Won-pyung Sohn

Almendra


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ojos.

      —¿Dónde aprendiste a decir cosas tan espeluznantes? Mentir es malo, hijo.

      Permanecí en silencio durante un momento, intentando hallar las palabras para convencerlo. Pero era demasiado joven para poseer un vocabulario variado, y no me sentía capaz de pensar en algo más verdadero de lo que ya había dicho.

      —Podría morir pronto.

      Todo lo que era capaz de hacer era repetirme.

      3

      Esperé a que acabara el programa, mientras el tendero llamaba a la policía. Cuando vio que yo seguía jugando con el caramelo, me dijo de mala manera que me marchara si no iba a comprar algo. La policía se tomó su tiempo hasta llegar a la escena, pero en todo lo que yo podía pensar era en el niño tirado en el suelo frío. Ya estaba muerto.

      Lo curioso es que el niño era hijo del tendero.

      Me senté en un banco en la comisaría de policía, balanceando las piernas. Se movían hacia delante y hacia atrás, generando una brisa fresca. Ya estaba oscuro y yo tenía sueño. Justo cuando ya estaba a punto de quedarme dormido, la puerta de la comisaría de policía se abrió de par en par para revelar a mi madre. Ella dejó escapar un grito cuando me vio y me acarició la cabeza con tanta fuerza que me hizo daño. Antes de que ella pudiera disfrutar plenamente el momento de nuestra reunión, la puerta se abrió de nuevo y entró el dueño de la tienda, con su cuerpo sostenido por los policías. Gemía y su rostro estaba cubierto de lágrimas. Su expresión era muy diferente a la que tenía antes cuando veía la televisión. Se dejó caer de rodillas, temblando y golpeó el suelo. De pronto, se puso en pie de un salto y gritó, señalando con el dedo hacia mí. No era capaz de entender exactamente sus desvaríos, pero lo que capté fue algo como esto:

      —¡Los policías habrían llegado antes si lo hubieras dicho en serio!

      El policía que estaba a mi lado se encogió de hombros.

      —¿Qué puede saber un niño de seis años? —dijo, y logró impedir que el tendero cayera al suelo otra vez. Sin embargo, yo no podía estar de acuerdo con el tendero. Lo había dicho completamente en serio desde el principio. No sonreí ni reaccioné de forma exagerada ni una sola vez. No podía entender por qué me reprochaba eso, pero el niño de seis años que era yo entonces no conocía las palabras necesarias para formar este razonamiento en una oración completa, por lo que me quedé en silencio. En cambio, mamá alzó la voz por mí, convirtiendo la comisaría de policía en un manicomio con el clamor de un padre que había perdido a su hijo y el de una madre que había encontrado al suyo.

      Esa noche jugué con bloques de construcción como hacía siempre. Había formado el cuerpo de una jirafa que podía cambiar en elefante si torcía su largo cuello. Sentí que mamá me miraba, con sus ojos examinando cada parte de mi cuerpo.

      —¿No estabas asustado? —preguntó ella.

      —No —respondí.

      Los rumores acerca de ese incidente —en concreto: cómo ni siquiera parpadeé al presenciar a alguien que estaba siendo golpeado hasta la muerte— se extendieron rápidamente. Desde entonces, los temores de mamá se convirtieron en realidad, uno detrás de otro.

      Las cosas empeoraron después de que entrara al colegio. Un día, cuando me dirigía a la escuela, una chica que caminaba delante de mí tropezó con una piedra. Me impedía continuar mi camino, por lo que me quedé observando su cinta para el pelo con motivos de Mickey Mouse mientras esperaba a que volviera a levantarse. Pero ella se sentó allí a llorar y llorar. Finalmente, su madre llegó para ayudarla a levantarse. Ella me miró, chasqueando la lengua.

      —¿Ves que tu amiga se cae y ni siquiera le preguntas si está bien? Ya veo que los rumores son ciertos, eres extraño.

      No se me ocurría qué decir, así que no respondí. Los otros niños sintieron que pasaba algo y se reunieron a mi alrededor, con sus murmuraciones punzando en mis oídos. Hasta donde sabía, probablemente ellos estaban repitiendo lo que la madre de la niña había dicho. Fue entonces cuando la abuela llegó a mi rescate, apareciendo de la nada como la Mujer Maravilla, levantándome en sus brazos.

      —¡Cuide su lengua! —espetó con su voz ronca—. Ella sólo ha tenido la mala suerte de tropezar. ¿Quién se cree para culpar a mi chico?

      La abuela también reprendió a los niños:

      —¿Y ustedes qué están mirando, mocosos?

      Cuando nos habíamos alejado, miré hacia arriba, la abuela tenía los labios fuertemente apretados.

      —Abuela, ¿por qué la gente dice que soy raro?

      Sus labios se destensaron.

      La abuela me abrazó tan fuerte que me dolieron las costillas. Ella siempre me llamaba monstruo. Para ella, no era algo malo.

      4

      P ara ser honesto, me llevó un tiempo entender el apodo que la abuela me había puesto con tanto cariño. En los libros, los monstruos no son adorables. En realidad, los monstruos estaban en el extremo opuesto de todo lo adorable. Me preguntaba por qué me llamaba así. Incluso después de aprender la palabra “paradoja” —la cual significa combinar ideas contradictorias entre sí—, me sentía confundido. ¿El énfasis recaía en “adorable” o en “monstruo”? De todos modos, me dijo que me llamaba así de cariño, por lo que decidí confiar en ella.

      Las lágrimas brotaron de los ojos de mamá cuando la abuela le contó el incidente de la niña de la cinta para el pelo con motivos de Mickey Mouse.

      —Sabía que llegaría este día… Simplemente, no esperaba que fuera tan pronto…

      —¡Oh, déjate de tonterías! ¡Si quieres quejarte, ve a hacerlo a tu habitación y cierra la puerta!

      Eso detuvo el llanto de mamá durante un momento. Miró a la abuela, un poco sorprendida por el súbito arrebato. Entonces, comenzó a llorar aún con más fuerza. La abuela chasqueó la lengua y sacudió su cabeza, dirigió su mirada a una esquina del techo y exhaló un profundo suspiro. Esto sucedía muy a menudo entre ellas.

      Era cierto, mamá había estado preocupada por mí desde hacía mucho tiempo.

      Eso era porque yo siempre fui diferente a los otros niños, incluso desde mi nacimiento, porque:

      Yo no sonreía.

      En primer lugar, mamá había pensado simplemente que mi desarrollo era lento. Pero los libros de crianza de niños decían que un bebé comienza sonreír tres días después de nacer. Ella contó los días: habían pasado casi un centenar.

      Como en un cuento de hadas en el que la princesa sufre una maldición por la cual no puede sonreír jamás, yo ni pestañeaba. Y al igual que un príncipe de una tierra lejana que intenta ganarse el corazón de su amada, mamá probó todo. Ella intentó con aplausos, compró cascabeles de diferentes colores, e incluso practicó bailes tontos con canciones para niños. Cuando se cansaba, salía a la terraza y fumaba, un hábito que apenas había logrado dejar después de saber que estaba embarazada de mí. Una vez vi un video que la abuela grabó en aquel entonces donde mamá se esforzaba con mucho ahínco, y yo simplemente me quedaba mirándola. Mis ojos eran demasiado profundos y serenos para ser los de un niño. Probara lo que probara, mamá no lograba hacerme sonreír.

      El médico dijo que no tenía ningún problema en particular. A excepción de la falta de sonrisas, los resultados de las pruebas mostraban que mi altura, peso y desarrollo conductual eran normales para mi edad. Nuestro pediatra familiar descartó las inquietudes de mamá diciéndole que no se preocupara, porque su bebé estaba creciendo