Won-pyung Sohn

Almendra


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de “amor”. A la hora de dormir, la “alegría” me contemplaba desde la cabecera de la cama. Colocó las palabras aleatoriamente alrededor de la casa, pero, supersticiosamente, mamá se aseguró de que los caracteres negativos, como los de ira, tristeza y odio, estuvieran todos pegados en los muros de los baños. A medida que el tiempo pasaba y, a causa de la humedad del baño, el papel se arrugaba y los caracteres negativos se desvanecían, por lo que la abuela los reescribía cada cierto tiempo. Al final, ella los memorizó y fue capaz de trazarlos con una caligrafía elegante.

      Mamá ideó también un juego de emociones humanas donde sugería una situación y yo tenía que adivinar la emoción relacionada con ella. Funcionaba más o menos así: ¿Cuáles son las emociones correctas cuando alguien te sirve comida deliciosa? Las respuestas eran “felicidad” y “gratitud”. ¿Qué se supone que debes sentir cuando alguien te lastima? La respuesta era “ira”.

      Una vez le pregunté a mamá qué debía sentir cuando alguien me sirviera una comida desagradable, pues podía recordar una ocasión en que mamá criticó un restaurante por su horrible comida. La pregunta la tomó por sorpresa. Se quedó desconcertada durante un buen rato y respondió que, al inicio, podría sentirme “enojado”. Pero después, dependiendo de quién fuera la persona que me servía la comida, podría sentirme también “feliz” y “agradecido” —recordé entonces que a veces la abuela reprendía a mamá y la hacía valorar el mero hecho de tener alimentos en el plato.

      Para cuando mi edad alcanzó los dos dígitos, las ocasiones en las que mamá necesitaba más tiempo para explicarme cómo debía reaccionar o en las que sus respuestas eran vagas se hicieron más frecuentes. Quizá para excluir todas las preguntas adicionales que yo hiciera, ella me decía que simplemente memorizara los conceptos básicos de las emociones principales.

      —No necesitas profundizar en los detalles, céntrate en los conceptos básicos. Por lo menos, eso te ayudará a parecer una “persona normal”, aunque des la impresión de ser frío.

      A decir verdad, no podría haberme importado menos. Ni siquiera era capaz de captar las diferencias sutiles en los matices de las palabras. Tanto si yo era normal como si no, me daba igual.

      10

      Gracias a los esfuerzos persistentes de mamá y a mi entrenamiento diario obligatorio, poco a poco aprendí a arreglármelas en la escuela sin demasiados problemas. Para cuando pasé a cuarto grado, había logrado integrarme, haciendo realidad el sueño de mamá. La mayoría de las veces era suficiente con permanecer en silencio. Había descubierto que si guardaba silencio cuando se esperaba que me enfadara, eso me hacía parecer paciente. Si callaba cuando se suponía que debía reír, me hacía parecer más serio. Y si “aguantaba” los deseos de llorar, eso me hacía parecer fuerte. El silencio era definitivamente valioso, junto con los habituales “gracias” y “lo siento”. Ésas eran las palabras mágicas que me ayudaban a salir adelante en la mayoría de las situaciones complejas. Ésa era la parte fácil. Tan fácil como recibir mil wones y devolver de cambio doscientos.

      La parte difícil era cuando tenía que entregar primero el dinero. Es decir, expresar lo que quería y lo que me agradaba. Resultaba difícil porque, para hacerlo, necesitaba de energía extra. Era como pagar primero cuando no había algo que quisiera comprar y cuando no tenía ni idea de los precios. Me resultaba tan abrumador como intentar levantar grandes olas en un lago sereno.

      Por ejemplo, si miraba por casualidad un pastelillo, que en realidad no me apetecía, debía forzarme a decir: “Qué bien se ve”. Y luego preguntaba con una sonrisa, “¿Podría darme uno?”. O, si alguien tropezaba conmigo o rompía una promesa, yo tenía que decir, “¡Cómo has podido hacerme esto!”. Entonces lloraba y apretaba los puños.

      Ésas eran las tareas más difíciles para mí. Habría preferido no haberme visto envuelto en ellas en absoluto, pero si parecía demasiado tranquilo, como un lago sereno, mamá decía que sería etiquetado como un bicho raro. Ella decía que cada tanto tenía que sacar a relucir ese tipo de emociones.

      —Después de todo, las personas son producto de su educación. Tú puedes hacerlo.

      Mamá decía que hacía todo aquello por mi bien y lo llamaba amor. Pero me parecía que lo estábamos haciendo más por su propio anhelo de no tener un hijo diferente. Amor, de acuerdo con sus acciones, no era más que insistir con ojos llorosos por cada detalle, por la forma en que debía actuar en tal y cual, o en esta y aquella situación. Si eso era amor, hubiera preferido no recibirlo en absoluto. Pero, por supuesto, no lo decía en voz alta. Gracias también a uno de los códigos de conducta de mamá: Demasiada honestidad perjudica a los demás, el cual había memorizado una y otra vez hasta que había quedado adherido a mi cerebro.

      11

      La abuela solía decir que yo estaba más en “la onda” de ella que en la de mamá. En realidad, mamá y la abuela no compartían rasgos físicos o de personalidad. No se parecían en nada, excepto en el hecho de que ambas adoraban el caramelo con sabor a ciruela.

      La abuela decía que, cuando era pequeña, lo primero que mamá había robado en una tienda había sido un caramelo con sabor a ciruela. Justo después de que ella dijera: “Lo primero…”, mamá gritó rápidamente: “¡Y lo último!”.

      —Menos mal que dejó de robar caramelos —la abuela se rio entre dientes.

      Ambas tenían una extraña razón para adorar los caramelos de ciruela. Porque es dulce y sabe a sangre al mismo tiempo. El caramelo era blanco con un brillo misterioso y tenía una franja roja en la superficie. Cuando lo hacían rodar dentro de sus bocas, para ellas era una de sus más íntimas alegrías. La franja roja cortaba sus lenguas al deshacerse primero.

      —Sé que esto suena extraño, pero el gusto salado de la sangre va realmente bien con el dulce —había dicho la abuela, con una bolsa de caramelos de ciruela en sus manos, mientras mamá buscaba un ungüento. Es curioso, pero nunca me aburría con las charlas de la abuela, sin importar cuántas veces la escuchara hacerlo.

      La abuela entró en mi vida de súbito. Antes de que mamá se cansara de vivir por su cuenta y pidiera ayuda, no habían hablado desde hacía casi siete años. Su única razón para cortar los lazos familiares fue por alguien que no era de la familia, quien más tarde se convirtió en mi padre.

      La abuela perdió al abuelo por culpa del cáncer cuando ella estaba embarazada de mamá. Desde entonces en adelante, había dedicado su vida a asegurar que no atormentaran a su hija por ser huérfana de padre. Básicamente, se sacrificó por mamá. Por fortuna, mamá, aunque no de forma excepcional, lo hizo bastante bien en la escuela y consiguió ingresar en una de las mejores universidades femeninas de Seúl. La abuela había trabajado duro todos esos años con el fin de criar a su preciosa niña, para que luego ella lo echara todo a perder por un punk —así es como ella llamaba a papá— que vendía baratijas en un puesto callejero en frente de su universidad. El punk declaró su amor eterno a mamá y le colocó un anillo —posiblemente su baratija menos preciada— en el dedo. La abuela juró que la unión tendría lugar por encima de su cadáver, a lo cual mamá replicó diciendo que el amor no depende sino de dos partes para su aprobación. Mamá recibió una bofetada en la mejilla como resultado.

      —¡Si lo desapruebas tanto, quizá busque embarazarme! —amenazaba mamá. Y exactamente un mes después, ella honró su amenaza.

      —Si tienes al bebé, no me volverás a ver jamás —le dijo la abuela entonces, era un ultimátum. Así que mamá se fue de la casa, transformando la promesa en realidad. Así fue como cortaron sus lazos, o eso es lo que pensaban.

      Yo no conocí a papá. Sólo lo he visto en fotos unas cuantas veces. Cuando aún estaba en el vientre de mi madre, un motociclista alcoholizado se estrelló contra