Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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      En el año 2000, cuando visité Lisboa por primera vez, en la ciudad no había caravanas de tuktuks —vehículos de tres ruedas semidescapotables—, ni había combos promocionales de pasteles de bacalao con vino verde, y Fernando Pessoa no había alcanzado todavía la categoría mediática de souvenir en forma de cenicero. En barrios como Ajuda o Alfama no era extraño ver a mujeres de edad avanzada (antiguas propietarias) vestidas de negro y con pañuelos en la cabeza, cumpliendo, a lo mejor, algún luto lejano. El populoso tranvía 28, en su trayecto desde Campo de Ourique hasta la plaza Martim Moniz, permitía aún cierta comodidad a bordo. De aquel tiempo a esta parte, pasaron cosas. Hoy Lisboa es una de las capitales más apetecidas de Europa, y el sector turístico —para bien y para mal— no para de crecer. Filipe es librero y se queja. Dice que los lisboetas ya no pueden vivir en Lapa ni en Santos ni en Madragoa ni… “Desde que los extranjeros empezaron a copar las casas del centro y a transformar predios en hoteles de lujo, los alquileres se dispararon y la ciudad empezó a cambiar”, dice con algo de nostalgia, la noche del 10 de marzo, mientras caminamos desde Estrela hasta Cais do Sodré.

      Por lo demás, Filipe pone en duda la gravedad de la epidemia. Esa noche, a mitad de camino, nos sentamos a tomar una cerveza. Es invierno en el hemisferio norte, pero parece primavera. Lo veo pagar y luego armarse un cigarrillo: tabaco, boquilla, envoltorio y lengua sobre el papel. Ese descuido higiénico me desconcierta (con todo lo que se está diciendo), pero lo disimulo (soy siempre la misma hipocondríaca). Le digo que en Lisboa vi algunos de los acontecimientos que cambiaron la historia del mundo para siempre: la caída de las Torres Gemelas, en 2001, por ejemplo; el comienzo de la guerra de Irak, en 2003. Y, ahora, la irrupción del “Corona”.

      “Corona suena a nombre de jugador de futbol del club de Porto”, dice. Y nos reímos.

      *

      El 10 de marzo, en una nota publicada en el matutino The New York Times, el periodista Martín Caparrós hizo referencia a un tuit del actor español Eduardo Noriega. “Si cada invierno —había escrito Noriega en su cuenta de Twitter—, nos informaran en tiempo real de los atendidos, hospitalizados, ingresados en UCI y fallecidos por gripe en España viviríamos aterrorizados”. El tuit incluía cifras verificables, y la nota de Caparrós analizaba la situación mundial más allá de los circuitos del miedo. Sin embargo, el viernes 13, mientras tomo el desayuno, pienso en cosas que me atormentan sólo en los peores ratos: en lo impredecible, en lo imponderable, en la fragilidad de la vida y pienso también en la muerte. Por email recibo un mensaje de latam, la aerolínea con la que volaré a Buenos Aires, es casi la una de la tarde. “En latam —dice el mensaje—, queremos que usted viaje con tranquilidad: infórmese aquí sobre todas las medidas y procedimientos relativos al covid-19”. Pero en lugar de tranquilizarme, la noticia me incomoda. Dos horas después, Aerolíneas Argentinas me avisa, también por correo electrónico, que mi vuelo programado para partir de Madrid el 29 de marzo ha sido cancelado y que las millas canjeadas me serán devueltas. Voy a mi agencia de viajes y le pregunto a María José si lo mío está confirmado. La rapidez de los cambios me hace suponer que cualquier catástrofe podría ocurrir dentro de los siguientes 10 minutos. “Está confirmado”, me dice y me aclara que la única noticia que recibieron fue lo de la cuarentena dispuesta por el gobierno argentino. Paso por el supermercado: hay góndolas semivacías, otras, desmanteladas. Faltan frutas y verduras y agua y sobre todo faltan latas: de atún, de sardinas, de bacalao. “¿Serán los estragos del miedo —me pregunto— o el mismo apocalipsis?” Salgo y corro a refugiarme en mi cuarto de la Av. Duque D’Ávila. Desde que llegué, hace dos semanas —tras haber terminado un curso de un mes en Sevilla—, estoy alojada en una casa en la que curiosamente, años antes, funcionó una editorial independiente: la 70 o Edições 70. Una casa o, mejor dicho, un caserón —más de 100 años, tres plantas luminosas, fachada pintada de amarillo—, un lugar en el que me quedaría a vivir y en el que no hay —no puede haber—, trato de convencerme, lugar para virus peligrosos.

      Paso el resto de la tarde armando valijas y escuchando música. Escucho el mismo tema tres, cuatro, cinco veces. Y repito la letra como si fuera un mantra. “Ring the bells that still can ring —canta Leonard Cohen— Forget your perfect offering/ There is a crack, a crack in everything/ That´s how the light gets in”.

      *

      El 14 de marzo me levanto a las cinco. A las apuradas, tomo un café con leche y salgo. Al llegar al aeropuerto, me cubro la boca y la nariz con un cuello de invierno y voy a asegurar la valija. Subo al primer piso, resuelvo el check in y paso directo al control de seguridad. Soy un robot que ejecuta órdenes a comando. Meto el carrion en la cinta, y en una bandeja, la campera, la mochila y la cámara de fotos. “La bufanda también”, me despabila de golpe un agente. Lo último que haría en la vida sería poner mi cuello de invierno en la bandeja, así que me hago la distraída y, en un descuido del hombre, me lo guardo rápidamente en uno de los bolsillos del buzo polar. Paso por el escáner, retiro mis cosas al final de la línea y limpio con alcohol en gel el cuello de la campera. Ahora sí, corro en busca de la puerta 41A y entro automáticamente en el free shop —mezcla de perfumes y vendedoras sonrientes—, que en un segundo me devuelve a la normalidad de la vida.

      Lo que sigue es un trayecto de nueve horas —las más largas que recuerde a bordo—, en el que me veo rodeada de pasajeros con barbijos. Pasajeros quietos, silenciosos, adormecidos. Cada uno (me incluyo) dentro de su propia isla, haciéndose invisible, impalpable, inaccesible, como queriendo desaparecer, anularse para protegerse y, a lo mejor, en un acto de solidaridad genuino, proteger también al otro.

      Llego a San Pablo a las cinco de la tarde. Llamo a mamá. “Llegué”, le digo y me pongo a llorar. Desconsolada. En el aeropuerto todo el personal y la mayoría de los pasajeros están embarbijados. Por el altoparlante, las recomendaciones de higiene se repiten cada cinco minutos. Para mi vuelo a Buenos Aires faltan todavía cuatro horas. En otras circunstancias me hubiera sentado a tomar un café, en éstas, lo único que quiero es salir de acá. Cuanto antes.

      La entrada del aeropuerto de Guarulhos está semi desierta: una decena de taxis, unos pocos pasajeros despidiéndose, todavía a los abrazos. Este escape y esta suerte de páramo me reconfortan. Cruzo las vías de circulación y camino como drogada hacia uno de los laterales, camino hasta que no puedo avanzar más y me doy cuenta de que a mi alrededor no hay un alma. Un rato después, el sol empieza a ponerse en mi propia cara de sobreviviente. Un atardecer hermoso, inesperado, conmovedor, como escribió Borges en uno de sus poemas. “Siempre es conmovedor el ocaso —escribió— por indigente o charro que sea,/ pero más conmovedor todavía/ es aquel brillo desesperado y final/ que herrumbra la llanura/ cuando el sol último se ha hundido”.

      Sé que hoy cuando el último sol se haya hundido y “el unánime miedo de la sombra” me acometa, tendré que correr en busca de mi próxima puerta de embarque y ponerle el cuerpo al segundo tramo de este viaje alucinado. Pero para eso todavía falta, así que saco mi cámara de 35 mm y me hundo en aquel otro cielo. Azuloso y rosado. Y (casi) puedo disfrutarlo.

      Otro afuera

      Carolina Sanín

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      Bogotá, 15 de abril— En el confinamiento obligatorio por la pandemia, la economía se ha retraído, para mí, a su etimología: es el conocimiento de la casa, del oikos. Cada 15 días abastezco mi casa. Todos los días soy consciente de cuánto consumo, de qué se pierde y cuánto se conserva. Un día a la semana limpio mi casa, que ahora equivale a mi mundo: cada objeto y cada asiento y cada balda con el trapo —primero seco y luego húmedo—, y el suelo con la escoba, luego con la aspiradora y, por último, con el trapero. Quizás «economía» en la cuarentena ha pasado a ser casi equivalente de «limpieza»: en la casa común que es la ciudad, la administración se concentra en las medidas de higiene pública, de distanciamiento, para evitar el contagio. En mi casa, la administración de la higiene no es distancia sino contacto: recorro las formas de todas las superficies. Acaricio y levanto los objetos, y los pongo en su lugar, pensando que su lugar es ése y ningún otro en el mundo, pues así lo he dispuesto. Cada vez que vuelvo a poner algo donde estaba, después de tocarlo