Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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sumado a lo que, en el mundo de antes, ya muchos hacíamos a través de diversas pantallas: abismarnos en toda clase de videos y películas, roer noticias, chatear con conocidos y desconocidos, husmear en las redes sociales de los otros, exhibirnos en nuestras propias redes sociales, leer artículos y hasta libros, jugar o presenciar juegos ajenos, buscar o practicar sexo.

      De pronto, el virus aceleró nuestra condición de prisioneros virtuales: si el contagio son los otros, nada mejor que una barrera, un muro o un filtro irrompible capaz de protegernos. En vez de las cuatro paredes de una celda tradicional, nos enclaustramos entre cuatro pantallas: las de nuestros celulares y tabletas, la de la computadora y la de la televisión (la pandemia nos obligó a renunciar a la quinta, la de las salas de cine). La pantalla aspira a ser frontera, pero se trata de una frontera porosa, como las membranas celulares: no permite el paso del SARS-CoV-2, sin duda, pero sí de esos otros virus, las ideas e imágenes que nos invaden a diario.

      La pandemia, lo sabemos, ensancha las desigualdades, de modo que, mientras millones han de conformarse con el mundo analógico o con una pequeña pantalla con cobertura o datos mínimos —la precariedad digital—, nosotros apenas nos permitimos descansar de ellas unos minutos al día. Si ello ya era una tendencia, acentuada en millenials y centenials, hoy el confinamiento lo justifica todo. El recuento de nuestras horas en pantalla que cada domingo cintila en nuestros teléfonos inteligentes sería el equivalente de los palitos y diagonales que los presos de ataño arañaban en sus calabozos.

      Como cualquier espejismo, la pantalla nos hace creer que estamos afuera, que en verdad interactuamos con nuestras familias y amigos, que cada una de esas sesiones en verdad nos acerca a los demás, y ello basta para que les entreguemos nuestras almas. Si no la vida eterna, se nos concede este remedo de vida que poco a poco se transforma en la vida. Al término de este encierro, cuando —soñamos— al fin nos salve una vacuna, habría que hacer el recuento de cuántas horas pasamos aquí, frente a este espejo de doble cara, mirándonos a nosotros mismos mientras creemos mirar el universo.

      Hay quien piensa que, fatigados de tanta pantalla, en el momento de nuestra liberación correremos vertiginosamente hacia el mundo, que atiborraremos parques y las plazas, que nos derretiremos en reuniones familiares al aire libre, que pasearemos como nunca y nos volcaremos a aquellos espectáculos que se nos prohibieron estos meses, aparcando nuestros gadgets. Lo dudo: los primeros días escaparemos, pero lo más probable es que, como perros bien amaestrados, volvamos dócilmente a nuestros nuevos rediles virtuales. Todo ha conspirado para reeducarnos así: las indicaciones del poder médico tanto como la avaricia de las multinacionales tecnológicas, e incluso la buena voluntad de quienes auspiciamos el nuevo bombardeo de cultura digital.

      Si ya casi lo éramos, la pandemia nos ha transmutado por completo en cibersiervos: sumisos esclavos de Facebook, Google, Microsoft, Twitter o Zoom, enriquecidos y empoderados a costa de los datos que voluntariamente extraemos para ellos segundo a segundo. Mientras tanto, el trabajo a distancia continuará introduciendo la explotación laboral en nuestros cuartos mientras no se regulen prácticas y horarios: teletrabajadores del mundo, uníos. No se trata de demonizar las pantallas —ya somos cyborgs— sino de mantenernos alerta: fuera de la cárcel virtual que tan diligentemente hemos construido en esos meses ha de haber algo más.

      12. Postapocalipsis

      Millones de personas contagiadas y cientos de miles de muertos. Millones de personas hacinadas en hospitales, atendidas por médicos y enfermeras con apariencia de astronautas. Y millones, literalmente millones, todavía arrinconados en sus casas, gastándose sus últimos ahorros, royendo sus postreras reservas, subsistiendo con los magros apoyos estatales —donde los hay—, aprovechándose de la buena voluntad de sus parientes y amigos, empeñando sus escasas pertenencias, llenando solicitudes de empleo sin respuesta, vendiéndose al mejor postor o mendigando por las calles.

      Si las cifras de infecciones y decesos son tan gélidas como inclementes, las de la crisis económica se aventuran igual de escalofriantes: sin poder calcular aún su impacto global, los primeros datos nos acercan a la Gran Depresión de los años 20 del siglo pasado. Millones de historias que nos resistimos a contar, que nos resistimos a ver, de dolor, frustración, amargura y hambre. Y de una violencia que, en estas condiciones, sólo apunta a recrudecerse en un lugar ya completamente devastado a causa de la guerra contra el narco.

      Hemos arribado al postapocalipsis. Si no somos capaces de reinventar nuestras sociedades, encontrando auténticos mecanismos de redistribución de la riqueza —sobre todo impuestos progresivos y, como ha insistido Thomas Piketty, a las grandes fortunas de hasta el 90 por ciento—, nos arriesgamos a que el sufrimiento, el rencor y la violencia nos desgarren por completo.

      13. Diario

      Cuando, como si fuera un líquido correoso, la pandemia ya había comenzado su rápida expansión por el mapamundi, impregnando China y, desde allí, Italia o España, y vorazmente el resto del planeta, la necesidad humana por narrar esta época desconcertante e inédita se volvió imperiosa. Frente a la sorpresa, el dolor o el miedo, las palabras se volvieron urgentes —artículos de primera necesidad— y la escritura y la lectura fueron redescubiertas como actividades esenciales. Ocurrían tantas cosas en tantas partes, y al mismo tiempo, en el encierro, tan pocas, que el diario se convirtió en el medio más natural para expresar la ansiedad, la esperanza o el asombro cotidianos.

      Ante la imposibilidad de contar —o explicar— la conmoción total de la pandemia, al menos podíamos desmenuzarla poco a poco. A finales de marzo de 2020, Guadalupe Nettel y yo comenzamos a buscar a aquellos testigos que, desde distintos lugares del orbe y desde diversas perspectivas, estuvieran dispuestos a compartirnos una de sus jornadas de este tiempo extraordinario. Gracias a todos ellos —imposible mencionar aquí sólo unos nombres—, articulamos este diario colectivo, esta crónica parcial e interrumpida de este tiempo de virus.

      Voces que, de Venecia a la Ciudad de México, de Manila a Medellín, de Seúl a Milán, de Luanda a Buenos Aires, pudieran abrir un resquicio de luz en medio de la tiniebla viral. Desde el 28 de marzo hasta el 30 de junio, algunos de los mejores escritores de nuestra época compartieron su experiencia, día tras día, en las páginas electrónicas de la Revista de la Universidad de México. Una suma de dudas y saberes, de guiños y reflexiones, de frustraciones y vislumbres ahora trasladados a este Diario de la pandemia. Un recuento, accidentado y frágil como la vida misma, de cómo la literatura nos impulsa a sobrevivir.

      Además, un grupo de escritoras y escritores, jóvenes en su mayoría, complementa con sus reflexiones e impresiones este itinerario, asomándose desde sus balcones reales o imaginarios, eco perfecto que une generaciones distintas en ese extraño tiempo de virus.

      14. Volver al futuro

      2020. Un año sin año. Un año entre paréntesis. Un año borrado. Un año miniaturizado. Un año sin futuro. Desde que se inició la pandemia, nos hemos visto obligados a adaptarnos a un medio repentinamente hostil e impredecible, el mundo: a pertrecharnos en nuestras casas como refugios antiatómicos (los que tuvimos este privilegio), a asumir la calle como territorio enemigo y a los otros como espías encubiertos —los reptiles alienígenas de V, cuyos interiores virales ignoramos—, a reconvertir comedores o recámaras en severas oficinas, a administrar el largo tiempo que cada mañana nos queda por delante, a inventarnos rutinas para combatir la depresión o la demencia, a incrustar todas las actividades posibles en los escasos centímetros de una pantalla, a contemplar la diaria cuenta de infectados o muertos primero con horror, luego con desconfianza y al cabo con lamentable indiferencia, a batirnos obsesivamente en redes a favor o en contra del presidente, a acostumbrarnos a esta extraña vida que no era la vida.

      En la inmediatez de la pandemia, durante este medio año nos privamos de futuro. De un modo u otro, enloquecimos. Y todavía hoy, cuando sin importar si los contagios se multiplican o si florecen nuevos brotes nos apresuramos a recuperar aquello que suspendimos o extraviamos, el porvenir luce igual de nebuloso, igual de inverosímil. Imposible asirnos a ninguna certeza excepto el pasmo reiterado, dominados por la sensación de que todo es endeble, provisional, tan efímero como la normalidad pasada que hoy nos resulta tan ajena. Asomamos las narices al exterior como perros apaleados, husmeando y retrocediendo, escamados y temerosos de enfrentar lo que hay más allá de