Won-pyung Sohn

Almendra


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No sentir miedo no significa ser valiente; significa que eres lo suficientemente estúpido para permanecer en pie en la carretera cuando un auto se dirige hacia ti. Mi caso era aún más desafortunado. Además de mi falta de temor, todas mis funciones emocionales estaban limitadas. Lo único positivo, según dijeron los doctores, era que la reducción de mis amígdalas no alteraba el desarrollo de mis aptitudes intelectuales.

      Aconsejaron, pues, que ya que cada persona tiene cerebros diferentes, debíamos ver cómo se desarrollaban las cosas. Algunos de ellos hicieron ofertas más tentadoras diciendo que yo podría tener un papel decisivo en el descubrimiento de los misterios del cerebro. Investigadores de hospitales universitarios propusieron proyectos de investigación a largo plazo sobre mi crecimiento, que serían reseñados en revistas médicas. Habría una generosa compensación a cambio de formar parte de ello, y en función de los resultados de las investigaciones, un área del cerebro podría incluso ser nombrada en mi honor, al igual que las áreas de Broca y Wernicke. El área de Yunjae Seon. Pero los médicos se encontraron con un rechazo frontal de mamá, que ya había llegado a alucinarlos.

      Por un lado, mamá sabía que Broca y Wernicke eran científicos, no pacientes. Había leído todo tipo de libros sobre el cerebro en sus habituales visitas a la biblioteca municipal. A ella tampoco le agradaba que los médicos me vieran más como un espécimen interesante que como un ser humano. Ya desde el principio había perdido la esperanza de que los médicos me curaran. Ella había escrito en su diario: Lo único que harían sería someterlo a experimentos extraños o administrarle medicamentos no certificados, observar sus reacciones y fanfarronear de sus hallazgos en conferencias. Y de esa manera, mamá, así como muchas otras madres exageradas, hizo una declaración de principios que fue a la vez poco convincente y un cliché.

      —Yo sé lo que es mejor para mi hijo.

      En mi último día en el hospital, mamá escupió sobre un arbusto de flores que había enfrente del edificio del hospital y dijo:

      —Estos incompetentes no saben siquiera lo que hay en sus malditos cerebros.

      A veces, ella podía ser muy arrogante.

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      Mamá lo atribuyó al estrés durante el embarazo, o al par de cigarrillos que había fumado en secreto, o a los pocos sorbos de cerveza que no pudo resistir en el último mes antes del alumbramiento, pero para mí era obvio por qué mi cerebro estaba hecho un desastre. Simplemente, mala suerte. La suerte desempeña un papel enorme en la injusticia que existe en el mundo. Incluso más de lo que uno podría esperar.

      Después del incidente de la cinta para el pelo de Mickey Mouse, mamá comenzó a “educarme” en serio. Por encima de su tragedia y desgracia, el hecho de que yo no sintiera mucho, básicamente implicaba serios peligros en el futuro.

      Poco importaba lo mucho que la gente me reprendiera con sus furiosas miradas, no funcionaba. Que me gritaran, chillaran, enarcaran las cejas… Era incapaz de captar que todas esas cosas significaban algo específico, que había una implicación detrás de cada acción. Yo simplemente tomaba las cosas al pie de la letra.

      Mamá escribió un par de frases en papeles de colores y los pegó en un trozo de papel más grande:

      En la parte inferior, decía:

      Nota: para las expresiones, intenta reproducir la expresión que haga la otra persona.

      Todo esto resultaba demasiado para el niño de seis años que yo era entonces. Los ejemplos escritos en papel se hacían más y más numerosos.

      Mientras que otros niños memorizaban las tablas de multiplicar, yo memorizaba estos ejemplos como la cronología de las antiguas dinastías coreanas. Intentaba hacer coincidir cada elemento a la reacción apropiada correspondiente. Mamá me ponía a prueba regularmente. Me comprometí a recordar cada regla “instintiva” que otros niños no tenían problemas en aprender. La abuela chasqueaba la lengua diciendo que memorizar de esta manera era inútil, sin embargo, ella seguía cortando las flechas para pegarlas en el papel. Las flechas eran su trabajo.

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      Durante los años siguientes, mi cabeza creció, pero mis almendras seguían siendo del mismo tamaño. Cuanto más complejas se volvían las relaciones, más variantes encontraba que no quedaban cubiertas por las ecuaciones de mamá, y cuantas más veces ocurría, más me convertía en el blanco de los demás. El primer día del nuevo año escolar, ya había sido etiquetado como el niño raro. Me habían llamado al patio de recreo y se habían burlado de mí en frente de todos. A menudo, los niños me hacían preguntas extrañas, y yo respondía directamente, sin saber cómo mentir o por qué se reían de ellas. Sin querer, enterraba una daga en el corazón de mamá todos los días.

      Pero ella nunca se rindió.

      —Pasa desapercibido. Eso es todo lo que debes hacer.

      Lo cual significaba que no podía permitir que descubrieran que yo era diferente. Si lo hacía, no pasaría desapercibido, por lo tanto, me convertiría en su objetivo. Pero el aprendizaje de reglas tan básicas como “apártate cuando se acerque un auto”, ya no era suficiente. Había llegado el momento de dominar habilidades de actuación excepcionales para ocultar mi anormalidad. Mamá era como una directora teatral y nunca se cansaba de usar su imaginación para inventar situaciones de lo más diversas. Ahora necesitaba intuir los significados reales detrás de las palabras, así como memorizar las respuestas apropiadas y las intenciones implícitas en ellas.

      Por ejemplo, cuando los niños me mostraban sus nuevos juguetes o útiles escolares y me explicaban lo que eran, mamá decía que lo que realmente estaban haciendo era “alardear”.

      Según ella, la respuesta correcta era:

      —Es increíble —lo cual implicaba, “tengo envidia”.

      Cuando alguien me decía cosas positivas, como que yo era guapo o que había hecho un buen trabajo —por supuesto, tuve que memorizar por separado lo que eran estas declaraciones “positivas”—, debía responder con un “gracias”, o un “no es nada”.

      Mamá decía que “gracias” era la respuesta sensata, mientras que “no es nada” era más hábil y desenvuelta, lo cual podría hacerme ver mucho más humilde y genial. Por supuesto, yo siempre elegía las respuestas más básicas.

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