Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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una competencia de talent shows.

      Uno sacó los parlantes al balcón y tocó bastante bien el Himno Nacional con el bajo. Pero al día siguiente el saxofonista de la cuadra quiso hacer “Adiós Nonino”, de Piazzolla, y se superpuso con los (probablemente) hermanos que querían hacer “De música ligera”, de Soda Stereo, con batería y guitarra eléctrica y micrófono. Se chocaron las músicas. Cada uno, sordo del otro. Y no aflojaban. El ruido del infierno son simplemente dos armonías alienadas que suenan en paralelo. Esos momentos de las ferias donde se entrecruzan las canciones de dos músicos callejeros y surge de pronto la banda sonora del terror.

      No hubo consenso entre los músicos. Y la sensación de hermandad colectiva, la impresión de que somos una aldea global enfrentando esta dificultad, la unidad de los argentinos frente a la pandemia, se empezó a resquebrajar. Una especie de individualismo jodido se hizo notar. Muy sutil aún. Se peleaban por el prime time de las nueve para lucirse. Los músicos de monoambiente, los guitarristas de sofá, los multiinstrumentistas que se graban ellos mismos cumpliendo todos los roles de la banda en pantalla dividida, querían tener su momento, su escenario colgante. Y se pisaban. Los aplausos igual eran generosos, para uno, para otro. Bravo.

      Pero algo nuevo empezó a aparecer, un disenso más hondo. Quizá en la Argentina no soportamos tanto tiempo la buena onda. Estamos encerrados, caminando por las paredes y la bronca tiene que salir por algún lado. Encima tenemos la desgracia de estar pegados a un país modelo. Los dirigentes políticos uruguayos decidieron mancomunadamente bajarse los sueldos para aportar con el dinero sobrante la compra de recursos sanitarios. En la Argentina se les pidió ajuste a los ciudadanos, pero el poder político hasta el momento no se bajó los sueldos. La espuma social subió en silencio, primero. Fue creciendo la bronca de los que no los votaron. Se programó un cacerolazo. La gente se empezó a embanderar, se prepararon para la contienda.

      La primera noche sonaron todavía los aplausos de ánimo y apoyo humanitario, también cantó algún músico al que le quedaban aún ganas de figurar. Y a las nueve y media empezó a sonar puntual un cacerolazo tintineante, de teflón, nada de aluminio tóxico y ruido a lata, un cacerolazo wok, cacerolazo Essen, acero alemán, templado, casi cuenco tibetano. Cuando se silenció el ruido, una mujer les gritó en el balcón con la furia de sus pulmones sanos: “¡Barrio de garcas, barrio de desagradecidos, cacerolean, caceroleensé la chota!” Alguien la grabó con el celular. Se viralizó en tiempos del coronavirus la reacción de la mujer empoderada. A la noche siguiente ya el aplauso de las nueve fue claramente de apoyo al gobierno y el cacerolazo fue antigobierno. Y aparecieron gritos a los caceroleros: “¡Garcas! ¡Gorilas! Viva Perón, carajo!” Insultos cruzados, de edificio a edificio, de balcón a balcón. La violencia del encierro abrió las jaulas de la cuarentena y los gritos desaforados llenaron el aire de las cuadras.

      A la mierda con la hermandad sanitaria. ¡Qué lindo putearse! Desde el anonimato oscuro de la cuarentena pandémica, putear a otro desde la sombra. Cada balcón un púlpito, un paraavalancha donde aguantar los trapos, orgullo de barra brava que muere peleando solo, porque el otro es todo lo que pensaste y peor, peor, es más gorila, es más peroncho, es el enemigo, es todo lo que está mal, es el culpable de la miseria de este país hermoso. ¿Y el aplauso emocionado? ¿Y el aviso de Coca-Cola —aún no filmado pero ya protagonizado por todos— con la humanidad cantándole a enfermeros y médicas y camilleros? ¿Y los ojos húmedos del amor por el prójimo? Qué poco que duró.

      Mientras tanto en el planeta se apilan los muertos. Buscan camiones frigoríficos para guardarlos. Los dejan abandonados en las calles. Improvisan morgues en pistas de patinaje sobre hielo. Crece la cuenta de las bajas. Se viene el Apocalipsis pero vos estás peleado con tu vecino. Hace 15 días estabas preocupado por algo que sucedía del otro lado del mundo, pero no sabías que tu vecino necesitaba unos pesos para los remedios de su hijo. Ahora lo conocés, sabés que es del partido político contrario. Lo marcaste. Le hiciste la cruz. Inquina, saña, veneno, guerrita de cárteles en el ascensor, denuncias, ejércitos de sombras para la puerta de al lado. Afuera, sin cuarentena, deambula gente desesperada. ¿Quién te va a salvar dentro de algunas noches cuando llegue el fin del mundo? ¿Y vos, a qué náufrago vas a sacar del agua negra?

      Butman

      Chiara Valerio

      No hay nada más efímero que darse cuenta.

      Fleur Jaeggy

      Milán, 4 de abril— Me gustaría seguir imaginando a los murciélagos como los hermanos de Batman. Y sin embargo no consigo pensar en ellos más que como alimento. Comestibles, preciados, murciélagos deliciosos en los mercados de China que son vendidos y devorados y que, entre estos dos verbos, como en ángulo, colgados de cabeza, diseminan un virus que nos infectará a todos. Mejor dicho, que ya nos ha infectado. La primera sorpresa de este mes tiene que ver, así, con mi imaginación: cuando pienso en los murciélagos me los figuro cocinados. ¿Es posible, me pregunto, caminando alrededor de la mesa, que un superhéroe como Batman —no un verdadero superhéroe, se entiende, sólo es rico, su superpoder es el dinero—, es posible que el superhéroe del capitalismo y de la orfandad más desenfrenada le deba hoy su fortuna y su imagen a un platillo típico? Por otro lado, como decía Benjamin, y estoy de acuerdo, el capitalismo no tiene días feriados y no tiene santos, pero sin duda tiene un superhéroe. Entonces pienso que es natural que lo tenga, pues el objetivo del capitalismo es el mismo que el del superhéroe: el bienestar. El dinero es tan inmaterial como el sueño, pero a diferencia del sueño tiene una gramática de divisas, intereses, títulos de crédito fuertes y confiables, creativos, como las más grandes historias del mundo. Así, es justo que Batman se convierta en un asado de murciélago, particularmente ahora que el capitalismo revela sus defectos y ve menoscabado el último recurso natural disponible y con un costo de producción de casi cero: nosotros. Me gustaría mucho poder saborear a Batman, pero no consigo encontrar murciélagos, ni siquiera las variedades locales que suelen resultarme simpáticas porque, además de enredarse en el cabello, se comen los mosquitos. Y yo odio los mosquitos. Como no consigo murciélagos muerdo la batiseñal que uso como mouse pad. Que usaba. Porque ahora los mouse pads son obsoletos, están pasados de moda. Pero no quiero hablar del mouse pad, que de todos modos no es comestible; me gustaría decir que en el futuro cambiarán las cosas que ya cambiaron. Aunque el futuro parezca lejísimos. Si hubiera logrado quedarme niña no me habría importado; el pasado habría sido “hace unos días” y el futuro “dentro de unos días”, y en cambio hoy estoy contando. Los conteos siempre resultan espantosos. Como las listas.

      Las listas lo contienen todo. Las propiedades y las deudas de un ser humano, las necesidades cotidianas y los deseos. Pasado y futuro, y tal vez también presente. Las listas contienen a los vivos y a los muertos. Las listas son la base del patrimonio de una persona, y la base de las recriminaciones y las loas. Antes de salir hacia la casa o al trabajo se ordenan las cosas que se llevan y las que se dejan atrás. Se enlista, siempre, todo lo que tiene un valor real, simbólico o afectivo, y lo que no lo tiene. Cuando una persona muere, al ordenar se hace una lista de las cosas que ha dejado. Las listas son vertiginosas, establecen lugares geográficos y son juegos de mesa. Y las clasificaciones son listas. Las personas compran con base en listas compiladas por otros a los que se les paga por hacerlo, y se rinden diariamente a la fascinación de los bienes, porque en la lista de la compra ya está aquello que falta en casa. Las listas son la versión explícita de nuestras posesiones.

      Las personas tienen miedo a los números porque los números ordenan las posesiones, que no son un acto sino una conquista. Ser algo o alguien. Tener algo o a alguien. El dinero es el único número que todos aspiran a conocer íntimamente, es la medida de las personas. Una medida precisa. Como altura, peso, teléfono y rfc. Una banda transportadora, una cadena de montaje, un trabajo organizado en turnos, objetivos, pasos y de nuevo una lista. En las listas, como en el amor, el tiempo no existe. En los catastros neoasirios están inscritos lo niños, medidos en palmos, para poder contarlos, a los pocos años, como parte de los nuevos ciudadanos adultos. Es otro tipo de divisa. En las listas de difuntos, los muertos todavía tienen un nombre. Las cosas que pueden ser nombradas existen. Por eso las personas temen también a los nombres. Pero no quiero concentrarme en las listas, querría concentrarme en el futuro