Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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—Y por qué no va usted sola —en caso de que el mosso juegue a poli súper malo. —Porque —yo ya haciendo como que me ahogo— estoy asustada y no me encuentro bien.

      Así actuaríamos si nos pararan en dirección a la farmacia. Si nos pararan en dirección contraria:

      —Adónde va usted a estas horas. —Vengo de la farmacia de Santa Eulalia, que es la más cercana y abierta las 24 horas. —Qué es eso tan urgente que ha tenido que comprar que no puede esperar a mañana. —He ido a comprar Ventolín —sacamos la caja vacía— porque mi mujer es asmática, pero no tenían y no saben cuándo volverán a tener, así que estoy buscando desesperadamente otra farmacia de guardia.

      Sigue pareciéndome más repugnante el buen samaritano, le repliqué a mi amada. Porque por dinero yo puedo entender que se hagan tareas de mierda. Pero el buen samaritano lo hace por mero placer represivo. Mi otra amada, la tercera comensal, habla entonces y se ríe: cómo puedo pensar que no hay placer represivo en el policía. No son soldados de gleba mandados al frente en contra de su voluntad. Son orto de maderos que gozan haciendo con total impunidad aquello para lo que los han entrenado.

      Me acordé entonces de un argumento pro policial que reza que los polis son clase obrera y que se estuvo esgrimiendo masivamente durante los últimos disturbios en Barcelona. El policía herido por nuestras pedradas era un obrero sufriendo un accidente de trabajo. ¡De pronto los fachotes preocupándose por los derechos laborales, tócate el coño!

      Tenéis razón otra vez, mis lúbricas. Es un falso dilema: no tenemos que elegir entre unos esbirros y otros. Dirigiremos nuestros ataques y nuestras precauciones a todos por igual.

      Y así empezamos con la contrapropaganda y la contrainformación. Si la unam o quien sea me contrata una segunda parte de este diario, explicaré cómo estamos grafiteando (cuidándonos mucho siempre, que no se preocupen las autoridades sanitarias) fóllame, tengo corona.

      Exilio en la calle principal

      Julián Herbert

      1

      Saltillo, México, 11 de abril— La enfermedad apareció en mi horizonte el viernes 13 de marzo. Mi suegro se graduaba de historiador y asistí con mi mujer a la ceremonia. Al terminar, fuimos a comer. Durante todo el rato, con una excitación digna de la peste negra o la lepra medievales (o de la locura en la época clásica según Foucault), no se habló sino del coronavirus. Mis suegros y mis tres cuñadas se habían preparado para entrar en la Fase 3 de la cuarentena aquel mismo día, dos o tres semanas antes que la mayoría de los mexicanos. Su criterio me pareció excesivo, aunque lo justifico a contraluz de tres hechos fundamentales: los padres de mi mujer tienen edad suficiente para ser considerados población de riesgo; pertenecen a la clase media provinciana desde hace al menos cuatro generaciones (yo en cambio soy un producto puro de la movilidad social: mestizo, lumpen, semirrural, migrante), y vivimos en Saltillo: el saltillense promedio —yo incluido— es un ultramontano ontológico que anhela la fantasía de encerrase a piedra y lodo para escapar de Lo Ajeno.

      Al terminar el almuerzo, mi suegro se despidió de mí con un ademán distante: “Hay que protegernos”, explicó. Luego dio media vuelta y le asestó a su hija mayor (con la que yo había pasado un buen rato de la noche anterior intercambiando fluidos) un abrazo potente y un beso en la mejilla. Pensé: “Lo que se viene no es una mera contingencia viral. Lo que se viene es una guerra con la mente”.

      2

      Hace años que no sentía de una manera tan precisa (quiero decir: física) la vecindad entre el estoicismo y el cinismo.

      3

      Vivo en la esquina de Manuel Acuña y Victoria, a dos calles de la alameda Zaragoza, una cuadra al poniente de la plaza de armas y el palacio de gobierno, en contraesquina del antiguo edificio (hoy es una zapatería) del cine Palacio; un inmueble que fue reproducido al óleo por Edward Hopper en 1946. Vivo en el corazón de Saltillo. Puesto a elegir cuál sería mi álbum de rock emblemático para pasar la cuarentena, diría que Exile on Main St., de The Rolling Stones.

      Comencé a prepararme para la contingencia el martes 17 de marzo: diligencias administrativas, cancelación de viajes. El sábado 21 hice una última reunión de trabajo con los miembros del Seminario Amparán, entre ellos un médico; fue él quien estableció los protocolos del encuentro. Dediqué el lunes 23 a diseñar un gimnasio casero con galones de agua, un cortinero y una banca. Dejé de salir a correr a la alameda el lunes 30 de marzo: desde esa fecha, hago mis seis kilómetros reglamentarios dando vueltas sobre el techo de mi edificio de departamentos, que mide más o menos una cancha y media de basquetbol. Salgo de vez en cuando a la calle en busca de provisiones. Lo hago siguiendo normas de higiene rígidas. Soy escéptico acerca del impacto que estos cuidados puedan tener frente al contagio, pero los cumplo con pundonor: yo no soy propietario del cuerpo de los otros. Salvo por el descanso de no andar del tingo al tango en autobuses o aviones, ofreciendo de ciudad en ciudad conferencias y cursos, mi vida cotidiana es muy igual a la de antes. Gano menos dinero, pero mis oportunidades de gastarlo también se han reducido.

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      Una banda de rock aséptico que se llame La Ilusión del Control.

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      A veces leo o escucho a personas cercanas quejarse de que “la gente” sigue estando en la calle, de que falta conciencia, de que la autoridad no hace nada por aplanar la curva de contagios, de que… Trato de ser cortés, no contradigo demasiado, me hago el despistado; intento cumplir con el grado de sensatez que la clase media ilustrada mexicana espera de mí. Lo cierto es que, en mi fuero interno, me parece ridícula toda esa consternación. No es que yo sea un sociópata, pero tampoco creo tener mayor injerencia que mi gato en el trasfondo de lo que acontece. Una de las estrategias que he implementado de manera consciente para negociar con mi angustia es acogerme a lo gradual: cortar actividades o libertades una a una, sin prisa ni nostalgia. Espero a que se dicten los tiempos oficiales (aunque me parezcan erróneos) y sigo sus protocolos. No quiero saltar de golpe a la Fase 3 porque sé lo suficiente sobre la sombra junguiana: sé que el enojo de quienes se quejan de la indolencia de sus conciudadanos podría ser una proyección de su frustración por no estar ellos mismos allá afuera, paseando por el parque. Quiero ser el último en ingresar a la habitación del pánico, no importa que por ello me toque luego viajar al apocalipsis aplastado contra la puerta, como pasajero del metro.

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      Pasa un camión de perifoneo con un anuncio del gobierno del estado: “Les recordamos mantenerse en sus casas para evitar un mayor número de contagios”. Al menos me tocó vivir lo suficiente como para ser personaje de una novela de William Gibson.

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      No tengo buena opinión ni del gobierno de mi país ni de sus críticos acérrimos. Estas semanas he ido dos veces al supermercado y noto que la burguesía nacional no ha adquirido un gramo de sentido humanitario en el transcurso de la crisis. No sólo todo es más caro; es, además, deficiente. Como si una desgracia global fuera el mejor momento para comercializar lo que está al borde de la descomposición. El precio de placebos contra la paranoia viral roza lo obsceno. El capitalismo salvaje sigue siendo capitalismo salvaje, sólo que ahora tiene fiebre.

      Mi sensación es que ya todos estamos de algún modo —ético, fisiológico, ideológico, emocional, económico— contagiados. Si pretendemos que no es así es por soberbia o mera urbanidad. Leo por todas partes sesudas opiniones de filósofos acerca de cómo el capitalismo, el comunismo, el Estado policial, los Estados débiles, los presidentes racistas, el heteropatriarcado, el feminismo, el criptosocialismo, el darwinismo económico, todas estas cosas van a caer o se van a empoderar o nos van aplastar o nos salvarán: todo depende de cuál sea la orientación ideológica previamente adquirida del pitoniso en curso. Lo que me causa mayor admiración es la certeza que se percibe en todas estas mentes brillantes. Me deja boquiabierto que, en una época tan cáspita y atónita, sea tan difícil conversar con personas aquejadas de incertidumbre.

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      No sabía que Lucía Bosé estaba viva; su muerte me hizo recordar