Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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bosque que secuestraban niños para hacer filtros con sus corazones. ¿Qué veo? Twin Peaks, porque sumergirme en una pesadilla ajena es una especie extraña de alivio. No mucho más: el resto del tiempo me la paso al teléfono o frente a pantallas o trabajando con una lentitud asombrosa o leyendo noticias hasta enloquecer. Sé que debo leer menos noticias y que toda esta información no sirve para nada, pero da alguna ilusión de control y además no se habla de otra cosa y perdón, pero no tengo la presencia de ánimo ni la distancia ni el equilibrio como para ponerme a leer a Eurípides. Admiro a los que se sientan con La montaña mágica y a los que aprenden recetas y sobre todo a los que se aburren.

      No tengo carácter.

      No tengo temple.

      Quizá estoy deprimida: igual la terapia en este momento es virtual y no sé si me atrevo a empezar una medicación hoy, con el consejo de no acercarse a hospitales. También: mi propia crisis emocional me parece idiota. Es idiota. Estoy en un rincón, de rodillas, esperando que esto pase, se vaya, se apague. No estoy hecha para las crisis. Trato de recordar otras. 2001-2002: un año o más cobrando la mitad del sueldo y viviendo con mi madre en una barriada peligrosa; todas las noches escuchaba disparos y, si se me hacía tarde, iba corriendo hasta la avenida a comprar cigarrillos porque los robos eran comunes pero también podía quedar en el medio de una balacera. La adolescencia con hiperinflación, 1989, crisis energética, cortes de luz programados, padres sin empleo, dormir en un sillón porque no tenía cama propia y no había dinero para comprarla ni lugar donde ponerla. Hay más, algunas personales que no tiene sentido ni quiero hacer públicas. ¿Ninguna me preparó para esto? Ninguna me preparó para esto.

      Llega otro mail, otra entrevista, otro mensaje. Qué pienso de esto como escritora de terror. Cómo se resignifica el miedo. Queremos tu opinión sobre el miedo que tenemos todos.

      Intento ser irónica y ensayo unos renglones: que las pandemias son del terreno de la distopía, que yo no escribo en ese subgénero, que me gusta pero no lo leí tanto (es todo cierto). Borro lo escrito. Es una tontería. Leo un artículo fabuloso del pintor y escritor Rabih Alameddine acerca de cuando se enteró del diagnóstico de VIH positivo. Vivía en San Francisco mientras en su tierra natal, el Líbano, rugía la guerra civil; decidió volver, sin embargo, porque tenía miedo y no quería morir solo. En poco tiempo estaba de vuelta en California. Empezó a jugar al futbol. La mitad de su equipo murió. Él sigue vivo, hoy, y dice que no recuerda a cuántas personas ha visto morir. Recuerdo los días terribles del sida, yo era muy chica, recuerdo el miedo que el barrio les tenía a los posibles infectados, recuerdo a los amigos de mi madre que morían solos porque, además, eran rechazados por sus familias. Aquello fue tan cruel. La valentía de ellos. Mi vergonzosa cobardía. Pienso en las víctimas de los tsunamis, de las guerras, de los naufragios en el Mediterráneo, del narco, de la violencia institucional, de otras epidemias, del hambre. La muerte masiva y trágica y solitaria es la regla. Me doy cuenta de mi privilegio. Me da vergüenza ese privilegio, especialmente en este continente. No puedo salir de la autorreferencia y eso me abruma, porque intento evitar el yo yo mi mi. Quejarse es patético. No me quejo en voz alta. Lo intento, pero estas palabras deben ser una queja.

      ¿Sirve este texto? ¿Es exagerado? ¿Por qué decir: no puedo decir? Aquí habla sólo mi ansiedad. Y la sensación de inminencia. Es posible que hoy esté constituida apenas de ansiedad. Me deja muda e inmóvil en un sillón, encerrada. No en mi casa, eso no importa. Encerrada en mi cabeza.

      Final del viaje

      María Soledad Pereira

      Buenos Aires, 14 de abril— Dicen que los síntomas no difieren mucho de una gripe normal —fiebre, dolores musculares y tos seca— y que por eso mismo hay que estar atento. Dicen que los más viejos y quienes padecen de otras patologías son el grupo más vulnerable. Dicen que las personas que tengan fiebre y sientan dificultad para respirar deben comunicarse con el SNS24: el Centro de Contacto do Serviço Nacional de Saúde. Según las últimas noticias, en Portugal hay 59 casos positivos de covid-19 y los pronósticos, en el país y en el mundo, son todos desalentadores. La ministra de salud Marta Temido pide que se refuercen las medidas de contención y apela al buen juicio de los portugueses. Es miércoles 11 de marzo. Es 2020 y estoy en Lisboa.

      Por WhatsApp recibo un mensaje de Buenos Aires. Una amiga manda un archivo al grupo. “El juego del coronavirus”, dice: una mezcla de instructivo higiénico y treta para niños que consiste en pintarse en el dorso de cada mano un coronavirus, un bicho que desaparece a partir del lavado frecuente. Quien logre que los bichos desaparezcan gana un punto, que se acumulará para un premio futuro. Enseguida me acuerdo de las indicaciones que, una vez, hace unos 20 años, me dio la psicóloga: llevar un registro de las veces en que, a diario, me lavaba las manos. Lo hizo para demostrarme, mediante algunos números azarosos, eso que yo ya sabía: que me las lavaba en exceso hasta hacerlas sangrar, una práctica que con el tiempo he moderado, pero nunca destituido.

      Llevo alcohol en gel en la mochila desde mucho antes de la gripe A, en 2009, abro puertas con el codo, prefiero hacer equilibrio a agarrarme de un pasamanos: la higiene es, en suma, un hábito —o acaso, una reacción xenófoba contra la enfermedad— que practico naturalmente de un modo excesivo. Las medidas de prevención lanzadas por los gobiernos del mundo a cuento del nuevo virus me resultan, lógico, obviedades: limpiar regularmente superficies, cubrirse la nariz y la boca con el codo flexionado al toser o estornudar, lavarse las manos con frecuencia, ¡por fin! De repente, otro mensaje. Desde hace tres días, las comunicaciones por WhatsApp desde Buenos Aires se multiplican: Guillermo, Anita, Mariana, Pablo, ahora Rodrigo. Me preguntan que cómo estoy. Y me dicen que por favor me cuide. Un “cuídate” que a la distancia es una clara señal de alarma. A estas preguntas, se suman (día de por medio y desde hace una semana) las advertencias de mi tío, el hermano de mi padre, cosa extraña porque él habla poco: “Extremá cuidados de higiene”, me dice en uno de sus últimos mensajes. Me río o intento reírme. Que alguien me diga que extreme cuidados de higiene es como que le digan a Mick Jagger que no deje de bailar. Desde el trabajo, una compañera me advierte que a la vuelta tendré que quedarme en casa, en cuarentena, durante 14 días. Según las últimas decisiones del Ministerio de Salud de Argentina, quienes regresen de áreas de circulación de coronavirus deberán permanecer en sus domicilios, aunque no presenten síntomas, durante dos semanas.

      Pero en Lisboa son las once y media de la mañana y el día está hermoso. Miro por la ventana. La Avenida Duque D’Ávila resplandece bajo un sol de incipiente primavera: cielo azul, monopatines y bicicletas en las vías de circulación, gente en los cafés. Dos de mis amigas, Filipa y Andreia, me dicen que fueron a trabajar normalmente. Filipe, un amigo, está como cada miércoles en su puesto, en la feria de libros usados del Jardín Constantino. La realidad —la vida misma— demuestra ser más luminosa que la que pintan los medios, medios que, para no enloquecer, empiezo a leer de modo selectivo. No obstante, estoy preocupada. Las nuevas medidas del gobierno nacional y la intención de Aerolíneas Argentinas de cancelar los vuelos de regreso desde Europa no son un invento. Ante la incertidumbre, busco en internet pasajes a Buenos Aires. Al día siguiente, jueves 12 de marzo, voy a una agencia de viajes y reservo un asiento por dos mangos para dos días después. Lo apresurado de la decisión me estremece. Viajaré vía San Pablo para evitar el paso por Madrid donde, en las últimas horas, la situación se ha descontrolado (España es el segundo país de Europa, después de Italia, con mayor número de infectados). Mientras María José, la agente de viajes, se ocupa de la emisión de mi pasaje, salgo a tomar aire. El domingo 8 de marzo, café de por medio, planeaba con Filipa un almuerzo en Corroios para el fin de semana siguiente. Y ahora, cinco días después, estoy organizando, violentamente y muy a mi pesar, un viaje a Buenos Aires. Acabo de confirmar una reserva y dudo sobre lo acertado de la decisión tomada: ¿Será oportuno volar en una situación de emergencia sanitaria? Pienso en si podré controlar la ansiedad en un ambiente cerrado con más de 300 personas; me pregunto si sobreviviré a la fila del check in y al hecho de tener que poner en la bandeja (nunca desinfectada) de control de seguridad mi mochila, mi campera, mi cámara de fotos. Lo pienso y transpiro: me transpiran la espalda, las manos. ¿Acaso, seré capaz de mantener la calma en un espacio donde la sensibilidad está lógicamente exacerbada? No lo sé, pero el viaje es inminente