Santiago Roncagliolo

Diario de la pandemia


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con algunas provisiones y con la certeza de que no vería a ningún otro ser vivo por las siguientes dos semanas.

      Se ha publicado mucho durante esta emergencia sobre los efectos del encierro en el cuerpo y la mente. En los primeros días de mi aislamiento consumí todo tipo de información disponible para tratar de sobrellevar mi soledad. Anoté recetas de platillos saludables, rutinas de ejercicio para un espacio reducido y técnicas de relajación. Leí testimonios esperanzadores de valientes que sobrevivieron a encierros prolongados en condiciones aterradoras. Me descubrí fuerte y capaz de soportar todo. Hasta que escuché a una psicóloga en un noticiero decir que: “al cabo de 10 días de soledad la mente empieza a producir pensamientos autodestructivos”. Entré en pánico: todo mi andamiaje de seguridad se desplomó con esas palabras. Me imaginé al cabo de unos días, tirado en una cama, sin bañarme, mirando al techo y alimentándome de insectos.

      Corrí hacia la ventana, necesitaba aire fresco. Y ahí estaba, otra vez: el silencio total. Bogotá es una de las ciudades más pobladas y caóticas de Latinoamérica. Su tráfico es uno de los peores del planeta y tiene un grave problema de contaminación ambiental y sonora. Sin embargo, esa tarde —en medio de un atardecer lánguido de tonos naranja— no se escuchaba nada. O sí: se oía correr el agua de una quebrada cercana que baja de las montañas bogotanas.

      Somos una especie vanidosa. Durante años hemos cultivado la fantasía de nuestra extinción bajo la forma de un gran estruendo. Imaginamos catástrofes ambientales, lluvias de asteroides y ataques alienígenas. Últimamente nos obsesiona la amenaza de la tecnología y de la inteligencia artificial. En la mayor parte de los escenarios el cataclismo es ruidoso y hace relucir nuestro heroísmo. Siempre —incluso en el apocalipsis zombi— la amenaza tenía una escala monumental.

      Qué error de cálculo: el mayor ataque a nuestra especie resultó ser casi imperceptible.

      Hoy estamos presos de nuestro miedo, tratando de protegernos con las armas más rudimentarias: cuatro paredes. Toda la paranoia sobre enemigos gigantescos resultó ser la proyección de nuestro narcisismo. No es claro si el virus que nos está matando es un ser vivo o una entidad química. Es un parásito sin mayor gracia. “Ni siquiera estamos ante una especie con una identidad concreta que desea vivir y perpetuarse depredando a otras especies. Es un agente ambiguo, algo situado entre lo vivo y lo no-vivo, que abre las células ajenas y las coloniza al servicio de ningún propósito biológico”, escribió el colombiano Juan Cárdenas en una columna del diario El País.

      Sobreviví mis días de confinamiento con orden y paciencia. De hecho, tuve momentos muy productivos y la entrañable compañía, virtual, de mis más queridos. Nunca comí insectos. Me alcoholicé ligeramente: algunas botellas que estaba reservando para ocasiones especiales terminaron vacías en medio de una pandemia.

      Cuando terminó mi aislamiento obligatorio, salí a comprar comida (todavía es permitido en Bogotá). El silencio que percibía desde mi ventana se amplificó. Caminé varias cuadras con la sensación de que toda la población se había esfumado. Pasé por una avenida en la que no circulaba un solo carro. Recordé esa magnífica secuencia en la que Rick Grimes atraviesa una autopista a caballo en el primer capítulo de The Walking Dead. A lo lejos vi, por fin, a otra persona. Era una mujer de unos 50 años. Vestía una bata de baño blanca, botas de caucho, guantes de cirugía, tapabocas, lentes oscuros y su cabeza envuelta en plástico. Paseaba a un perro que vestía unos tiernos zapaticos rojos. Me miró con horror y se alejó a toda velocidad.

      La solución para enfrentar este virus parece ser la más sencilla: no hacer nada. Olvidarnos de nuestros impulsos heroicos y quedarnos en casa, alejados de todo. Aunque me temo que la posibilidad de que una sociedad se encierre indefinidamente es absurda. Las consecuencias —físicas y emocionales— de enterrarse vivos pueden ser devastadoras. Tendremos que salir poco a poco, vivir en un entorno con nuevas reglas. Y entonces esta tragedia nos habrá enseñado algo nuevo. O no. Pero al menos nos habrá acercado a la soledad y el silencio.

      primera entrega de mi cuaderno de confinamiento. si quieren más, paguen, porque si no es a cambio de dinero, yo no tengo ninguna necesidad de expresar literariamente estos días de juerga autoritaria, ni de mantener con respiración asistida ninguna comunidad de consumo cultural

      Cristina Morales

      Barcelona, 10 de abril— Nos dedicamos a esquivar a la policía y a sus chambelanes, esos chivatos que se cobran en confort moral fascista el denunciar a su vecino por tener menos miedo que ellos.

      El otro día durante la cena o el almuerzo o la merienda salió este tema de discusión: ¿es más repugnante un mercenario o un buen samaritano? O sea: ¿es más repugnante el policía que te reprime porque le pagan o el gilipollas que, sin ser pagado, te reprime porque halla satisfacción cívica en su violencia? Yo era de la opinión de que es más repugnante el buen samaritano. Otra comensal dijo que no veía por qué la intervención del dinero en la ecuación aligeraba el grado de repugnancia hacia el policía. La tercera comensal no estaba segura.

      Nos asustamos mucho el primer día que salió el helicóptero a patrullar desde lo alto las terrazas, los parques, las zonas boscosas, las playas recónditas. Es el mismo helicóptero que sobrevuela la ciudad cuando hay manifestaciones, disturbios o cuando juega el Barça. Nos asustamos porque los primeros días de confinamiento habíamos llevado a cabo incursiones en las áreas desgreñadas de Montjuïc con éxito. Incursiones que se transformaban en paseos. Paseos que se transformaban en excursiones. Teníamos fichado un rincón al que íbamos a hacer boxeo, yoga y kung fu (todo mezclado porque nos poníamos a jugar más que a entrenar) y estábamos evaluando el mejor sitio en el que pegarnos un viaje de setas.

      Un día nos tuvimos que esconder de dos coches de mossos que pasaron por nuestro lado y que iban a por una pareja que andaba sacando al perro muy morosamente. Nos escondimos como se esconden los dibujos animados: cada una detrás de una columna o de un árbol. Estábamos en la rotonda esa que tiene una fuente, unos bancos de piedra y una estatua ecuestre de cuando la Exposición Universal de 1929 (es un Sant Jordi modernista, desnudo, que monta a pelo, congelado en la posición de estar descabalgando). En cuanto desaparecieron los coches salimos pitando evitando la carretera, descampado a través, basura a través, y no hemos vuelto.

      Se ha reído de nosotras la policía, dije durante la cena. Nos vieron escondernos tan ridículamente, nos vieron con tanto miedo, que consideraron que ya estaba el amedrentamiento consumado y ni se molestaron en perseguirnos. Se estaban partiendo la polla dentro del coche, vamos. Se lo están contando por wasap a toda la comisaría del orto, o sea. Se lo están contando hasta por la radio.

      No te confundas, interviene otra comensal. Quienes nos hemos reído hemos sido nosotras. Los hemos esquivado, sea como sea, los hemos esquivado. Hemos sido rápidas, nos hemos escondido de la mejor, por no decir de la única, manera posible. Te sientes ridícula porque romantizas la noción de evasión y de subversión.

      Joder, qué razón tiene mi amada.

      La hora de los aplausos de Dios (hemos comprobado que cuanto más se endurece el confinamiento, más aplauden —¿pensarán en falos?—) se ha convertido en un toque de queda. Si estás en la calle a partir de las ocho y media de la tarde, eres sospechosa. Antes del confinamiento los supermercados cerraban a las nueve. Las dos primeras semanas del confinamiento cerraban a las ocho. Ahora algunos cierran a las siete. Antes, el badulaque cerraba a la una de la noche (nuestra coartada perfecta para salir). Ahora cierra a las 10. Nuestra coartada ahora es la farmacia 24 horas y el hecho de que las farmacias están desabastecidas de medicamentos para los pulmones. Nunca nos han parado de noche (lo que demuestra que la capacidad de control no es tanta como nos quieren puto hacer creer), pero siempre llevamos una caja de Ventolín o de Atrovent vacía en el bolsillo (yo soy asmática —de verdad—). En nuestra imaginación se produce la siguiente conversación con el mosso:

      —Adónde va usted a estas horas. —A la farmacia de allí de Santa Eulalia que es la más cercana abierta 24 horas. —Qué es eso tan urgente que tiene que comprar que no puede esperar a mañana. —Ventolín para mi mujer, que es asmática y no puede respirar.

      Eso,