Bram Stoker

Drácula y otros relatos de terror


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llamaba «paprika hendl» y era muy típico en toda la región de los Cárpatos, pues se trataba de un plato nacional. Estas fueron mis primeras experiencias para comprobar la poca utilidad de mi chapurreo del alemán; aunque, no sé qué habría hecho sin él.

      Aprovechando cierto descanso, en una de mis visitas a Londres, me acerqué a la Biblioteca del Museo Británico para así poder estudiar algunos libros y mapas de Transilvania. Si aceptaba la invitación de un noble de aquel país, debía conocer aquel territorio al dedillo. Pude, al fin, localizar el distrito que él me había mencionado, en el extremo más oriental del país. Limitaba con tres provincias: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en medio de los Cárpatos, en una de las regiones más salvajes y menos conocidas de la vieja Europa. Sin embargo no hallé ningún mapa donde apareciera el lugar exacto del castillo de Drácula, pero pude comprobar que Bistritz, de la que tanto me habló, era una ciudad conocida. Si mis apuntes tienen equivocaciones, Transilvania cuenta con cuatro nacionalidades diferentes: los sajones, en el sur, mezclados con los válacos; los magiares en el oeste, y los szekler en el este y norte del país. Con estos últimos tendré que relacionarme durante mi estancia allí. Dicen ser descendientes de Atila y los hunos. En esta región uno puede encontrar gran cantidad de supersticiones, además muy curiosas. (Nota: Pedir al conde que me cuente algunas de ellas.)

      He pasado una noche bastante desagradable, a pesar de que la cama era muy confortable y cómoda; pero he tenido unos sueños muy estrafalarios. A lo largo de la noche un perro no paró de ladrar bajo mi ventana. Podría ser lo que me provocó esas espantosas pesadillas; o quizá la causa fue el «paprika», que hizo que me bebiera una botella de agua entera, que como gentileza, alguien había puesto junto a la cabecera de mi cama. Un acompasado golpeteo en la puerta me despertó. Después de largas horas en vela, al fin había conciliado un sueño ligero. Para desayunar, más paprika y una especie de puré de harina de maíz, llamada mamaliga, y berenjenas rellenas de carne, un plato suculento al que llaman impletata. (Nota: Solicitar también esta receta.). Acabé de desayunar con prisas, pues mi tren partía antes de las ocho. Después, me di cuenta de lo inútiles que habían sido mis nervios, pues llegué a la estación a las 7,30 y hasta que el tren no se puso en marcha, estuve aguardando, sentado en el compartimento, más de una hora.

      Durante el viaje disfruté de paisajes de una belleza insólita: pueblos con castillos, que parecían estar colgados de cumbres de agrestes cimas, como si de una postal antigua se tratara; otras veces el tren pasaba junto a ríos y manantiales que, desde los anchos cauces de piedra, daban la impresión de haber sido alguna vez culpables de alguna que otra catastrófica inundación. Encontrábamos grupos de gente en cada estación; a veces se trataba de grupos vestidos con muy variados y vistosos atuendos. En algo me recuerdan a nuestros campesinos y también a los que pude ver al pasar por Francia y Alemania; pero estos eran aún más pintorescos. En cuanto a las mujeres del lugar, si uno las contemplaba en la distancia desde el tren, parecían atractivas; sin embargo, cuando te acercabas se veían torpes y exageradamente anchas de cintura. Cubrían sus cuerpos con ampollas y blancas mangas de muy diversas formas; solían llevar la gran mayoría cinturones enormes, con algo que colgaba, cosa que hacía pensar en los tutús de las bailarinas. Los eslovacos, me parecieron, con diferencia, los personajes más curiosos, los más bárbaros, con sucios sombreros de vaquero, anchos pantalones, camisas de lino blanco y cinturones de cuero con clavos de latón incrustados. Calzaban botas altísimas por encima de sus pantalones, y se dejaban crecer el pelo y mostraban bigotes inmensos. A simple vista podrían parecer una cuadrilla de bandidos orientales; tópico falso, pues después me enteré de que son inofensivos e incluso de carácter nada pendenciero.

      Llegamos a Bistritz. Me pareció un lugar añejo e interesante. Con anterioridad ya había recibido indicaciones del conde Drácula de dirigirme al hotel Corona de Oro. Al comprobar que se trataba de un lugar típico me puse alegre, pues ya desde el principio anhelaba encontrarme en el corazón de lo más tradicional y folclórico del país. Todo aquello me estaba esperando. Una anciana de rostro alegre me franqueó la puerta. Parecía una campesina por la manera como iba vestida. Cuando me acerqué a ella me dijo, mientras me hacía una reverencia:

      —¿Es usted el Herr inglés?

      —Sí —contesté—. Harker, Jonathan Harker.

      La anciana sonrió y entregó un mensaje a un hombre entrado en años que estaba allí sentado en mangas de camisa. Este se incorporó y regresó con una carta en la mano:

      Amigo mío:

      Bienvenido a los Cárpatos. Estoy impaciente por verle. Deseo que esta sea una buena noche para usted. Tiene reservado un pasaje en la diligencia que parte mañana a las tres, con dirección a Bucovina. Mi carruaje le estará esperando en el Paso de Borgo. Espero que haya tenido un feliz viaje desde Londres y que disfrute durante su estancia en mi hermoso país.

      Un amigo,

      Drácula

      4 de mayo.— Supe que mi hotelero había recibido una carta del conde, en la que le encargaba comprar el mejor asiento de la diligencia. Se mostró terco, haciendo ver que no me entendía cuando le pregunté algunos detalles más. Él y su esposa, la anciana de la puerta, se miraron con temor. El hombre dijo que había dinero en el sobre, y que nada más sabía de aquel asunto. Le pregunté acerca del conde y de su castillo, y entonces, para mi sorpresa, los dos viejos se santiguaron, luego a duras penas abrieron la boca para decir que no tenían ni idea de todo aquello. Se negaron en redondo a hablar más del tema. Quedaba poco para mi partida y no pregunté más. Tenía el presentimiento de estar sumergiéndome en un mundo misterioso y algo peligroso.

      La anciana, unas horas antes de mi marcha, subió a mi alcoba y me dijo de forma bastante histérica:

      —¿Es necesario que vaya? ¿Tiene que ir allí?

      La mujer padecía un ataque de ansiedad. Sin darse cuenta, mezclaba el alemán con otro idioma que yo desconocía por completo. Al responderle que mi partida era inminente, ya que se trataba de un negocio de suma importancia, volvió a preguntarme:

      —¿Sabe usted a qué día estamos?

      —A 4 de mayo.

      Ella movió la cabeza y volvió a indicarme:

      —¡Oh, sí claro! Pero ¿qué noche es hoy?

      —¿Qué quiere usted decirme?

      —Hoy es la víspera de San Jorge. ¿No sabe usted que esta noche, cuando las campanas tocan las doce, todos los malos espíritus de este mundo aparecen y alcanzan su máximo dominio? ¿Sabe usted bien dónde va y qué va a hacer allí?

      Me dio tanta pena que intenté animarla; cosa que empeoró la situación: se arrodilló ante mí y empezó a suplicarme que me quedara; o por lo menos, que atrasara mi marcha unos cuantos días. Aunque las reacciones de la mujer me parecían absurdas y exageradas, consiguió que me sintiera algo intranquilo. Intenté ponerla en pie, diciéndole que le estaba muy agradecido pero que era mi deber y debía partir sin más tardanza. La anciana se levantó secando las lágrimas de sus mejillas. Se quitó un colgante que llevaba en forma de crucifijo y me lo ofreció. Estaba confuso. Soy miembro de la Iglesia anglicana; y siempre me han enseñado que estas cosas son idolatrías. Sin embargo habría sido una falta de tacto grave el rehusar tal presente. La anciana me lo ofrecía con su mejor intención. Me colocó el rosario alrededor de mi cuello, presintiendo las dudas que me surgían.

      —¡Acéptelo por el amor de su madre! —exclamó.

      A continuación salió de mi habitación.

      Estoy comprobando que el estado de mis nervios no es el normal; mientras espero la diligencia, que como de costumbre llega con retraso, conservo en mi cuello el amuleto de la anciana, quizá se deba a sus temores o a las muchas leyendas fantasmagóricas que pesan sobre este país. Si este diario llegara a manos de Mina antes de verla yo en persona, que al menos mis palabras le lleven un adiós. ¡Ahí llega la diligencia!

      5 de mayo. El castillo.— El gris de la mañana se ha disipado y el sol parece mellado a causa de los árboles