Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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de la cultura que siempre han sido ninguneados por un sistema que sólo mide logros productivos. De un orden que todo lo mercantiliza, incluida la enfermedad. Ver al ministro de Salud, que durante el estallido social dijo que Chile tenía “el mejor sistema de salud del planeta”; el mismo que en la administración anterior de Piñera manipuló las abultadas listas de espera de los hospitales para presentar un falso avance en la salud pública; ver a ese personaje anunciando ahora que el gobierno arrendará hoteles y centros de convenciones del sistema privado para enfrentar la crisis; verlo decir que quizás el virus pueda mutar y convertirse en “buena persona” es una burla que acrecienta la rabia previa al estallido. Ver el dictamen de la Dirección del Trabajo estos días, que establece que en casos de fuerza mayor —como la cuarentena decretada en algunas comunas del país—, los empleadores no estarán obligados a pagar las remuneraciones de sus trabajadores es otra bofetada, otro punto para la indignación. Ver que el presidente anuncia un bono único de 58 dólares para las familias más vulnerables y la postergación de las deudas por los servicios básicos, pero que en ningún caso elimina ni subvenciona estos cobros ni garantiza un ingreso digno para quienes quedarán cesantes o verán disminuidos sus ingresos es una evidencia más de un sistema indolente, uno que prio / riza el negocio sobre la solidaridad. Éste es el baile de los que sobran en su versión más cruel. La Plaza de la Dignidad fue enrejada por los militares durante los primeros días de toque de queda sanitario, los grafitis fueron borrados y sólo persiste en el cemento una enorme pintada de la marcha del 8 de marzo que dice “históricas”. Tenemos la sensación —o el deseo o la fantasía— de que apenas pase la emergencia sanitaria, volveremos con todo. Estaremos más golpeados, aún más precarizados, aturdidos y dolidos por estos días extraños. Quizás nos costará volver a abrazarnos. Pero seguiremos despiertos, listos para retomar lo que empezamos el 18 de octubre.

      Funámbulo sin cable de protección

      Mario Bellatin

      México, 1 de abril—

      Ministros, comisionistas y vagabundos

      Marcos Giralt Torrente

      Madrid, 2 de abril— Madrid, la ciudad donde vivo, parece desierta. La transitan casi en exclusiva coches de policía, ambulancias y —hasta hoy— fantasmales autobuses urbanos con el único pasaje de su conductor. Apenas hay peatones salvo los privilegiados dueños de perros o los solitarios que acuden a guardar distanciada cola a las puertas de los supermercados. Si desconociéramos las causas, nos regocijaríamos. Es posible escuchar el rumor del agua en las fuentes; el aire ha recuperado su frescor; nadie te roza. La ciudad, toda la ciudad, se muestra de una forma nunca vista: infinitamente menos agresiva pero también más frágil. Lo más similar —un mero reflejo costumbrista—, ese único minuto de algunas madrugadas de vuelta a casa, cuando el alcohol y las prisas por la mañana incipiente se conjuraban para convertir en demasiado fugaz cualquier epifanía.

      Mi barrio, Justicia, está en el centro más centro y mi casa, a unos pocos metros de la Gran Vía. Hasta hace dos semanas no tenía más que doblar un par de esquinas para toparme allí con una amalgama de coches atascados y de multitudes humanas entrando y saliendo de oficinas, de restaurantes de comida rápida, de cines y de grandes tiendas de multinacionales textiles. Esta mañana he cruzado esa frontera que me aleja de los aledaños de los tres comercios en los que normalmente me aprovisiono porque, tras varias intentonas fallidas de hacerme con mascarillas protectoras, a través de una app de ayuda mutua vecinal he sabido de una farmacia en la que subsiste un stock agonizante. Adivinaba lo que me encontraría y todos los pensamientos estereotipados que cabía esperar —el decorado vacío, el hormiguero despoblado— han hecho aparición. Temeroso de ser interceptado por la policía, no me he atrevido a más. He llegado a la farmacia, he pagado por un par de mascarillas seis veces su precio real y he emprendido el regreso más calmado, con el salvoconducto que éstas me proporcionaban.

      La mañana era fría pero luminosa, sin nubes, con un sol venturoso que iluminaba hasta el más extravagante rincón. Distinguía cada jardinera, cada banco, cada farola y, más arriba, cada marquesina, cada ventana, cada cornisa. El espacio se asemejaba a una realidad aumentada en la que los edificios, restituida su escala real, parecían sobredimensionados. Un escenario demasiado grandioso para los pocos enmascarados que lo mancillábamos. En 15 minutos de paseo no creo que me cruzara con más de cuatro. Ensimismados, apresurados, obedientes, con la mirada baja reacia a concederse el privilegio de la curiosidad. Luego, de pronto, he empezado a fijarme en los homeless, en los clochards, en los vagabundos que han rehuido el confinamiento en el albergue habilitado para ellos. Tampoco eran muchos, los suficientes para que haya llamado mi atención su resiliencia. Quietos en sus oteros, alucinados, con esa indefensión contemplativa de quien concede a los asuntos de los hombres la misma inexorabilidad que a los fenómenos naturales, me han hecho pensar en estatuas trágicas y de inmediato no he podido evitar sentir que todos lo somos.

      El otro día Alain Touraine decía en una entrevista que lo que más le impresiona del momento actual es el vacío, la ausencia de actores, el desgobierno. Por encima de los ciudadanos no parece haber nadie. Nuestros dirigentes es- tán tan perdidos como nosotros, sin respuesta ante los retos contemporáneos. Lo único que habría hecho esta crisis sanitaria, así como la económica que se avizora, es ponerlo más a la vista. Y con celeridad se suceden los pronósticos. Proliferan en los periódicos, en las televisiones, en las radios, en el interior de las casas repletas. Los vagos vaticinios de quienes sostienen que todo va a cambiar pero no se atreven a señalar cómo, los apocalípticos que auguran desgracias sin fin, los esperanzados que fantasean con la defunción del neoliberalismo culpable, los flemáticos para quienes el drama prometido se diluirá más pronto que tarde en una especie de gigantesco efecto 2000.

      Al parecer uno de los principales inconvenientes con los que se están topando los países que intentan en estos días comprar respiradores mecánicos es que la producción proveniente de China la acaparan comisionistas que los retienen para hacer subir su valor. Mientras tanto, el ministro de finanzas de un país tan civilizado como Holanda, un paraíso fiscal encubierto, nos regaña a españoles e italianos por no haber hecho más con el superávit de los últimos años, olvidándose de que una parte fundamental de éste se fue en pagar los rescates diseñados en la última crisis para que nuestros bancos no dejaran de bombear los intereses con los que otros financiaban su confort. ¿De quién es el futuro? ¿De ellos o de los miles de sanitarios que arriesgan su salud para salvar la de otros?

       Los náufragos

      Pedro Mairal

      Buenos Aires, 3 de abril— Somos náufragos de balcón. Nos saludamos de lejos desde las naves apestadas, con señas, mensajitos, gritos largos que atraviesan a medias las corrientes del viento de la calle. A las nueve de la noche se instaló, a través de redes y noticieros, la costumbre italiana o española de aplaudir a los profesionales de la salud que están peleando en la primera línea contra la pandemia. En Buenos Aires primero fueron los aplausos, una descarga colectiva, una nueva sensación de hermandad. Muy puntual. Alguien publicó en Twitter: Si ponés el arroz 20:50, los aplausos te indican cuando ya está listo. Otra escribió:Estábamos cogiendo con mi encuarentenado, tuvimos como hace tiempo no nos pasaba un gran polvo cósmico de orgasmo simultáneo y, cuando nos derrumbábamos en la gloria, el barrio entero nos empezó a aplaudir. Eran las nueve.

      Y a esa hora empezó a sonar la música. Acá tengo que decir algo cruel: no somos Cuba. La música es ponerse de acuerdo, escuchar lo que propone el otro y sumarse al tempo, a la armonía, es decir, es colaboración. Tengo idealizada musicalmente a Cuba, por culpa del Buena Vista Social Club, y por culpa de videos de YouTube que los turistas filman por las calles de La Habana. Alguien con unas congas, otro con un tres, se agrega