Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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sólo contra el covid-19, sino contra los temores acumulados en estas semanas de asumirnos domésticos ropavejeros. Asumimos que solo ellas nos devolverán no ya nuestras existencias pretéritas, consumidas por completo, sino el porvenir que la enfermedad canceló de tajo. Sabemos también, pese a que hurguemos las redes en busca de avances optimistas, que ésta no llegará —y sobre todo no llegará a todas partes— hasta el año próximo, en el mejor de los casos. Es nuestro mesías biotecnológico: el salvador que anuncia su próxima venida y nos concede un poco de fe —o de tenacidad— para cerrar los ojos al dolor y seguir adelante.

      ¿Y mientras tanto? Mientras tanto, como devotos de religiones escatológicas, la ansiosa, lenta espera. Recuperamos bulevares, jardines y playas con la sensación de nunca haberlos visitado, cada espacio libre sabe a recon-quista y se llena con el deslumbrante resplandor de las victorias. Porque en el fondo sabemos que son triunfos precarios: el virus puede reactivarse en una congregación o en una fiesta, en el transporte público o en una maquila-dora, y ello nos llevará a una espiral de confinamientos y liberaciones, confinamientos y liberaciones, el único esce-nario predecible por ahora.

      ¿Aprendimos algo en este medio año sin medio año? ¿Le dejó al mundo alguna enseñanza o lo veremos sólo como un episodio turbio y extravagante, aunque al cabo anodino, en nuestra marcha histórica? ¿Seremos capaces de soltar nuestros lastres —la oprobiosa desigualdad, nuestras múltiples y enredadas violencias, el rencor y el odio destilados por el encierro, la actual veleidad de nuestros líderes hacia la mentira— o, al revés, dejaremos que nos aplasten? Quizás no haya llegado el tiempo de abandonar nuestros cuarteles, el encierro físico que hemos padecido, sino el de escapar de las jaulas invisibles que hemos edificado a nuestro alrededor en este inconcebible 2020. Se impone escapar de nuestras toscas certezas abonadas por el aislamiento, la desconfianza y el pánico. Es hora de alzar la vista, comprobar que los demás —todos los demás— valen tanto como cada uno de nosotros, de confiar en que quienes piensan distinto no son nuestros enemigos y de imaginar —sí, de imaginar de nuevo— un futuro libre, justo, igualitario.

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      Desde el Carnaval de Venecia 2020

      (La máscara)

      Rachele Airoldi

      Venecia, 28 de marzo— Este año el Carnaval de Venecia fue testigo de la aparición de disfraces nuevos y originales. A las típicas máscaras brillantes de papel maché pintadas a mano por artistas venecianos en los pocos talleres tradicionales que aún persisten —y que buscan destacar entre una infinidad de tiendas chinas que venden copias baratas de plástico— se han añadido mascarillas de uso médico. También de ellas se ofrece a los compradores una amplia variedad, desde el clásico cubrebocas quirúrgico desechable hasta otros modelos con válvulas respiratorias, una o varias capas, FFP1 o FFP2. El debate sobre el carnaval en tiempos de pandemia fue muy apasionado y pronto se convirtió en el principal tema de conversación. En la plaza de San Marcos algunos turistas que no están dispuestos a renunciar a los festejos, pero tampoco a dejar de lado ciertas precauciones, pasean ataviados con ambas versiones: mitad rostro de arlequín y mitad Grey’s Anatomy. En cambio, algunos venecianos, fieles a la tradición, se disfrazan de médicos de la peste, con largos ropajes negros y máscaras blancas con picos muy apropiadas para los tiempos que corren. Así buscan restarle dramatismo al clima de preocupación que priva por las noticias que llegan de China sobre el coronavirus.

      Al principio Venecia, la ciudad que inventó la cuarentena para enfrentar la epidemia de peste, no parecía muy preocupada, y con su tradicional espíritu goliardesco se tomaba las cosas con una pizca de ironía. La amenaza, en tanto, se aproximaba: de China a Lombardía y de Lombardía a Véneto. No se habían verificado los primeros casos cuando el número de presuntos infectados ya andaba por las nubes. Los venecianos criticaron la vacilación del alcalde, que no tomó medidas inmediatas; tal vez después del desastre del acqua alta, que puso de rodillas a la ciudad el pasado noviembre, esperaban rescatar el evento turístico más importante del año, pero a fin de cuentas hasta el espíritu juguetón dio paso a la inquietud y el Carnaval fue suspendido. En un instante las calles se vaciaron, las tiendas quedaron desiertas y las góndolas pasearon a los pocos turistas que se negaron a renunciar a unas vacaciones pagadas y soñadas meses antes. Luego llegaron las primeras órdenes ministeriales de cerrar escuelas, teatros, museos e incluso iglesias, se prohibió cualquier tipo de aglomeración y se ordenó mantenerse a distancia de los demás y lavarse las manos, únicas indicaciones que se dieron por televisión en medio de una cifra de contagiados que se agrava a cada instante y que crece de forma exponencial. Pero antes de los síntomas del virus se manifestaron los de la psicosis social. Los supermercados quedaron limpios como huesos y afuera de las farmacias se formó una cola de personas que se mantenían a la debida distancia una de la otra. Pronto se agotó el nuevo disfraz del carnaval: las máscaras fueron inconseguibles, lo mismo que el gel desinfectante y los guantes de látex. Cada acceso de tos es sospechoso. Un autobús que iba de Venecia a Milán fue detenido por los controles sanitarios a causa de un pasajero que denunció el estornudo del conductor. La gente tiene miedo y se encierra en su casa, y afuera un país entero se cierra por una semana. Todos son sospechosos.

      No obstante hay obligaciones que no pueden posponerse: en este clima de alarma general murió un querido amigo de la familia. La prueba de laboratorio confirmó que la muerte ocurrió por causas naturales, pero esto no ha impedido que el “efecto virus” contagiara los ritos funerarios. La misa fue sustituida por una bendición simbólica, sólo algunos parientes pudieron entrar a la iglesia y en la plaza, donde nos reunimos para dar el último adiós y tratar, así, de salvaguardar al menos la dignidad del momento, un megáfono transmitía la voz del sacerdote. Naturalmente nadie se atrevía a abrazarse; apenas dábamos tímidamente la mano e intercambiábamos miradas que querían ser caricias.

      Mientras tanto, el número de contagios siguió aumentando, y ahora el decreto prolongó la clausura y suspensión de la actividad por un mes, hasta principios de abril, a pesar de lo cual se manifiestan tímidos intentos de reanimación para evitar la parálisis total del país. Algunos locales reabren sus puertas tratando de contener las afectaciones económicas. Las universidades retoman parte de sus actividades en modalidad remota e incluso hay quien celebra su graduación vía Skype luciendo una corona de laurel en la sala de su casa. Los centros de las ciudades muestran señales de repoblación, pero la gente sigue desinfectándose compulsivamente las manos. El alarmismo sigue presente. Hacemos intentos confusos de retomar la vida normal, pero la verdad es que estamos muy perdidos.

      Los medios no ayudan a comprender plenamente la gravedad de la epidemia, con sus versiones y tonos distintos que van del sarcasmo a los escenarios apocalípticos. Hay quien minimiza la situación y considera que el virus no es más que una influenza peligrosa únicamente para los ancianos. Algunos periódicos aconsejan a los mayores de 65 años permanecer en casa; los jóvenes pueden quedarse tranquilos. Pero tal vez se trata de una visión simplista que busca evitar la extensión de una parálisis económica que está causando daños irreparables. A los números de contagiados les hacen eco los de las bolsas que van en caída libre. Otros, en cambio, no esconden su profunda preocupación y reconocen en la epidemia una amenaza desconocida a la cual no parecemos estar en condiciones de hacer frente. Los doctores escasean y el sistema hospitalario está al borde del colapso ante una oleada de ingresos que no deja de aumentar. Las salas de urgencia están abarrotadas y hay filas de pacientes en camillas en espera de atención.

      Hasta las medidas de aislamiento han sido inciertas y graduales. Al principio se decretó únicamente el aislamiento de las ciudades que fueron foco de infección del virus y se invitó a todos los italianos a evitar los desplazamientos. Los agentes de policía bloquearon los accesos a Vo’Euganeo, en la provincia de Pádova, y a Codogno, en la provincia de Lodi, donde se registraba el mayor número de contagiados. Pero estas precauciones no fueron suficientes, porque la gente seguía viajando y desplazándose: la desinformación no generó el sentido cívico necesario para hacerle frente a una situación de emergencia epidémica. Se registraron episodios de “fuga” de las zonas infectadas y algunos pacientes incluso se escaparon de los hospitales. Un paciente de 71 años, hospitalizado