Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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No hay duda de que circula de una persona a otra a partir de las gotas que expelimos al hablar, toser o estornudar o de los objetos que tocamos: esta certeza nos ha enclaustrado. Pero la variedad de medidas implantadas en cada sitio, en teoría dictadas bajo criterios técnicos, demuestra que nadie sabe bien qué hacer. Ni siquiera sabemos cuántos infectados hay en el planeta.

      Somos conejillos de Indias que, obligados a permanecer entre cuatro paredes —la mayor parte de la humanidad dispone de unos pocos metros cuadrados frente a quienes se distraen o ejercitan en patios o jardines—, de seguro seremos estudiados por los científicos del futuro como una anomalía cuyos desperfectos —depresión, ansiedad, obesidad, paranoia o simple miedo— definieron la tercera década del siglo xxi.

      8. Sobrevivir (o no)

      Cada crisis —económica, política, social— genera un gran número de perdedores, naciones tanto como empresas e individuos, pero también provoca que, quienes mejor se aprovechan de las circunstancias o de sus ventajas competitivas, salgan ganando del desastre. Ahora que estamos sometidos al feroz ataque de un virus que parecería empeñado en usarnos como medio de cultivo, nos volvemos más conscientes de los férreos dictados de la evolución: quienes mejor se adapten sobrevivirán y quienes no sean capaces de hacerlo correrán el riesgo de extinguirse.

      La metáfora evolutiva, tantas veces sacada de contexto, adquiere hoy inquietantes resonancias. Así como este coronavirus logró saltar de animales a humanos, adaptándose para vencer a nuestro sistema inmune —o para volverlo contra nosotros mismos—, unas cuantas compañías y unos cuantos países han sabido valerse del caos para obtener incalculables beneficios. Cuando salgamos del encierro —cuando contemos con una vacuna o nos hayamos inmunizado en masa, con la vasta cantidad de muertes que esta opción conlleva—, el mundo no será exactamente el anterior y los más aptos —que no los más fuertes— habrán aumentado drásticamente su poder o su riqueza.

      A los grandes perdedores de la pandemia los reconocemos de inmediato, pues son los mismos de siempre: en el reino de la desigualdad provocado por el neoliberalismo, los más pobres continuarán sufriendo más. Algunas estadísticas ya lo demuestran: en Estados Unidos, la tasa de infecciones y muertes es mucho mayor entre afroamericanos y latinos que entre caucásicos. La razón, por supuesto, no es racial: tiene que ver con los recursos y el acceso a los sistemas de salud. Pronto, en América Latina y África los más desprotegidos enfrentarán idéntica suerte y, como siempre, serán los más afectados por la crisis.

      En términos económicos, millones de empresas, grandes y pequeñas, sufrirán, se extinguirán o se volverán irrelevantes —del sector inmobiliario a la industria automotriz y del turismo al entretenimiento y la cultura—, mientras las industrias tecnológicas incrementan alarmantemente sus ingresos. Amazon, denunciado en Francia por no proteger a sus trabajadores, ya ha hecho de Jeff Bezos el hombre más rico del planeta. Google, Microsoft o Facebook se consolidan como poderes omnímodos a los que recurren los desgastados gobiernos nacionales en busca de auxilio. Y lo que mejor saben hacer, por desgracia, es vigilarnos y comercializarnos.

      9. Libertad condicional

      Para unos, es la prueba de la eficacia del gobierno a la hora de atender la pandemia; para otros, la comprobación de sus mentiras o sus fallos. La misma estadística, fría y seca, usada a conveniencia. Si la ciencia aspira a ser objetiva, sus interpretaciones jamás lo son, y menos todavía sus usos políticos. Así como los nazis exigían una ciencia alemana opuesta a la ciencia judía o los soviéticos impulsaban, con Lysenko, una evolución proletaria, amparada en la cooperación al interior de la misma especie, contraria a la biología capitalista que aseguraba la ávida competencia, en cualquier momento la ideología es capaz de nublar cualquier argumento técnico.

      Luego de esta larga cuarentena, el imperioso regreso a la normalidad, o a esa precaria normalidad que llamamos nueva, ha comenzado a asociarse con la derecha —en Estados Unidos, la enarbolan los republicanos—, mientras que la necesidad de mantener la reclusión y la distancia adquiere tintes de izquierda —y es defendida con ardor por los demócratas. Ambos grupos se valen, en teoría, de los mismos datos para justificar sus apuestas. Una vuelta inmediata, incluso cuando las infecciones continúan su curso, luce, así, como una medida típicamente neoliberal, pues privilegia la economía y el lucro sobre salvar vidas, mientras que posponerla parecería una medida progresista impulsada por la solidaridad hacia los más vulnerables.

      ¿Cuántas muertes de ancianos o enfermos crónicos provocará un intempestivo regreso? ¿Basta con haber “apla-nado la curva”, es decir, con descargar un poco la presión sobre nuestros sistemas sanitarios, para reabrir la temporada de contagios? ¿Para qué este duro encierro si habremos de clausurarlo sin poder anticipar las consecuencias? Ninguna economía resistirá un confinamiento más largo, pero, ¿ello basta para apresurar su reactivación? Los científicos advierten sobre la posibilidad de una nueva y más mortífera ola de contagios en el otoño o de brotes periódicos que obligarán a nuevas medidas de aislamiento. En este periodo de incertidumbre, lo más probable es que nuestra ansiada libertad vaya a ser sólo condicional.

      10. En coma

      Teatros sin actores ni bailarines. Salas de conciertos sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectadores. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamiento ha significado para millones de artistas y trabajadores del arte —técnicos, taquilleros, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodadores, libreros— no sólo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontables empresas culturales —espacios independientes, editoriales, distribuidoras, productoras, promotoras de eventos— el riesgo de desaparecer. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participantes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauración y el turismo.

      De un día para otro, creadores, técnicos y administrativos de la cultura se vieron obligados, entonces, a traducir sus actividades al mundo virtual. Unos cuantos ya se dedicaban a producir obras pensadas específicamente para los medios digitales, pero la mayoría debió reconvertirse a toda prisa para intentar salvar sus ingresos o su contacto con el público. El esfuerzo sin duda ha ayudado a que incontables personas atraviesen de mejor manera la cuarentena, pero también nos deja un amplio hiato de reflexión sobre cómo utilizar responsable y creativamente la tecnología, cómo no sucumbir a su agenda oculta —las plataformas son privadas y comercian cínicamente nuestros datos— y cómo combinarla con las actividades presenciales que seremos capaces de organizar cuando termine este periodo de incertidumbre.

      Ofrecida como servicio altruista, esta avalancha de actividades virtuales ha sido mayormente gratuita, lo cual ha redundado en un claro beneficio para la sociedad, pero ha acentuado la crisis económica de sus creadores, quienes en buena parte de los casos han sido mal remunerados por su trabajo o de plano no han recibido ninguna compensación por él. En países avanzados, donde los trabajadores de la cultura cuentan con seguridad social y seguro de desempleo, el problema ha sido menor, pero en lugares como México ha significado un profundo deterioro en sus condiciones de vida.

      Si de por sí en los países en desarrollo los artistas están mal pagados, la pandemia los ha colocado en una situación insostenible aun cuando son el motor del que depende no nada más el desarrollo intelectual o emocional del orbe, sino un sinfín de empleos. Quien piense que la cultura no es una actividad esencial en tiempos de pandemia yerra por completo. Se trata de un sector vulnerable, como tantos otros, que necesita del apoyo de todos —es decir, del Estado. La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, un argumento que debería bastarles a nuestros gobernantes para apoyarla—, pero, por encima de todo, nos torna verdaderamente humanos. Dejarla en coma representa condenarnos a padecer una enfermedad moral de la que tardaremos décadas en recuperarnos.

      11. Empantallados

      El trabajo cotidiano, a través de la pantalla. Clases, cursos y talleres, a través de la pantalla. Charlas con amigos, a través de la pantalla. Visitas a padres y abuelos, a través de la pantalla. Fiestas y celebraciones, a través de la pantalla. Conciertos, funciones de danza y teatro, a través de la pantalla. Visitas a museos y exposiciones,