Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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pm por ejemplo; de 6:00 a 9:00 pm, cuando hay ganas de echar relajo. Las manifestaciones callejeras precisan de un permiso, que no sólo incluye horarios sino también rutas específicas. Estudiantes y empleados comen ensaladas en contenedores de plástico frente a sus computadoras o teléfonos mientras checan sus mensajes o ven un video. A las puertas de las oficinas que se alinean en pasillos estrechos, siempre iluminados, no llega nadie sin antes avisar. Tampoco a los hogares. Decía Truman Capote que a Nueva York se iba para estar solo; pero yo no sería tan provincial. Ahora que la teleexistencia se ha vuelto el modo diario del trabajo y de la interacción es imposible no verlo: vivimos a través de ausencias estrictamente reguladas. Nos rodea una profunda soledad. Los ritmos de producción del imperio sólo son posibles a través de cuerpos aislados, cuyos deseos o necesidades son satisfechos de manera inmediata o automática con tal de no detener la marcha de las cosas. La pandemia también ha rematerializado esta ausencia primordial, dejando en claro que nos cercan por todos lados espacios vacíos. Los profesores de la pandemia se han percatado de que salen más agotados de una hora de clase por Zoom que de cinco horas presenciales. La razón es sencilla pero sepulcral: parece que estamos ahí, todos juntos, hablando y discurriendo, viéndonos, pero el cuerpo sabe que no estamos ahí. Esa disonancia agota. Esa disonancia nos deja con la boca abierta. La distancia, que precede en mucho a la pandemia, se vuelve intolerable con ella. Resentimos ahora la separación de estos días sólo porque no podemos dejar de verla. No podemos hacer tonto al cuerpo de tantas maneras. Acaso por eso hemos regresado a la llamada por teléfono: nos quejábamos de que el sonido de la voz desconectado de los gestos del rostro o del movimiento del cuerpo era incapaz de producir cercanía. Pero nos queda claro ahora que el mecanismo de la voz, cuando va acompañado de la coreografía bastante estipulada del Skype o Zoom, es todavía más pobre. Ahora que hablo por teléfono todos los días con mis padres, que están viejos y en otra ciudad, su voz en sí, su voz llana y llena, con sus inflexiones y titubeos, con esos tonos que nos reconocemos bien, produce una intimidad densa, capaz de desatar la imaginación de los otros sentidos.

      Todo es distinto a través de una ventana

      La frontera de un hogar es su puerta, pero las operaciones más interesantes pasan por las ventanas. Ahí está lo que se percibe, pero no se alcanza. Deseo es su otro nombre. Una ventana es un pasadizo, con frecuencia secreto. Vislumbrar es un verbo que ocurre a través de un vidrio. Aunque muchos se imaginan Houston como un lugar seco por su asociación con la aridez texana, este sitio es, como bien lo dijera alguna vez Gabriela Wiener, el Amazonas mismo. La humedad y el bochorno lo vuelven propicio para la proliferación de encinos y magnolias, enredaderas y helechos, buganvillas y bambús. Estaban ahí antes, por supuesto, pero se notan más ahora que los jardineros han dejado de venir y las plantas crecen a su modo. La variedad de sus verdes explota en camellones y jardines, lotes baldíos y patios traseros. Las sombras que producen las ramas de los árboles se recortan, precisas, sobre las imperfecciones del pavimento. Acaba de pasar, ruidoso, un escarabajo enorme con sus alas extendidas. Las mariposas, que se persiguen la una a la otra, chocan contra la malla en un acto de mera distracción. La disminución de los ruidos de la ciudad veloz, los de los autos sobre todo, ha permitido que otros sonidos se acerquen a nuestros oídos como si fueran nuevos. Rematerializados también pasan con su inédito estruendo los pájaros que, vistos de lejos, parecen variados y magníficos. Los maullidos de los gatos. Los ladridos de los perros. El zurear de las palomas. El zumbido de los insectos. Estas dos, tres, cuatro, cinco, seis gallinas que, orondas, caminan por la calle como si se tratara de un gran corral. ¿Es esto el canto de un gallo a media tarde? Lo que quiero decir es que nunca como en estos días ha sido tan visible esa interconexión entre animales y plantas, y los vericuetos de la ciudad, que es urbana sólo a medias. O cuya urbanidad es una compleja red de negociaciones con la naturaleza que, al menor descuido, muestra la cara o regresa. Si la ventana es frontera, fronterizo es también lo que acontece frente a ella.

      Recuperar los pies

      Hay una escena que retrata el mundo hiperconsumista de Estados Unidos en Wall-E, la película de ciencia ficción animada que se estrenó en el 2008. Si se acuerdan, en un contexto postapocalíptico una buena parte de la humanidad vive en el Axiom, donde sus deseos y necesidades son satisfechos de manera automática e inmediata. Esos humanos ven tanta televisión, y permanecen sentados por tanto tiempo, que han perdido el uso de las piernas. Así, una conducta específica (ser un coach potato) ha reconfigurado el cuerpo humano, mutilándolo de alguna manera. Frankensteins del capitaloceno. En ciudades como Houston, dominadas por un paisaje de numerosas carreteras de más de seis carriles, es fácil vivir sin caminar. De hecho, lo más difícil en una ciudad diseñada para la circulación de vehículos automatizados es caminar. Después de las 5:00 de la tarde, es decir, después del horario de trabajo, el centro de Houston es y ha sido un territorio desolado por el que sólo pasan, y eso a veces, vagabundos y despistados. Es el paisaje después de la batalla diaria: un cascarón de edificios deshabitados donde nunca deja de brillar la chispa ambarina de la electricidad.

      Vivimos en un barrio tradicionalmente mexicano a un lado de la I-45 y, aunque está a sólo unos 30 minutos a pie de la universidad, es raro ver a estudiantes o profesores cruzando el espacio urbano. Las medidas sanitarias de la pandemia, que permiten salir a la calle pero sin contacto próximo, han sacado a las tribus solitarias de sus hogares y las han colocado en calles semivacías donde otras tribus solitarias se sientan en sus porches o sobre el pasto de sus jardines, que seguramente disfrutan por primera vez. El clima manso de esta primavera ayuda, por supuesto, pero hay algo en ese lento caminar de solitarios que lo vuelve todo distinto. Nunca como en estos días se han elevado tantas veces las manos desde lejos en un gesto de saludo o despedida, en todo caso de reconocimiento. Nunca como en estos días han pisado las mismas banquetas padres e hijos. Juntos. Hay gente con mascarilla, pero en bicicleta. Los perros avanzan, correa de por medio, sobre estas calles una y otra vez. Tal vez no es extraño que el eco del español retumbe tan claramente en estos paseos pandémicos. Lo que está ahí, frente a nosotros y bajo nuestros pies, no es la calle de la producción estandarizada y veloz. No es la calle de los autos cerrados, celosos del quehacer de su aire acondicionado. Es, si se puede decir así, una calle doméstica. A medida que la esfera pública se retrotrae, las reglas de la fisicalidad interior, una de las cuales consiste en no olvidar que somos cuerpos, salen a la calle, inyectándole una velocidad pedestre a todo lo que acontece. Como si la rematerialización del hogar se hubiera vertido primero al jardín y, luego, a la banqueta, para luego rebosar en las calles. Están solitarias, es cierto, pero parecen, paradójicamente, más llenas que nunca. Ahí vamos todos los que hemos recuperado los pies.

      Potencialidad

      Es cierto que el número de contagiados y de muertos va en aumento, como aumenta también el número de desempleados. Encerrados en nuestros espacios domésticos, nuestros cuerpos han dejado de presentarse a la comunión del mercado excepto para adquirir las cosas más básicas: alimentos, productos de limpieza, agua. Ya lo sabíamos, pero lo confirmamos: los que producen los insumos básicos, esos que nos mantienen con vida, son inmigrantes que, incluso contando desde ayer con la estampa de trabajadores esenciales, siguen sin documentos y, peor aún, sin seguro médico. Además de los doctores y las enfermeras, dependemos del que cosecha lechugas y berenjenas, de la cajera del supermercado, de la que limpia los cuerpos de los viejos, del que arregla la lavadora, del cartero. No estaríamos aquí, cumpliendo digitalmente con nuestros trabajos ahora, si no hubiera hombres y mujeres allá afuera, inclinados sobre vastos campos de verdura, arriesgando sus vidas para poder seguir, paradójicamente, con vida.

      Trabajo en una universidad pública cuya mayoría de estudiantes latinos la ha vuelto, oficialmente, una “hispanic serving institution”. Esto significa que muchos de nuestros alumnos son los primeros de sus familias trabajadoras en asistir a la universidad. Tal vez algunos entre ellos son hijos o nietos de hombres y mujeres que han dejado la vida en cosechas de betabeles o lechugas. Esto también significa que muchos de ellos tienen uno o dos trabajos para subsistir, pagar la renta y la colegiatura, ayudar en sus casas. La pandemia los ha golpeado con especial furor. Pero no me extraña que, aunque enfrentan retos mayúsculos —varios han perdido el empleo y a otros los amenaza el espectro de la calle— siguen en pie de lucha, asistiendo a clases a través de una plataforma digital organizada a toda prisa y muy eficientemente por la universidad. No estamos inventando la rueda, pero sí un sistema más flexible, especialmente