Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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el segundo nombre del presidente: Messias.

      Hay otro aspecto concreto de esta paranoia, tan real como calculado: Bolsonaro considera a los políticos que toman medidas para la contención del virus —como gobernadores y alcaldes— como amenazas, embusteros que quieren sabotear su gobierno al impulsar la caída del pib y el aumento del desempleo.

      La diferencia entre el paranoico y el detentor del poder no existe en sí misma, sino en su relación con el mundo exterior. Al paranoico le basta su propia paranoia. La paranoia del detentor del poder es desenfrenada. Al paranoico sólo le importa él mismo. Los otros, la masa que lo sustenta, no. Hasta el punto de salir a tocarlos indiscriminadamente, incluso sabiendo del riesgo de estar contaminando a sus propios seguidores.

      Para Canetti, “para él [sea el gobernante o el paranoico, da igual] nada representa la opinión del mundo; su delirio se sustenta por sí sólo contra la humanidad”. El escritor búlgaro continúa: “del único hombre vivo, él se transformó en el único que importa”. Es precisamente esto lo que se revela en una de las últimas reflexiones públicas de Bolsonaro, en medio del crecimiento exponencial del coronavirus en Brasil: “después de la puñalada, no será un pequeño resfrío el que me derrote”.

      No importa el resto. Para que el mito cumpla su deseo de volverse omnipotente, el virus puede ser un medio.

      Higienización social

      Como en el capitalismo la muerte sigue el padrón de la desigualdad, no todos morirán de la misma forma durante la crisis del coronavirus en Brasil. Un reciente video de la diputada Jandira Feghali muestra cómo la comunicación del gobierno destinada a la contención del virus está orientada a las clases media-altas. Como muestran diversos reportajes, ¿Cómo es posible protegerse allí donde ni siquiera existe agua para lavarse las manos? ¿De qué forma se puede aislar a un enfermo al interior de un hogar donde un solo cuarto es compartido por todos los miembros de una familia, incluyendo a diferentes generaciones? Vale la pena leer el texto de la filósofa y militante Djamila Ribeiro respecto de la situación de vulnerabilidad de las empleadas domésticas. La autora centra su análisis en el violento caso de la muerte de una adulta mayor de Río de Janeiro, quien no fue liberada por sus empleadores recién llegados desde Italia pese a estar infectados con coronavirus.

      En un país con estos niveles de desigualdad, el virus no matará de forma igual. Si en un comienzo la contaminación fue predominante entre personas con accesos a viajes internacionales, su irrupción en barrios populares es de temer. El virus toma partido en una guerra ya existente, que muchos sociólogos han denominado como de “castigo a la pobreza”. Es la misma lógica de la exención de responsabilidad defendida por Bolsonaro: se castiga a los pobres, poco importa la muerte de inocentes. Es eso también lo que propuso la Medida Provisoria recientemente elaborada por el gobierno: suspender los contratos de los trabajadores por hasta cuatro meses, dejándolos desamparados en un momento de aumento de gastos de salud. Pocas horas después, tras las protestas de políticos y de la sociedad civil, ese párrafo fue eliminado de la propuesta.

      Hace pocos días el historiador y filósofo best-seller Yuval Noah Harari escribió un excelente texto para la revista norteamericana Time. Entre sus cuestionamientos está la idea de que la pandemia sólo alcanzó su dimensión actual debido a las profundas interconexiones del mundo que habitamos. Harari defiende precisamente lo contrario: en otras épocas la propagación de enfermedades era más letal y había infinitamente menos conexiones al interior del planeta. Basta pensar en la letalidad y la dispersión de la peste bubónica en Europa o de la viruela entre los pueblos indígenas de América. Vale observar, dice, las reacciones de la ciencia al coronavirus en relación a las respuestas a la peste: “mientras las personas de la Edad Media nunca descubrieron qué era lo que causaba la peste bubónica, científicos demoraron apenas dos semanas en identificar el nuevo coronavirus, secuenciar su genoma y desarrollar tests confiables para la identificación de personas infectadas”, afirma el autor. Esas informaciones fueron rápidamente compartidas entre países.

      La diseminación de la información entre las naciones, los intercambios de conocimientos científicos y las técnicas especializadas sostienen el combate eficiente al virus. El caso de la viruela es ejemplar: la enfermedad sólo pudo ser erradicada en 1979, a partir de un esfuerzo internacional que involucró a todos los países del planeta. Si una única persona permaneciese con el virus, éste podría sufrir una mutación en un solo gen —lo que suele pasar con los virus, tal como ocurre con el covid-19 o el ébola— y la humanidad debería tener que vérselas nuevamente con la enfermedad.

      Si el virus tiene el potencial de revelar las heridas de la desigualdad y el carácter paranoico del detentor del poder, también nos muestra que nadie está a salvo. No importa cuán rica una persona sea ni cuán lejos se encuentre de los núcleos de pobreza. Someter a poblaciones enteras a pésimas condiciones de vida y precario acceso a la salud no inmuniza a nadie de las consecuencias de la desigualdad. Ese único gen, de un único virus, de una única persona sin acceso a un buen sistema de salud, puede ser fatal.

      Aun así, algunos ricos aparentan mantener la ficción de que no serán afectados como los pobres por la enfermedad. Evidentemente no será de la misma forma. Sin embargo la curva de crecimiento exponencial del número de contaminados llevará al colapso tanto al sistema público de salud como a los más lujosos hospitales privados.

      La ficción del control total

      Lidiar con una enfermedad contagiosa, una catástrofe ambiental, guerras o situaciones extremas que coloquen a la población en condiciones de vulnerabilidad, siempre presenta dos caras: la idea de que los gobernantes poseen razones prácticas para desempeñar su poder de mando de forma excepcionalmente dura y la concretización del poder sin límites en su forma pura.

      En Vigilar y castigar, Michel Foucault inicia uno de los capítulos centrales de su obra —aquel dedicado al análisis de la visualidad y el control del Panóptico de Jeremy Bentham— con una impresionante descripción del sistema de control de las personas durante la época de la peste bubónica en Europa. Informes, redes de información, control de movimientos. Dominar a la peste era el objetivo central de todo proyecto autoritario de control total.

      En el texto citado anteriormente, Harari apunta a una estrategia virtuosa de intercambios científicos y esfuerzos entre países. Sin embargo, esto no excluye que las restricciones que los gobiernos puedan llevar a cabo para enfrentar la excepcionalidad de la pandemia se transformen en la nueva normalidad. En un artículo publicado en el británico Financial Times, el mismo autor advierte sobre los peligros del perfeccionamiento de las herramientas de vigilancia personal, puestos en práctica por China e Israel: cada movimiento de los ciudadanos es acompañado, con la posibilidad de incluso saber si se está cerca de algún contagiado. Para Harari es aún más grave la posibilidad de que los gobiernos puedan monitorear en tiempo real características fisiológicas, como la presión arterial o el pulso cardiaco. Esto permitiría una vigilancia sin precedentes de nuestros gustos, alegrías y emociones. “El monitoreo biométrico haría parecer a las tácticas de hackeo de datos de Cambridge Analytica como de la Edad de Piedra”, concluyó.

      Con Bolsonaro todo parece infinitamente más tosco. El combate al virus asume una cara abiertamente abyecta: desmerecimiento de la ciencia, desestimación del virus como peligro real, propagación de noticias falsas y comportamientos infames del propio presidente de la República. Tamaña ineptitud genera desconfianzas y levanta sospechas sobre la posibilidad de un proyecto de instauración de un estado de sitio de larga duración.

      Bolsonaro ha dado señales de estar ensayando un golpe, incluso desde antes de escuchar sobre el covid-19. Probablemente no lo hace porque no tiene seguridad del apoyo que una medida así necesita. Por lo que indican sus palabras, ganas no le faltan. El virus puede crear peligrosamente las condiciones para que Bolsonaro materialice su delirio autoritario: colocar a las Fuerzas Armadas en las calles para contener a las personas y luego no devolverlas a los cuarteles. Una vez neutralizado el virus, garantizar la disciplina entre trabajo y hogar: reproducción del capital y reproducción de las masas que lo producen.

      Es poco probable que la cúpula del Ejército apoye ese movimiento. Sin embargo, las policías pueden ser impulsadas a amotinarse contra gobiernos estatales,