La gente pensaba que el sólo hecho de rozar, con la uña, los nudillos de un hombre abiertamente homosexual, bastaba para contagiarse del mortal virus, en cuyo ADN se encontraba una fuerte carga de pecado mortal. Por esa época fuimos la encarnación de la peste envuelta en testosterona. En el libro El sida y sus metáforas de 1988, actualización de El cáncer y sus metáforas, escribe Susan Sontag:

      Peste: esta es la metáfora principal con que se entiende la epidemia del sida. Además de ser el nombre de muchas enfermedades horribles, la peste se ha usado metafóricamente durante mucho tiempo como la peor de las calamidades colectivas, el mal, el flagelo…

      Existen muchos gays orgullosamente casados que se la han pasado exigiendo que la gente permanezca en sus casas con una arrogancia regañona que recuerda la desinformada homofobia de los 80 y deja fuera cualquier variable, ya no digamos económica. Para los hombres cisgénero la estigmatización del VIH tenía que ver con la sexualidad de falos penetrando próstatas, un sexo anómalo y repugnante para los convencionalismos bugas. No obstante, en las épocas más culeras del sida, lo homosexuales siguieron jugándosela. Cogiendo en el subterráneo. Que al mismo tiempo fungía como una red bajo tierra de debate y solidaridad sin prejuicios. De caricias y abrazos ilegales, pero redituables para el espíritu. No es sorpresa que muchos paisajes cyberpunks ubiquen los drenajes como escenarios donde un grupo de personas fundan nuevos tipos de sociedades.

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      Ahora los gays sucumbimos a las máquinas para sosegar la ansiedad sexual. Al menos en lo que pasan las fases necesarias de la cuarentena para estar a salvo del covid-19. Como si la invasión de cyborgs se hubiera adelantado a