Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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que era influenza tipo A. Fueron días horribles. Mi hijo decía “mocos” cada dos segundos, yo no tenía fuerzas para nada. No nos habíamos vacunado contra la influenza. Varias veces pensamos que había que hacerlo, y varias veces lo pospusimos. Me enfurecí conmigo misma. Después de haber leído tu libro me quedó claro que era una tontería no haberlo hecho.

      No tengo forma de saber si me enfermé en ese avión, pero mi instinto no tiene dudas.

      Nos encontramos 21 días más tarde, Eula Biss, el 15 de febrero, cuando el covid-19 ya había sido bautizado y Francia anunciaba la primera muerte en Europa. Me caíste bien de inmediato. Fue una plática muy agradable, que duró sólo una hora, aunque yo habría querido extenderla por más tiempo. Con todo lo que ha pasado desde entonces he seguido imaginando conversaciones contigo, que son más bien soliloquios, porque trato de adivinar qué responderías a mis preguntas, pero nunca llego muy lejos. Se suponía que íbamos a volver a reunirnos, íbamos a tener una charla en mayo, en Chicago, durante el tour que me habían organizado por Estados Unidos, que fue, por supuesto, cancelado.

      Hace unos días, mi hijo de dos años soñó esto: “Como la calle estaba vacía había una jirafa, y todas las casas se caían”. Habrá sido por un video que sacó mi tío en Berlín, donde filma las andanzas de un zorro en un jardín vacío enfrente del Palacio de Bellevue. Hablamos constantemente de la pandemia y mi hijo no había opinado nada hasta que varios días después me preguntó: “¿Mamá, en dónde están las personas?”. Entonces yo pensé en preguntarte, Eula Biss: ¿Qué te pregunta tu hijo? ¿Qué le respondes? Desde que me embaracé, desde que viví esa experiencia tan fascinante y desconcertante de ser dos cuerpos en uno, he ido buscando y descubriendo otras formas en las que nuestros cuerpos son parte de un organismo múltiple, de algo así como un jardín. Un año antes, sin haber leído tu libro, escribí en una conferencia esta oración: “No somos islas; se me ocurre que las mujeres, los humanos y los libros somos más bien algo así como jardines en la selva”. Casi salto de emoción —esto fue algunos días después del vuelo, ya con influenza pero sin ataque de pánico— cuando leí una oración por poco idéntica en tu libro, en donde dices que nuestros cuerpos son jardines dentro de un jardín más grande, que es el cuerpo social.

      En tu libro explicas que no vacunamos a nuestros hijos para protegerlos de los virus. Las madres antivacunas tienen razón en esto: si nuestros hijos enfermaran de muchas de las enfermedades para las que los vacunamos, probablemente no sufrirían demasiado ni morirían. Vacunamos a nuestros hijos para proteger a las poblaciones más vulnerables, para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad. Vacunamos a nuestros hijos, nos vacunamos, por un sentido comunitario, por la noción de que somos un solo organismo múltiple.

      No sabes las ganas que tengo de repartir tu libro, que venga en la canasta básica que todas las madres deberían recibir después de un parto —junto con esas toallas sanitarias frías, chocolates, crema para los pezones y varias amigas con hijos—. Después de leerlo es imposible seguir creyéndole a los charlatanes que hablan de vacunas venenosas y que ocasionan autismo. Quizás si más personas hubieran leído tu libro no habría ahora un brote de sarampión, una enfermedad que hasta hace poco estaba ya casi erradicada del planeta.

      Los más de 20 días que ya llevamos de cuarentena han sido una mezcla de insoportables juntas en Zoom, relatos devastadores de muertes solitarias y atroces, videos de animales en las ciudades vacías, intentos fallidos para establecer rutinas y trabajar, intentos más o menos exitosos de quitarle el pañal a nuestro hijo, pájaros invisibles que cantan en el silencio de la calle, el vecino que aprovecha la cuarentena para remodelar su casa con furiosas sierras eléctricas y taladros, el otro vecino —todavía no encuentro un insulto que le haga justicia— que organiza “fiestas de covid” con karaoke por las noches, y momentos de angustia, de lectura y de juego.

      Pienso mucho en ese cuerpo social que describes. En cómo a falta de vacuna —en lo que inventan o descubren y prueban y distribuyen la dichosa vacuna— tenemos que distanciarnos por el mismo motivo: para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad.

      Pienso también en los jardines; en cómo el jardín que tiene mi madre en la casa de junto nos ha salvado el ánimo, porque para un niño de dos años ese espacio, esa interacción con la tierra, el aire y las hojas —mi hijo probablemente agregaría en esta lista a las lombrices— es invaluable. Soy consciente del privilegio que implica tener acceso a un jardín, un lujo que incontables familias echan ahora mismo en falta. Pienso en los hogares sin jardín, en los jardines vacíos en Berlín, en tu metáfora del jardín dentro del jardín, en mi metáfora de los jardines en la selva y en los jardines salvajes devastados por la deforestación. En el origen de esta pandemia están esos bosques talados, que cuando se destruyen nos acercan a virus nuevos, que antes vivían en equilibrio con su ecosistema. Otras enfermedades, como la gripe aviar y la fiebre porcina, surgieron de la voraz industria alimentaria, se transmiten de los puercos y las gallinas a los seres humanos. Detrás de esta emergencia sanitaria está la enfermedad social y ambiental del capitalismo salvaje, que está terminando con la vida en la Tierra, y mi sensación es que no estamos hablando lo suficiente de estos temas, que no nos preocupan ni nos ocupan lo suficiente. Lo comento con familiares y amigos y casi todos dicen que exagero, que me lo invento, que no es para tanto. Y quizás sí que exagero, como con mi hipocondría, quizás los artículos mienten y la abundante evidencia científica está equivocada, quizás exagero, y ojalá. Por todas partes escucho a personas que dicen que quieren volver a una normalidad perversa, a un sistema infecto, que nos está matando. Cuando pienso en todo esto, Eula Biss, me empieza a faltar el aire, y entonces me da miedo que sea un síntoma de covid-19 y eso lo empeora. Tengo que concentrarme en mi respiración.

      El conejo encabeza la encuesta

      Nina Yargekov

      Sofía, 17 de abril— Estado de ánimo, inquietudes, esperanzas. ¿En qué piensa una escritora en cuarentena en Europa del este? Después de cuatro semanas de encierro decidí hacer una evaluación de la presente etapa por medio del sondeo a una muestra representativa de mis pensamientos. Las respuestas traducen una geografía mental disparatada, con islotes de voyerismo animal y vastas planicies de apatía política. En suma, una psiquismo fragmentado que refleja, quizá, el estado del mundo.

      La resiliencia está presente

      La muerte y la enfermedad nos rodean; sin embargo, mi ánimo se mantiene a la alza, con un promedio de 6.7 en una escala del cero al 10. Vaya que es un cambio en relación a la curva en “dientes de sierra” observada durante el mes de marzo, un periodo marcado por picos de euforia dramática relacionados con la idea de que yupi, estamos viviendo un momento histórico, y por yerros referenciales del tipo auxilio esto es una guerra ah no pésima intuición esto no tiene nada que ver con la guerra. Otra buena noticia es que mi psiquismo, mayoritariamente, no considera que el confinamiento sea perturbador, hasta el momento la explicación es que esto no cambia demasiado mis hábitos (72%) y que siempre he sido un poco depresiva pero nada grave (28%). Además, con un marcador que indica 68% de intenciones de ducha en respuesta a la pregunta estaría usted de acuerdo con bañarse hoy y ninguna marca de dientes sobre el camembert que guardo en mi refrigerador, no hay por qué temer la alienación sociocultural de mi parte. Por último, no hay duda de que la resiliencia está presente: 65% de mis pensamientos afirman haber superado el doloroso trauma que suscitó el cierre brutal de las fronteras europeas, mientras que la tasa de sentimiento de irrealidad se encuentra en drástica disminución. Así que, cuando me pongo un cubrebocas, la exclamación interior puta madre estamos de veras en una película de ciencia ficción ya sólo se produce dos veces de cada 17.

      Una fuerte baja en el índice

      de confianza en la humanidad

      Los números previamente citados no deben ocultar la acometida de mi pesimismo existencial. A la pregunta en la perspectiva de una vida futura usted preferiría reencarnar en un cristal de cuarzo rosa o en un ser humano, 82% de mis pensamientos escogen la opción mineral, es decir: 16 puntos porcentuales más que a principios de marzo. En el mismo tenor, Arthur