Won-pyung Sohn

Almendra


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me sentía conectado con el olor de los libros viejos. La primera vez que olí su aroma, era como si hubiera encontrado algo que ya conocía. Me gustaba abrir los libros y olerlos cada vez que podía, mientras la abuela me importunaba, preguntándome cuál era el sentido de oler libros mohosos.

      Los libros me llevaban a lugares a los que nunca podría ir de otra manera. Compartían confesiones de personas que no había conocido y vidas que no había presenciado. Las emociones que nunca podría sentir, y los eventos que no había experimentado podría encontrarlos todos en estos volúmenes. Y eran diferentes por naturaleza de los programas de televisión o de las películas.

      Los mundos de las películas, de las telenovelas o de los dibujos animados eran ya tan meticulosos que no había ningún espacio en blanco que yo pudiera llenar. Esas historias en la pantalla existían exactamente como habían sido planeadas y ejecutadas. Por ejemplo, si un libro decía: “Una mujer rubia sentada con las piernas cruzadas en un sofá marrón de una casa hexagonal”, una adaptación visual habría decidido todo lo demás también, desde su tono de piel y expresión hasta incluso la longitud de sus uñas. No me quedaba nada para decidir en ese mundo.

      Pero los libros eran diferentes. Tenían muchos espacios en blanco. Espacios entre palabras e incluso entre líneas. Yo podía exprimir mis sesos allí y sentarme o caminar, o bosquejar mis pensamientos. Daba igual si no tenía ni idea de lo que significaban las palabras. Pasar las páginas era la mitad de la batalla.

      Te amaré.

      Incluso si nunca llego a saber si mi amor será un pecado,

      un veneno o miel, no me detendré en este viaje de amarte.

      Las palabras no me hablaban en absoluto a mí, pero no importaba. Era suficiente que mis ojos se movieran a lo largo de las palabras. Olía los libros, mis ojos trazaban lentamente la silueta y las marcas de cada letra. Para mí, eso era tan sagrado como comer almendras. Una vez que había sentido una letra lo suficiente con mis ojos, la leía en voz alta. Te, amaré. Incluso si, nuncallegoasaber, simiamor, seráun, pecado, unveneno, o-miel, nomedetendré, eneste, viajede, amar-te.

      Mastico las letras, las saboreo y las escupo con mi voz. Lo haría una y otra vez hasta que me las aprendiera todas de memoria. Una vez que repites la misma palabra una y otra vez llega un momento en que su significado se desvanece. Luego, en algún momento, las letras van más allá de las letras, y las palabras van más allá de las palabras. Comienzan a sonar como un idioma desconocido, sin sentido. Es entonces cuando realmente siento que esas palabras incomprensibles como “amor” o “eternidad” comienzan a hablarme. Le conté a mamá este divertido juego.

      —Cualquier cosa pierde su significado si se repite lo suficiente —dijo ella—. Al principio, sientes que la entiendes, pero después, con el paso del tiempo, sientes que el significado cambia y se empaña. Entonces, finalmente, se pierde. Se desvanece completamente.

      Amor, Amor, Amor, Amor, Amor, A, mor, Aaaa, mooor, Amor, AmorA, -morA, -morA.

      Eternidad, Eternidad, Eternidad, Eter, -nidad, Eeeter, -niiidad.

      Ahora los significados se habían marchado. Justo como el interior de mi cabeza, que había sido un tablero en blanco desde el primer día.

      15

      Mamá era popular entre los hombres. Había tenido algunos novios, incluso después de que comenzáramos a vivir con la abuela. Ella decía que la razón por la que los hombres iban detrás de mamá, a pesar de su agresiva personalidad, era porque tenía exactamente el mismo aspecto que la propia abuela cuando era más joven. Mamá hizo un puchero, pero admitió: “Sí, tu abuela era muy bonita”, aunque ninguno podía verificar ese hecho. Yo no tenía tanta curiosidad por sus novios. Su vida amorosa seguía el mismo patrón. Siempre comenzaba con hombres que se acercaban a ella y terminaba siendo ella quien se quedaba enganchada a ellos. La abuela decía que lo que todos querían de mamá era algo informal, mientras que mamá buscaba a un posible padre para mí.

      Mamá era delgada y se maquillaba con un delineador de color castaño que hacía que sus grandes y oscuros ojos redondos parecieran aún más grandes. Su brillante cabello negro le caía a la altura de la cintura, y llevaba los labios siempre pintados de carmín, como los de un vampiro. Yo a veces hojeo sus viejos álbumes de fotos y descubro que tenía el mismo aspecto en sus años de adolescencia que a sus cuarenta. Sus ropas, su peinado, incluso su cara eran exactamente los mismos. Parecía como si no hubiera envejecido ni un poco, salvo porque crecía centímetro a centímetro. A ella no le gustaba que la abuela la llamara podrida mujerzuela, así que yo le di un nuevo apodo: dama incorruptible. Pero ella sólo se quejaba, diciendo que ése tampoco le gustaba.

      La abuela era igualmente lozana. Su pelo gris no se tornaba ni más negro ni más blanco, y tampoco su gran cuerpo ni la cantidad de alcohol que bebía a vasos llenos mostraban signos de menguar con el paso de los años.

      Cada solsticio de invierno subíamos a la azotea, colocábamos una cámara en la barandilla y nos tomábamos una foto de familia. Entre mamá, la Vampiresa Eterna, y la Gigante Abuela, yo era el único que crecía y cambiaba.

      Luego llegó ese año. El año en que sucedió todo. Era invierno. Algunos días antes de la primera nevada del año descubrí algo extraño en la cara de mamá. Al principio pensé que algunas pequeñas hebras de su cabello se le habían pegado al rostro, así que me acerqué a quitárselas. Pero no era su cabello. Eran arrugas. No sabía cuándo habían aparecido. Eran bastante largas y profundas. Ésa fue la primera vez que noté que mamá estaba envejeciendo.

      —Mamá, tú también tienes arrugas.

      Ella me sonrió, lo cual hizo que sus arrugas se acentuaran aún más. Probé a imaginar a mamá envejeciendo, pero no fui capaz. Me resultaba difícil de creer.

      —La única cosa que me queda por hacer ya es envejecer —dijo ella, y su sonrisa desapareció por alguna razón. Se quedó mirando fijamente en la distancia; a continuación, apretó sus ojos cerrados. ¿Qué pensamiento cruzaba su mente? ¿Se imaginaba riendo como una vieja abuela en sus años dorados?

      Pero ella se equivocaba. Al final, resultó que no tendría la oportunidad de envejecer.

      16

      Cuando la abuela fregaba los platos o barría el suelo, tarareaba una melodía al azar, añadiendo su propia letra.

      Maíz en verano, camote en invierno,

      qué deliciosos y dulces están.

      Date prisa antes de que se acaben.

      La abuela solía venderlos a los transeúntes en la terminal de autobuses cuando era más joven. Se sentaba en cuclillas en algún lugar frente a la entrada. El único lujo que la joven abuela podía permitirse era deambular por la terminal después del trabajo. A ella le gustaban especialmente las decoraciones para el Natalicio de Buda y para Navidad. Se colgaban filas de farolillos en forma de flor de loto fuera de la terminal, desde el final de la primavera hasta principios de verano, y los adornos de Navidad en invierno. Era tanto su lugar de trabajo como su tierra de las maravillas. Ella decía que adoraba con locura esos mal hechos farolillos de loto y los falsos árboles de Navidad. De ahí que cuando puso un puesto de tteokbokki con sus ahorros de la venta de camote y maíz al vapor, la primera cosa que hizo fue comprar bonitos farolillos de loto y un árbol de Navidad en miniatura. A ella no le importaban las estaciones. Todo el año colgaban,