Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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una camiseta anaranjada, cachucha, camiseta sin mangas, shorts y carga un enorme bulto de comida para perro sobre la espalda, de la cual no alcancé a ver la marca, una pareja de jóvenes con jeans y sin cubrebocas, algunos coches estacionados; los cables de electricidad entreverados como los que me asombraba ver en la India, olvidaba que justo enfrente de mi casa los cables se enredaban y se enredan de la misma manera o aún más caótica que en las calles de Delhi o de Calcuta.

      Mi perro Fideo ladra, orina, corre, caga y brinca en el patio, durante este encierro. Quisiera, como yo, estar en situación de calle, quisiera poder correr a su antojo por las banquetas, conducido con otros cinco perros por Mauricio, su paseador, por esos barrios de la antigua delegación, hoy alcaldía, de Coyoacán, cada vez más sucia y descuidada. Por eso Fideo, encerrado como yo en esta casa, sólo piensa en salir a deambular por las calles para poder orinar y cagar a su antojo: todos los días tenemos que regar vinagre y lavar el patio con cloro para neutralizar el olor. Ese olor a orines de perro, nunca tan penetrante para mi olfato como el de otros animales, me recuerda la casa de Amparito Dávila, quien esta mañana 18 de abril murió; a Amparo le gustaba escribir cuentos de terror y también, y mucho, le gustaban los gatos. Tenía varios, en un hermoso departamento que en mi recuerdo cuando lo visité estaba espesamente alfombrado, por allí paseaban y orinaban los felinos, convivían con sus hijas y sus libros y alguna vez también con su primer marido, el gran pintor Pedro Coronel, hombre corpulento (Amparo menudita), muy amigo de mi papá, a quien llamaba Jacobito y a quien visitaba muy seguido cuando mis padres tenían el restorán Carmel en la calle de Génova en la Zona Rosa, allá por los bellos años 60 del siglo pasado. Ese olor me hace recordar también el de la casa de Carlos Monsiváis, adorador irrestricto de sus más de nueve gatos, los únicos seres que le producían mayor respeto que los seres humanos y que corrían y orinaban en su amplia biblioteca de Portales. Lo visitábamos con Sergio Pitol (quien prefería a los perros), Luis Prieto y Luz del Amo para compartir esas sesiones de cine que Monsi ofrecía en una hermosa sala con enormes pantallas de la cual era imposible erradicar el terrible hedor: los gatos se orinaban sobre los libros de los grandes caricaturistas o autores mexicanos del siglo xix que a Monsi le gustaba coleccionar y que iba a comprar todas las semanas a la Lagunilla o al bazar del Ángel en la antigua Zona Rosa. En cambio, y por razones que ya no puedo explicar, cuando visitábamos en su casa de Alberto Zamora en Coyoacán a Juan García Ponce (pues también él obviamente ya falleció), los gatos convivían (hasta una de sus novelas se llamaba El gato) y casi compartían con nosotros la bebida que Juan en su silla de paralítico tomaba religiosamente todas las noches: allí nunca se sentía el hedor…

      Ese olor me sigue trayendo a la memoria a mis queridos amigos ya fallecidos pertenecientes a esta generación que se está extinguiendo y de la que sólo quedamos algunos nonagenarios u octogenarios, esta generación nuestra que se acaba como las abejas, los elefantes o las mariposas amarillas, las mariposas que casi ya no me visitan y que todas las mañanas trato de saludar desde la ventana por donde me asomo todos los días para percatarme de cómo transcurre la vida cuando se interrumpe y se vive todos los días como si fuera domingo.

      La ociosidad.

      Mientras, se hunde la realidad.

      El 28 de enero cumplí 90 años y el 17 de abril sor Juana Inés de la Cruz cumplió 325 de haber muerto en una epidemia de tifo en el convento de San Jerónimo.

      La cuarentena de mi madre

      y el virus de la impunidad

      Javier García Bustos

      Santiago, 21 de abril— Se llama Rosa Bustos y a fines de abril cumple 75 años. Durante la dictadura de Pinochet estuvo secuestrada dos semanas de septiembre de 1974. La fueron a buscar cuatro días después que a su hermana Sonia, detenida desaparecida, quien era miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el mir. Luego de todos estos años, en el actual encierro, hemos recibido la sentencia judicial sobre el caso de mi mamá. En el contexto de la pandemia, el gobierno de Sebastián Piñera pretende indultar a reos que han violado los derechos humanos, incluyendo a un exteniente de Carabineros condenado por la desaparición de mi tía.

      Su rutina cambió, como la de todos. Producto del coronavirus, mi madre, actualmente jubilada, quien a fines de abril cumple 75 años, no pudo asistir a los tres cursos a los que se había inscrito en la Municipalidad de Santiago, comuna donde reside en Chile. De los cursos para el “Adulto mayor” mi mamá, Rosa Bustos, había seleccionado yoga, memoria y tejido.

      Sin embargo, en estos días, mi madre, quien fue empleada pública durante 36 años en la Tesorería, se comunica con sus amigas y excompañeras de curso por WhatsApp, ya que lleva varios años participando en los cursos de la municipalidad. “Las busquillas” y “Cocinando nuestros sueños” se llaman esos grupos. No sólo se saludan cada mañana, sino que también se envían “memes” y videos con bromas. Desde que estamos en cuarentena, mi madre le ha enseñado a usar la máquina de coser a mi hijo Bruno (de siete años), han hecho juntos pan y elaborado algunas recetas. Mi mamá, en estos días de encierro, ha leído Amuleto, de Roberto Bolaño; Canción de tumba, de Julián Herbert y El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Por las tardes, ve una teleserie turca y luego las comenta con sus amigas por WhatsApp.

      Pero hay un fantasma que vuelve y que ha rondado su vida desde que a los 29 años se la llevaron a la fuerza desde su casa dos carabineros y cuatro agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), la policía secreta de la dictadura que lideró Augusto Pinochet. El fantasma de su detención y de la tortura que vivió durante dos semanas en septiembre de 1974.

      Todo comenzó con la detención de mi tía Sonia Bustos, de 30 años, quien era secretaria de la Policía de Investigaciones. En secreto y en paralelo a su trabajo oficial realizaba labores como miembro del mir que fue prácticamente eliminado por la Dina y perseguido desde el inicio de la dictadura hasta el asesinato de su líder, Miguel Enríquez, en octubre de 1974.

      Mi tía fue parte de una célula, junto a Teobaldo Antonio Tello (fotógrafo del mir y detective de Investigaciones) y Mónica Llanca (funcionaria del Registro Civil), quienes efectuaban dos labores: con la información que ellos manejaban ayudaban a las personas que la Dina iba a detener y elaboraban identificaciones falsas para los dirigentes clandestinos.

      Así fue como el jueves 5 de septiembre de 1974, dos carabineros y tres agentes de la Dina, armados con metralletas, llegaron al hogar familiar y se llevaron a mi tía, quien estuvo en los centros de detención y tortura Londres 38, José Domingo Cañas y Cuatro Álamos. Sonia, Teobaldo y Mónica son parte de los mil 210 detenidos desaparecidos que dejó la dictadura militar en Chile.

      En marzo pasado terminé un libro titulado El rostro de una desaparecida, donde recreo esta historia familiar y social. El recuerdo de la desaparecida sin tumba: la biografía de la mujer que no tiene biografía. El libro lo comencé a escribir en 2017 cuando recibí el fallo judicial sobre la desaparición de mi tía por “Delitos de secuestro calificado y aplicación de tormento”.

      Entre los culpables, como autores, son nombrados Manuel Contreras, ex general del Ejército y Marcelo Moren Brito, ex coronel del Ejército, ambos fallecidos. Además, en calidad de coautores: César Manríquez, general del Ejército; Ciro Torré Sáez, teniente coronel de Carabineros y Orlando Manzo, oficial de gendarmería, quienes cumplen condenas por violación a Derechos Humanos en el Centro Penitenciario Punta Peuco.

      El recinto, ubicado en Tiltil, fue creado en 1995 para que cumplieran condena Manuel Contreras y Pedro Espinoza, responsables en el asesinato de Orlando Letelier. Con piezas individuales, cocina y living, el lugar está lejos de parecerse a una cárcel común.

      Durante estos días, el sitio ha vuelto a estar en la noticia, ya que la Octava Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago resolvió absolver a ocho condenados. Además, rebajó la pena en tres años y un día a otros nueve reos, a quienes también se les otorgó el beneficio de libertad vigilada.

      Entre ellos está Ciro Torré, condenado por el secuestro de mi tía Sonia. Mientras ocurren estos hechos, el abogado de mi madre, Nelson Caucoto, me hizo llegar la sentencia judicial, emitida el 2 de abril, en el Primer Juzgado Civil de Santiago