Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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pasados por alto.

      No me parece que Bolsonaro tenga fuerza para tanto. Gracias a los republicanos franceses de los siglos xviii y xix existe la separación de poderes y un sistema de frenos y contrapesos. Gobernadores y alcaldes han tomado medidas ejemplares, como el cierre de locales de concurrencia masiva y la limpieza del sistema de transporte público —algunas de esas estrategias fueron tomadas mucho antes que los países europeos en relación a las curvas locales de expansión de la pandemia. Vale destacar también la actuación del Ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, que comprende la gravedad de la situación hace bastante tiempo.

      Falta saber qué uso político le dará Bolsonaro a la crisis. Todo indica que el presidente ya no cuenta con el apoyo de antes entre los liberales. Su base en el campo conservador también parece haber perdido fuerza. Cacerolazos y la idea de un impeachment ya no suenan tan extraños. Bolsonaro tendrá que hacerse cargo de un país golpeado, en un mundo asolado por la muerte, la recesión económica y más desigual que nunca.

      Nota general sobre el imaginario de la catástrofe

      Leo reportajes, ensayos y crónicas todos los días. Pocas me marcaron tanto como el texto de Evan Osnos sobre cómo los súper ricos norteamericanos se preparan para lo peor. En É o fim do mundo, el periodista muestra cómo algunas de estas personas han tomado una serie de prevenciones antes del cataclismo. No se sabe si operan en un escenario de crisis económica, crisis ambiental, levantamiento popular o una caótica combinación de estas fuerzas. Existen corredores de propiedades especializados en la venta de búnkeres nucleares en los desiertos de Estados Unidos y en el interior de Nueva Zelandia. Allí, debajo de la tierra y en caso de que las cosas no mejoren en la superficie, sus clientes tendrían la autonomía suficiente como para pasar hasta 20 años.

      La catástrofe está siendo explotada y comercializada. Business as usual. O como diríamos en castellano, negocios son negocios.

      Posdata: cadena nacional, pronunciamiento oficial de Jair Bolsonaro sobre el coronavirus

      Martes en la noche, 24 de marzo. El presidente tiene dificultades para articular palabras. Parece preocupado, como si sintiera el deber de entregar un mensaje. Se ve contrariado. Habla de combatir el “pánico y la histeria”. Dice que parte de los grandes medios de prensa crearon un clima de miedo en relación al covid-19. Ataca a gobernadores. Vuelve a comparar al coronavirus con un pequeño resfrío. En oposición a lo que afirman especialistas en todo el mundo, Bolsonaro llama a las personas a continuar con sus actividades regulares: “El sustento de las familias debe ser preservado. Tenemos que volver a la normalidad”.

      Una versión más extensa de este artículo fue publicada en portugués el 26 de marzo de 2020 en Le monde diplomatique Brasil.

      Traducción del portugués: Rodrigo Millan V.

      La ansiedad

      Mariana Enriquez

      Buenos Aires, 13 de abril— Mando un mensaje. Necesito resolver una cuestión administrativa de trabajo. Responden y resuelven más o menos rápido y la persona que me atiende agrega, antes del saludo de despedida, “esto parece uno de tus cuentos”.

      esto es la pandemia, claro.

      Le respondo con un lacónico “gracias”, sin hacer referencia alguna a su observación sobre mis cuentos que, en efecto, son de terror. No sé qué decirle. Casi todo el tiempo no sé qué decir y constantemente me piden que diga algo. Una columna sobre cómo llevo el confinamiento. Una opinión sobre la naturaleza mutante del virus. ¿Me parecen bellas las ciudades vacías y recuperadas parcialmente por animales? Todo es contradictorio y angustiante. Un escritor, un artista, debe poder interpretar la realidad, o intentarlo al menos. Como persona que trabaja con el lenguaje debería colaborar en la discusión pública. Pensando, escribiendo, interpretando. Pero cada día que pasa, pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada: no veo, estoy perdida, apenas alcanzo a distinguir mis manos si las extiendo. La escritora Carla Maliandi comenta en su Facebook que el filósofo Karl-Otto Apel, amigo de su familia, les contó, entre empanada y empanada, que “durante la Segunda Guerra Mundial le tocó algo así como la colimba —el servicio militar— de Alemania. Su tarea era patrullar las calles dentro de un tanque de guerra mientras afuera explotaban bombas y el mundo era el infierno mismo. Nos dijo que ese fue un momento muy importante en su formación y que gracias a ese encierro pudo leer y estudiar por primera vez a Aristóteles, a Kant, a Hegel”. Ella se pregunta cómo es posible semejante concentración a propósito de una nota donde varios escritores dicen que no pueden leer, no pueden ver películas, están ansiosos e hiperalertas y pasan la mitad del tiempo en videollamadas o chequeando si los familiares y amigos necesitan algo.

      ¿Por qué tengo que ser intérprete de este momento? ¿Porque escribí algunos libros? Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando sólo siento desconcierto. Poder, poder, poder, qué podemos hacer, qué podemos pensar. En una charla con una amiga le dije, sinceramente: “pienso corto”. Es verdad. No encuentro reflexiones. Encuentro: cómo (no) usar el homebanking con bancos que ofrecen sistemas hostiles, no atienden el teléfono y son implacables en la demanda del pago. Encuentro: cómo evito el miedo cada vez que mi pareja sale a comprar la comida que necesitamos. Qué hago si se enferma. Es muy poco probable que esto pase, me digo y me dicen los expertos. Todo lo que me repito no sirve de nada y tengo terror de que termine en un hospital de campaña. O que termine ahí mi madre. Desde otro medio me mandan una serie de preguntas a ver si las puedo contestar: “¿Qué miedos genera el aislamiento? ¿Qué trauma nos trae? ¿Qué va a pasar con la humanidad? ¿Cómo construimos la nueva normalidad?”

      Todas las preguntas me dejan muda. Todos los traumas, todos los miedos, no sé qué va a pasar con la humanidad, cómo pensar en “humanidad”, qué significa eso, por qué tenemos que pensar en la nueva normalidad si la pandemia recién empieza, al menos en la Argentina. Todas estas palabras que escucho, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de IG y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro? ¿Qué agujero se intenta tapar? ¿Qué fantasía de extinción? Pienso en insectos escapando de la mano que enarbola el veneno. Esa cucaracha que corre y corre y logra esconderse detrás del lavarropas.

      Me siento como si acabara de tener un accidente de auto. Veo cómo sale humo del motor, huelo a quemado, no sé si habrá una explosión o no, el cuerpo no me duele porque el golpe es muy reciente y, desde el otro lado de la ventanilla, 20 personas me preguntan: “¿Vas a comprar un auto nuevo? ¿Creés que éste se puede arreglar? ¿Podrás vivir tu vida normal si tienen que amputarte una pierna? ¿Sobrevivieron los del auto que impactaste? ¿Si quedaron con secuelas los ayudarás económicamente? ¿Pagarás el entierro si murieron? Tu hijo, que estaba en el asiento de al lado, ¿llevaba cinturón de seguridad?” Así todos los días.

      A veces logro sentir algo que me excede en otro sentido, no el del desborde cotidiano. Algo sublime, profundo. Un silencio en el mundo causado por este agente que no está ni vivo ni muerto, que necesita un huésped para vivir hasta que se aburre de él o lo mata. Cierta hermandad global. Me dura poco. Tengo miedo de tener una apendicitis y que no me operen y morir porque están las camas ocupadas por pacientes con coronavirus. Tengo miedo de ser horriblemente mezquina y poco solidaria. Tengo miedo de ver por las calles del conurbano de Buenos Aires las mismas escenas que en Guayaquil, los cadáveres en las calles, la gente ahogada arrastrándose en salas de emergencias, el hombre que dejó a su madre muerta en un banco y usó un parasol para proteger el cuerpo envuelto en una tela colorida. Los ataúdes de cartón. No quiero atravesar ese horror de ninguna manera, ni como espectadora ni como testigo ni como cronista ni como víctima. A veces me levanto y creo que vivir así no vale la pena, otras me digo que todo pasa, que siempre que llovió paró, que los virus tienen ciclos, que las pandemias se terminan, que las vidas se reconstruyen. Ayer me alegraba de haber vivido intensamente, de todos los viajes, todos los conciertos, todas las drogas, todos los amantes. Como si me estuviese despidiendo del mundo. Este estado es de duelo. Pero no sé bien qué ha muerto. O si está muriendo. No lo sé. Me lo siguen preguntando, y yo no lo sé. ¿Qué leo? Nada. Empecé, porque teletrabajo desde casa, con La condesa sangrienta, de Valentine