se convirtió en un castigo que no permitió mantener el resultado. Cuando Colombia se atrevió a atacar más, su falta de contundencia fue castigada con el triunfo del rival. (Fue lo paradójico de su planteamiento táctico y su propuesta estratégica en el Mundial). Ellos no eran más que nosotros, pero sí muy parecidos y tenían un gran delantero.
“Colombia, elimillada”, un jueguito de palabras que no sabíamos si aprobar o rechazar. Qué duro le dio al país la actuación del veterano Roger Milla, el excompañero de Valderrama en Francia. La gente no habló al día siguiente y muchas personas prefirieron volver al trabajo después de ese sábado. El Mundial ya no era el mismo.
Los buitres agitaron sus alas. Eligieron la presa más apetitosa, apuntaron a la pechuga y le clavaron a René Higuita varios picotazos. Luego siguieron con el resto sin medida ni clemencia, como si nunca hubiéramos ganado un juego, como si no estuviéramos por encima de 120 naciones futbolísticas del mundo.
“Qué vaina”. “Sí, qué vaina”. “Pero Milla es un berraco”. “Sí, ese señor es oro en polvo”. “Lástima que ahora todos le echen la culpa a Higuita”. “Pero, bueno, la tiene, aunque no de la eliminación, sino del gol”. “¿Será que del gol también?”. “A mí más me parece que fue culpa de Perea”. “O de la falta de gol nuestro. ¿Viste qué fácil llegaron al área Redín y el “Pibe” cuando ya nos habían clavado el segundo?”. “Bueno, será para otro Mundial”. “Además Higuita tiene para dos o tres mundiales más”. “Qué vaina”. “Sí, qué vaina”.
De pronto, la cotización en la bolsa de valores de las monas había bajado considerablemente para Colombia y, como país productor, esta devaluación afectaba a los demás. Goycoechea no estaba en el álbum, Schilacci tampoco y Canniggia no daba para tanto. Solamente los alemanes podían sentirse beneficiados con el crack financiero de la 19. Todo por culpa… de nadie, en realidad. Son cosas del fútbol, así esa frase sea tan elástica como la vida misma, como el Mundial mismo. Así al menos lo pensamos ese día. Los análisis quedaron para más tarde. El miércoles 27 de junio regresó la selección al país. En el aeropuerto una multitud aguardaba, paciente, el retorno a casa de sus ídolos. La gente estaba cansada, los jugadores también llegaron cansados y trataron de irse a dormir temprano. Casi ninguno lo consiguió. Los hinchas merodeaban sus casas, atentos a la menor señal de vida. Y esta era la mejor prueba de un fanatismo, de un cariño que el periodismo no pudo contener.
A lo largo de la avenida El Dorado, cientos de hinchas agitaban banderitas y trataban de mirar por las ventanas de los buses a ver si se encontraban con Higuita. Que Milla le había robado el balón. A quién le importaba ahora, si él, el loco, el mago, estaba al frente. Los niños lo querían ver especialmente, pero casi nadie pudo hacerlo. Todo se quedó en buenas intenciones.
En los medios noticiosos se dio algo muy curioso. Los de acá criticaban duramente y los de allá se mostraban muy elogiosos. Alguien, por estos lados, se atrevió a decir que la incursión fue un fracaso. Muchos de los mejores periodistas del mundo definieron a Colombia como la selección que, durante el campeonato, mostró la propuesta táctica más interesante. La gente, pensando más en sus ídolos de carne y hueso, decidió no hacer caso a los de aquí. Fue la mejor decisión.
Para los medios reunidos en Italia, Colombia había presentado una de las tres mejores selecciones del campeonato en cuanto a riqueza técnica. Las otras dos eran Bélgica y Alemania. Y solo esta última avanzaba con paso firme. Sorpresivamente se quedaron las otras, ambas por goles agónicos y por dos verdugos que se enfrentaron a muerte en la siguiente ronda.
Camerún fue considerada la sorpresa del Mundial por su triunfo ante Colombia. De haber ocurrido lo contrario, esa sorpresa seríamos nosotros sin importar lo que sucediera más tarde ni lo que hubiera acontecido con Higuita. De hecho, un arquero tan veterano como Shilton cometió un error peor sin que nadie lo hubiera comprometido.
Alemania, por su parte, llegó a la final con buena parte de su pólvora mojada y con unos rivales que la complicaron a veces, luego del partido con Colombia. Fue en este duelo, que tanto hizo vibrar al país, que Alemania mostró sus debilidades, o, mejor, que Colombia las supo develar. Al final, terminaría siendo campeón ante un pobre pero astuto elenco argentino. Beckenbauer diría más tarde que nunca sufrió tanto como en los últimos minutos del partido con Colombia. 30 millones de personas, al otro lado del Atlántico, estaban seguras de que “El Kaiser” decía toda la verdad y nada más que la verdad.
Más allá del resultado obtenido, de los errores cometidos, Colombia le demostró al mundo y, lo que es más importante, se demostró a sí misma que “sí puede”. Ya existe un estilo propio. Gracias a Maturana, Marroquín, Castaño y demás técnicos de esta generación, Colombia ha logrado construir su propio camino y ha conseguido consolidar una escuela de verdadera importancia mundial.
Esta historia aún no termina. Ojalá que el proceso Marroquín-Maturana sea apenas el primer capítulo de una gran novela y no un relato corto que se quedó ahí por falta de continuidad, de fe y de confianza en el fútbol colombiano.
La nación bajo un uniforme: la selección Colombia, 1985-2001 *
Andrés Dávila Ladrón de Guevara y Catalina Londoño
Notas
* Publicado originalmente como Dávila A. y Londoño, C. (2001). La nación bajo un uniforme: la selección Colombia 1958-2001 (II). En I. Bolívar, G. Ferro y A. Dávila. (comps.), Belleza, fútbol y religiosidad popular (pp. 85-118). Bogotá: Ministerio de Cultura. El autor agradece a Catalina Londoño, coautora de este capítulo, su permiso para incluirlo en el presente libro.
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