Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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detenido en seco, ciertamente, y aunque es claro que la mano que jaló el freno es una mano humana —el cambio climático y la alteración de ecologías terrestres son la forma misma del capitaloceno salvaje— es menos claro si ese freno será suficiente para transformar un sistema económico que, en su afán de producir la mayor ganancia posible, ha devastado sistemáticamente la Tierra. La así llamada normalidad, se dice mucho en estos días y con verdad, está en la raíz del problema que condujo a la pandemia. Y mucho se reitera la imposibilidad de regresar a ella, incluso si algunos así lo quisieran. Como lo comentaban vehementemente Angela Davis o Rita Segato, se abre ahora una posibilidad de reemplazar esa vieja normalidad con un mundo de solidaridades extendidas donde la conciencia de nuestra mutua interdependencia material y afectiva incluya de manera central a la Tierra.

      Una mera aproximación

      No pasamos por una revolución, pero sí por un cambio tan radical, tan diseminado por todas las esquinas del planeta, como para llamarlo un cambio estructural. No sabemos cuánto durará la transformación, ni cómo serán ni cuánto durarán sus consecuencias, pero vivimos estos días de pandemia con la ansiedad y la curiosidad del que ve fenómenos para los cuales todavía no existe lenguaje preciso. Vivimos con el botón de la hipervigilancia encendido. Somos la extranjera que, arrojada sin maletas en una ciudad extraña, se esfuerza por crear analogías para poder visualizar —entender es mucho más complicado— lo que sucede frente a sus ojos. Esto se parece a. Bien podría tratarse de. El proceso de traducción, que incluye a la experiencia y al lenguaje en que esa experiencia es enunciada, es trabajoso, a menudo francamente intransitable. En cada esfuerzo se nota que el lenguaje no acaba de embonar con los contextos inéditos y los fenómenos que, ya de maneras obvias o ya de maneras sutiles, obedecen a reglas que todavía no quedan claras. Cada esfuerzo es sólo una aproximación.

      Del verbo tocar

      Como el contagio se lleva cabo por cercanía, especialmente a través del sistema respiratorio y el tacto, tenemos que ser conscientes de que somos cuerpos. Parece una operación sencilla. No lo es. La máquina de producir mercancías nos ha acostumbrado a vivir bajo la ilusión de que somos incorpóreos. Podemos trabajar sin cesar. Podemos consumir sin cesar. Si estuviéramos en un cuento de la escritora salvadoreña Claudia Hernández seríamos esos personajes que, incluso muertos, incluso vueltos ya cadáveres, continúan checando la tarjeta de entrada al trabajo o sacando la tarjeta de crédito frente a las máquinas registradoras de los comercios. El capitalismo al estilo USA es así: literalmente descarnado.

      La ilusión de no tener cuerpo, a la que contribuyen pastillas y medicamentos varios, conduce a la ilusión de no tener otra conexión con el mundo que no sea la conexión electrónica. Del hechizo de la abstracción cuelga la falta de solidaridad con nuestro entorno y, a fin de cuentas, la indolencia. No nos duele lo que no nos toca —lo que no sabemos que nos toca—. Pero ahora que estamos detenidos, ahora que sabemos que nuestras manos son armas mortíferas y no sólo, como quería Kant, lo que nos diferencia de los animales, no podemos no pensarlo. La rematerialización de nuestros mundos en tiempos de la desaceleración obliga a preguntas que son políticas en su mera raíz: ¿quién ha tocado esto que toco yo? Que es otra manera de preguntar: de dónde viene, quién lo produce, en qué condiciones de explotación o sanidad se fragua esto que viene hacia mis manos, con qué cantidad de virus. A la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing le llevó años y bastantes páginas contestarse esas preguntas respecto al matsutake, el hongo reverenciado en Japón que crece en zonas boscosas del mundo que han sobrevivido a un proceso de devastación. En efecto, hay un montón de manos en The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, las de los trabajadores migrantes, las de los comerciantes, las de los guardabosques, las de los policías, las de los agentes de inmigración. Manos callosas y manos suaves. Manos acostumbradas a la caricia o manos que nunca han conocido la crema humectante. Rastrear el quehacer de las manos en los procesos de producción y reproducción del mundo en que vivimos es una tarea eminentemente política. Y, justo ahora, es una tarea inescapable. Nuestras vidas dependen, de hecho, de hacer esas preguntas, y de poner justa atención a las respuestas. Todo lo que tenemos cerca —y justo ahora sabemos que siempre estamos, que siempre hemos estado, cerca de tantas manos— nos afecta porque nos compete. Este bien podría abrirle la puerta al fin de la indolencia.

      La rematerialización del espacio doméstico

      Despojados de rutinas que daban la impresión de ser inamovibles, expulsados de la prisa que hacía funcionar a tiempo las fábricas y los bancos y las universidades, condenados a un sedentarismo hogareño sin la seguridad de una presunta estabilidad económica, el covid-19 nos ha puesto cara a cara con la desaceleración. Aquí vamos todos, hacia el inicio del día, checando cifras que resultan cada vez más alarmantes, poniendo atención a las nuevas medidas de seguridad. Mientras tanto, habitamos un hogar que antes, con alarmante frecuencia, sólo utilizábamos para parar unas cuantas horas, casi siempre en la noche, durmiendo con algo de dificultad. De repente, ese espacio que denominábamos como casa, como nuestra casa, se despliega en esquinas inéditas y cosas fuera de lugar. Es un ente extraño, desasido de sí, al que hay acostumbrarse poco a poco. Barrer, trapear, lavar los trastos, tender las camas, poner la ropa en la lavadora, sacudir —todas esas actividades cotidianas que, al menos en esta casa, siempre hemos llevado a cabo nosotros mismos—, muy a menudo recaen en los hombros de las mujeres, y usualmente pasan desapercibidas. La imposibilidad de salir, es decir, la imposibilidad de no verlas, las vuelve monumentales. De hecho, las transforma en el esqueleto del día, la única estructura que pervive cuando todo lo demás ha tomado rumbos desconocidos.

      El tiempo que antes consumíamos en trasladarnos de un lado a otro, incluso para ir a comer, ahora lo ocupamos en seleccionar bien los insumos para cocinar a diario. Hay que lavar bien cada verdura o fruta. Hay que poner a remojar los frijoles con una noche de anticipación. Hay que calcular para cuántos días nos dura el arroz. Entre una cosa y otra hay que lavarnos las manos una y otra vez, en intermedios de 20 segundos que, bien mirados, constituyen una buena parte del día. En Houston la cuarentena nos obliga a estar en casa, pero todavía no nos prohíbe salir al supermercado a hacernos de provisiones o sacar a caminar al perro (siempre y cuando se respete la sana distancia con los otros paseantes). Los restaurantes, que han cerrado, todavía producen alimentos para llevar. Pero en estos tiempos, cuando tenemos que pensar en todas las manos involucradas en la preparación del alimento, es mejor dejar pasar esa oportunidad. Quisiéramos hacerlo, sobre todo para apoyar a los restaurantes del barrio, que la están pasando mal, pero todavía no podemos persuadirnos a nosotros mismos. Cocinar, por lo demás, no es una actividad que se preste a la velocidad. Las cosas no se apuran o se detienen a capricho del que cocina. Todo tiene su tiempo. Las verduras, los granos, las frutas. Y parte de la rematerialización del hogar consiste en encontrar el ritmo de las cosas, su propio estar en el tiempo.

      Los que entre nosotros no estamos detenidos en el afuera de la cárcel o el manicomio o la calle, sino adentro, nos enfrentamos a muebles, cucharas, espejos, que la cotidianeidad había vuelto invisibles y que, ahora, recuperan su presencia. Tratar a alguien como un mueble, recordaba la teórica Sara Ahmed en Queer Phenomenology: Orientations, Objects, Others, quiere decir que se le trata como si no existiese de verdad. Quiere decir que se le ignora. En un medio descorporalizado el lugar natural del mueble es el de la discreción, si no es que el de la invisibilidad más artera. Muy por el contrario, los objetos queer —esa silla incómoda, la mesa que de repente brilla por su presencia— no se desvanecen en el trasfondo. Los objetos queer se resisten a fusionarse en el segundo plano de las cosas. La pandemia, que no nos ha dejado olvidar el límite material de nuestra experiencia, también ha obligado a la mirada, a todos nuestros sentidos, a reconocer los objetos de los que dependemos en su valor de uso (y no en su valor de cambio). Los sartenes, despostillados, ya casi sin teflón. El matamoscas. El sofá, que se ha movido de la sala donde nadie lo utilizaba hacia la barra de la cocina, donde es posible recostarse a leer algo mientras hierve el agua. La suela de los zapatos, con las huellas del afuera que dejamos a la entrada. La materialidad del hogar nos circunda, nos cerca, a algunos hasta los asfixia, pero al final del día está aquí, físico y sólido, contra las borrascas de la información y el miedo, en un tú a tú contra la abstracción del Estado y el capital, incitándolos o conminándolos a saberse cuerpo de nuestro cuerpo.

      La soledad