Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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creativamente, volcando en sus textos visiones de mundos compartidos en los que se atraviesan críticas contra el statu quo, tanto el de Estados Unidos como el de Latinoamérica, así como otros futuros posibles. Sofía escribe sobre una joven gimnasta que nunca se rinde. Rony, sobre un general que reprime activistas en Centroamérica. Jessica, sobre unos gemelos que tienen que acostumbrarse a convivir en paz. Alan, sobre un jugador que, una vez que ha aceptado que su equipo ha perdido un partido de futbol, empieza a prepararse mentalmente para la siguiente temporada. Linda, sobre una joven que finalmente se acepta a sí misma. Jonathan, sobre una mujer que prepara su regreso a Chile. No hay lecciones morales en sus relatos, ni reiteraciones de una identidad que ha explotado de mil maneras, pero sí huellas de una experiencia vasta y crítica que alumbrará nuestra futuridad. Leerlos me mantiene alerta. Verlos actuar en relación con lo escrito me mantiene alerta. Porque no sólo es el contenido del texto en sí lo que me despierta, esperanzada, sino la manera en que se comentan los unos a los otros: el cuidado de la lectura y el cuidado de la opinión. Esa conciencia del estado de vulnerabilidad que compartimos cuando nos sacamos un texto y lo ofrecemos a otros. Si estos jóvenes en serios aprietos son capaces de tanta responsabilidad y de tanto cuidado, sin son capaces de dar tanto de sí mismos durante estos tiempos tan difíciles, los creo capaces de todo. Y entonces puedo dormir.

      Estado con entrañas

      Cuando el campus de la universidad donde trabajo dio a conocer que extendía las vacaciones de primavera, preparándose así para la transición hacia la teleeducación y también para tomar otras medidas contra la diseminación del coronavirus, supe que la cosa iba en serio y llegaría pronto. Caminaba en ese momento junto a mi madre, una mujer saludable de 76 años, por las calles del barrio donde vivimos en Houston. Me había adelantado un poco para leer el comunicado en mi celular y, cuando terminé, me volví a verla. Avanzaba con esos pasos grandes que le permiten sus piernas largas. Llevaba la cabeza inclinada, poniendo atención a las imperfecciones del camino con tal de evitar cualquier caída. Me había acostumbrado ya a estos paseos diarios en los que, con pretexto de la salud, platicábamos de todo. La iba a extrañar, sin duda, pero se lo dije de inmediato. Tiene que regresar a México (yo a mi madre, como toda buena fronteriza, le hablo de usted). La decisión fue inmediata y, la razón, sencilla: en su calidad de turista, mi madre carecía del seguro médico que le permitiría ser admitida en un hospital en caso de enfermar. Sin ese documento sería rechazada, como los son muchísimos otros, a las puertas de cualquier establecimiento de salud. Esto es vivir en un país que carece de un sistema de salud pública y que insiste en proteger a las grandes farmacéuticas y no el bienestar de su población. Como ella fue empleada de la uaem una buena parte de su vida goza de una pensión muy escueta pero que incluye servicios médicos que, hasta ahora, han sido fundamentales para su vida como adulta mayor. Las tres cirugías que le realizaron para salvarla de la explosión de un aneurisma se llevaron a cabo, por ejemplo, en el Hospital de Neurología con una atención de inmejorable calidad y por la que no tuvo que desembolsar un peso. Pero acá, de este lado de la frontera, mi madre compartía el destino desentrañado de los miles y miles de habitantes de este país que, para cuidarse, tienen que recurrir con mucha frecuencia a remedios caseros y, cuando es posible, a medicinas que algún pariente o amigo trae desde México. La de veces que no he sido testigo del intercambio informal de vitamina B12, antibióticos o antihistamínicos, medicamentos todos que no curan las razones de la enfermedad, pero que ofrecen paliativos para cuerpos que no pueden darse el lujo de dejar de trabajar ni siquiera un día. Mi madre me dio la razón y actuamos de inmediato. En un día hicimos los arreglos necesarios para que pudiera reunirse con sus hermanas en la frontera antes de partir. Dos días después, mi madre abordó un avión que la depositó en la capital de un país en el que, con todo y todo, ella está más segura. Las cifras han demostrado que la covid-19 no sólo ataca con particular saña a los adultos mayores, sino también a poblaciones precarizadas y minorizadas, precisamente aquellas que no pueden cubrir los gastos de un seguro médico, y para las cuales un contagio equivale a una sentencia de muerte.

      Como una gran imagen de rayos X, la desaceleración que ha traído la pandemia deja ver, o incluso agranda, lo que ha estado ahí: un sistema económico guiado por la ganancia a expensas de todo lo demás, y un Estado sin entrañas, es decir, un Estado para el que los cuerpos no son materia de cuidado sino de mera extracción. Lo peor que nos podría pasar, argumentaba convincentemente Arundhati Roy, es regresar a esa normalidad salvaje. Y yo añado: a ese mundo inmisericorde que, preso del hechizo malvado de la incorporeidad, es incapaz de reconocer los lazos de reciprocidad que nos unen a los otros y a la tierra. La conciencia inescapable de una cercanía material con los otros viene mezclada con angustia y desasosiego, pero también con potencialidad. Otro mundo es posible, eso nos dice claramente la vida, cuando se impone a la pandemia. ¿Será posible entonces, desde toda esta experiencia con la enfermedad, derrocar de una vez por todas esa normalidad desentrañada y participar, al mismo tiempo, en el surgimiento de un Estado con entrañas? En otras palabras, ¿cómo nos las arreglaremos para exigir que el Estado cumpla con su responsabilidad de proteger la salud de la población mientras, simultáneamente, producimos relaciones entrañables, es decir, modos de afecto y conexión que partan de la amplia admisión de que somos cuerpos y precisamos, y podemos brindar, cuidado? Me queda claro que, al menos en Estados Unidos, esta lucha inicia y está íntimamente ligada a la ausencia de un sistema de salud pública que, por no existir, ha sentenciado a una muerte cierta y cotidiana a un gran número de trabajadores, especialmente aquellos que siendo esenciales —y ahora la pandemia también ha confirmado este estatus— continúan siendo considerados como ilegales por este gobierno incompetente y genocida. En ese sentido la lucha por un sistema de salud pública y la lucha por una reforma migratoria en realidad son la misma lucha; ambas están centradas, primero, en la admisión básica de que somos cuerpos y, consecuentemente, en el hecho también básico de que en tanto cuerpos dependemos los unos de los otros en contextos ecológicos gravemente alterados. Las medidas macro —exigidas por la salud pública que le corresponde al Estado— no se contraponen, y más bien complementan, las medidas minúsculas, cotidianas, de trabajo en conjunto, de las que dependen que la dañina alianza del Estado y la corporación llegue a su fin. La pandemia, que nos ha ayudado a ver claramente el talante descarnado de nuestro tiempo, no creará por sí misma las relaciones entrañables —acuerpadas, con otros, en conexión material con nuestras comunidades— que bien podrían cimentar una realidad otra. Haríamos bien en atender las preguntas a las que conmina la rematerialización, y que la rematerialización vuelve inescapables. De sus respuestas depende el inicio del fin de la indolencia. Y eso es algo.

      Un estruendo silencioso

      Felipe Restrepo Pombo

      Si vivo en un infierno siempre tendré la esperanza de poder escaparme.

      Francis Bacon en entrevista con David Sylvester

      Bogotá, 9 de abril— Hace unos meses fui invitado a dictar un curso en una universidad en Indianápolis. Al salir de clase me dirigí hacia las afueras de la pequeña ciudad estadounidense, donde pasaría la primera noche de mi estadía. Llegué a un suburbio apacible y me detuve frente a la puerta de un edificio con muros de piedra oscura, construido a principios de siglo xx. El lugar fue una escuela por mucho tiempo y ahora es un condominio de apartamentos remodelados. Cuando entré tuve una sensación perturbadora que no logré definir. Más tarde, me acosté y apagué la luz pero no pude dormir. Pasaron un par de horas en las que intenté encontrar la razón de mi incomodidad. Finalmente lo descubrí: abrí la ventana y entró una ráfaga de viento helado que anunciaba el final del otoño. Afuera no se escuchaba nada.

      Olvidé ese momento a las pocas semanas, cuando regresé a mi cotidianidad ruidosa. Me encontré de nuevo con ese murmullo tranquilizante de la ciudad que me acompaña siempre y me arrulla en las noches. Sin embargo, en medio de la pandemia que estamos sufriendo, la sensación regresó.

      Viajé de la Ciudad de México a Bogotá hace 20 días, cuando la emergencia causada por el covid-19 apenas estaba despuntando en Latinoamérica. Tomé uno de los últimos vuelos que entró al país antes de que el gobierno cerrara las fronteras por completo. Durante todo el trayecto apenas me levanté de mi silla, acaso un par de veces para lavarme las manos. No toqué la comida ni la pantalla frente a mi. Fue uno de