Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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través de una ventanilla. No hay contacto físico y la operación dura 10 minutos.

      A diario se ven en las portadas de los periódicos las morgues chinas saturadas de cadáveres enfundados en sus bolsas de plástico, comandos enteros fumigando las calles comerciales de los barrios de Seúl, tanques blindados circulando en Daegu, colas interminables frente a los almacenes.

      El presidente Moon Jae-in, quien aparece frente a los medios con cubrebocas y guantes, se disculpa por la falta de mascarillas (producidas en China). Empezarán hoy a llegar a las farmacias y su venta estará limitada a dos por persona: los datos del cliente se guardan en una base de datos para asegurarse de que el mismo cliente no vaya después a otra tienda o busque lucrar con ellas. Dicha restricción ya está causando problemas a los extranjeros: sólo se venderán mascarillas a quien muestre una identificación coreana.

      El impacto económico más evidente es la ausencia de turistas chinos en las calles de Seúl, ciudad de más de 20 millones de habitantes convertida de pronto en un pueblo fantasma. Los pequeños comercios, los grandes almacenes de lujo, están cerrados. Se cancelaron todos los conciertos, las fiestas, los partidos, las conferencias, las misas, las escuelas, las manifestaciones. Antes de entrar a cualquier edificio, detrás de cada puerta, una persona se encarga de tomar la temperatura de los demás con un termómetro frontal.

      Una emergencia sanitaria internacional de este calibre invita a reflexionar sobre la dependencia del planeta entero de la manufactura de un solo país, nuestros hábitos sociales y nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Desde hace cuatro semanas el cerco se ha ido cerrando, primero en los hogares, luego en las calles y al final las fronteras. El aislamiento es lo único que logrará contener el contagio, aseguran los expertos. Corea ha vuelto a ser lo que era antes, en siglos pretéritos: un reino ermitaño.

      No hay nadie en casa

      Santiago Roncagliolo

      Barcelona, 30 de marzo— Este es el contestador de la familia Roncagliolo. Ahora mismo, no podemos atender a su llamada. No hay nadie en casa.

      Mi hijo dirige al equipo profesional del Atlético de Madrid. Mañana jugará los cuartos de final de la Champions contra el Barcelona, y va a intentar fichar a Neymar a tiempo. Mi hija está en el cine con cuatro de sus amigas. No paran de comentar la película mientras la ven. Pero nadie se queja. Mi esposa trabaja en el ayuntamiento de una ciudad vecina. Y yo me encuentro en la Lima del siglo xvii, entre brujas paganas, inquisidores y virreyes.

      En los días del confinamiento, recuerdo con piedad a todas las personas bienintencionadas que me advirtieron que no me enajene con la computadora. Que vigile el tiempo de los niños frente a la Playstation. Que prevenga la adicción a las redes sociales. Pienso incluso en los que no tienen televisión, porque son demasiado inteligentes para perder el tiempo con ella. Imagino a esas buenas personas llenando las 24 horas diarias y los siete días semanales con sus hijos en casa, jugando con soldados de plomo y camioncitos de madera.

      A veces tienes grandes ideales y la vida te hace una putada, de verdad.

      Para no pasarnos el día enchufados en mundos irreales, en casa hemos incorporado un programa de ejercicios. Empezamos bailando con Just Dance, hasta que me lesioné la espalda, porque el calipso en la sala de mi casa es un deporte de riesgo demasiado salvaje. Desde entonces, jugamos ping pong en la mesa del comedor. Hemos armado la red con una fila de cajas de Kleenex, y la bola a veces rebota encima de ella, creando efectos inesperados. Si pudiéramos salir de casa, la patentaríamos.

      Cuando les pregunto, los chicos quieren quedarse aquí para siempre. O al menos, hasta que se acaben los capítulos de Merlí, que vemos juntos por las noches. Es una serie muy extraña, sobre adolescentes que van por la calle sin que los detenga la policía, y se reúnen en un lugar llamado “instituto” donde, al parecer, están permitidas las aglomeraciones. Nadie lleva mascarilla ni guantes, y estoy seguro de que su grado de contagio se volverá exponencial en cualquier momento. Irresponsables.

      Acostumbrado a la soledad de la escritura, trato de reservar algunos momentos para estar conmigo mismo: mientras cocino, me sirvo un vaso de vino y me pongo música en los audífonos. Es como estar en una discoteca.

      El virus nos obliga a vivir con lo indispensable: la gente que amas. El espacio preciso. La comida que puedes hacer con tus propias manos. Y resulta que la cultura forma parte de ello. El juego, la música y los libros hacen la vida soportable. Como contador de historias, siempre me he sentido mucho menos útil para la vida real que un agricultor o un basurero. Ahora, ya no tanto. Por otro lado, muchos escritores viven convencidos de su propia importancia. Yo todos los días, a las ocho, salgo a la ventana a aplaudir a los médicos y enfermeros que enfrentan al virus. Y ya nunca olvidaré quiénes son los héroes de verdad.

      En fin, también la gente que frecuentamos se ha limitado al mínimo. Hacemos más videollamadas que nunca, pero con menos personas: mi madre, mi padre, los amigos más cercanos. Ni siquiera es posible hablar con alguien más ¿Qué podríamos contarle? Tu familia es esa gente con la que no hace falta hablar de cosas interesantes. Y nuestra aventura más salvaje de esta semana ha sido desatascar el fregadero de la cocina.

      Así que, si no hemos contestado esta llamada, por favor, vuelve a intentar.

      Nos gusta que nos cuenten cosas. Cosas que no sean cifras de muertos y mascarillas.

      Estamos ansiosos por saber de ti.

      El baile de los

      que sobran

      Alejandra Costamagna

      Santiago, 31 de marzo— Habíamos aprendido a encontrarnos. Por fin, habíamos recuperado el abrazo colectivo. Habíamos aprendido a salir de la burbuja del sálvese quien pueda para encontrarnos con el vecino en el caceroleo del balcón, en el pasillo del edificio, en la fila del negocio para comprar el pan, en la calle codo a codo, mano a mano, cuerpo a cuerpo. Habíamos vuelto a cantar “El derecho de vivir en paz” o “El baile de los que sobran” desde nuestras ventanas durante el toque de queda impuesto por Piñera. Ver a los milicos custodiando la ciudad nos traía los peores recuerdos de la dictadura. Nos parecía una pesadilla de la que queríamos despertar con urgencia. Pero estábamos juntos y tomábamos las calles. Rebautizamos la Plaza Baquedano como Plaza de la Dignidad y métale marcha, métale caceroleo. Llenábamos nuestros rociadores de agua con bicarbonato para humedecer los pañuelos y las caras de los manifestantes cuando las bombas lacrimógenas o el gas pimienta arrojados por la policía nos ahogaban. Coreábamos y saltábamos en perfecto desorden, confundidos entre la multitud. Las calles se llenaban de grafitis y consignas, los muros hablaban por nosotros. “Salud digna”, “Pensiones justas”, “Educación pública de calidad”, rezaban nuestros lienzos. Pero también: “Me hace falta pancarta para toda la rabia que tengo”, “No a la Constitución pinochetista”, “Chile despertó” o “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. La policía nos golpeaba, nos abusaba y nos sacaba los ojos, pero la rabia y la conciencia de la precariedad eran drogas que nos animaban para seguir en la calle. Proyectábamos un proceso constitucional que tenía muchísimas imperfecciones y estábamos discutiéndolas, porque nos movía ante todo la idea de que al fin cambiaríamos ese instrumento heredado de la dictadura, el texto legal que no garantiza los derechos sociales sino que los fija como mercancías. Íbamos a cumplir cinco meses en ese despertar colectivo cuando llegó la pandemia y nos recluyó. Adiós abrazos, manos, besos. Cambiamos las capuchas por las mascarillas, pensamos que si nos cuidamos individualmente estamos cuidando a los demás. Llenamos los rociadores de agua con cloro para desinfectar las bolsas de basura y mitigar el riesgo que corren los trabajadores del aseo. Queremos pensar que el confinamiento nos llega con el chip de lo colectivo ya incorporado. Algo aprendimos durante estos meses, nos decimos. La rebelión de octubre fue una suerte de adiestramiento, nos repetimos. Porque sabemos que lo que está en juego acá, justamente, es la precarización de los más de dos millones de trabajadores informales que no tienen seguridad social, de los migrantes, de los presos que son tratados como desechos (hay contagiados en algunos centros penitenciarios y sabemos de un centenar de jóvenes detenidos