la oscuridad de la noche. A continuación cogió unas cuantas piedras empezó a hacer con ellas un dibujo extraño sobre la hierba. Entonces, vi algo muy raro, pues llegué a pensar que se trató de un efecto óptico: el cochero se interpuso entre la llama y yo, y sin embargo no me tapó la visión; yo seguí viendo el fantasmal parpadeo de la luz. Descubrimiento que sin duda me sobresaltó, pero como el efecto fue momentáneo quise creer que había sido engañado por mis ojos, que se esforzaban por ver algo en medio de aquellas tinieblas. Después, la llama azul desapareció y nosotros seguimos el camino a gran velocidad, con un coro de aullidos que nos seguía a todas partes.
Por último el cochero bajó de la calesa, pero en esta ocasión fue más lejos que las otras veces. Los caballos, durante su ausencia, temblaban más que nunca, la forma en que resoplaban y relinchaban denotaba espanto. Fue entonces, cuando por entre las negras nubes, brotó la luna detrás de la dentada cresta de un peñasco de pinos. Y con su luz, contemplé aterrado que a nuestro alrededor había un grupo de lobos formando un círculo; estos tenían blancos dientes, provistos de rojas y colgantes lenguas, y de cuerpos peludos, vigorosos y robustos. En medio de aquel tétrico silencio, resultaban cien veces más terribles que cuando solo oía sus aullidos.
Yo sentí que mi cuerpo quedaba paralizado por el pánico. Un hombre debe encontrarse cara a cara con horrores así, para llegar a comprender la importancia que tiene realmente.
De pronto, los aullidos de los lobos se iniciaron de nuevo, era como si la luna les influyera de algún modo. Los caballos, encabritados, saltaban sin ton ni son, mirando con desespero a su alrededor deseando escapar muy lejos de aquel horrible lugar, pero por desgracia se vieron acorralados por ese viviente círculo de terror que no les permitió siquiera dar un paso hacia adelante ni hacia atrás. Desde la calesa, llamé a gritos al cochero para que regresara, pues creía que nuestra única posibilidad de salvación era romper aquel cerco de lobos. Chillé y golpeé sobre el carruaje, esperando inútilmente que con el ruido asustaría a los lobos que tenía más cerca, y así al cochero le sería más fácil subir al pescante. Escuché la voz de aquel extraño personaje. El acento era imperioso. No sé cómo lo logró, pero cuando giré la vista, pude verle en la carretera agitando sus larguísimos brazos, como si apartara a su paso obstáculos invisibles; los lobos retrocedían más y más. En ese preciso momento, una inmensa y densa nube eclipsó la luna y nuevamente la oscuridad nos hizo sus víctimas.
Una vez que mis ojos se acostumbraron a esta, vi al cochero subir a la calesa y para mi sorpresa, los lobos habían desaparecido. Todo aquello resultaba tan extraño y sobrenatural para mí que caí en un profundo estado de terror tal, que no podía siquiera moverme. Aquel momento parecía tener la capacidad de no tener fin. Proseguimos el camino de forma veloz, y en la oscuridad más absoluta, pues gracias a aquellas nubes móviles la luna quedaba oculta por entero. De pronto, me di cuenta que el cochero paraba los caballos en el centro del patio de un gran castillo en ruinas, de cuyos altos y ennegrecidos ventanales no salía ni un solo rayo de luz, y contrastadas con el cielo color de luna, se veían claramente sus semiderruidas y dentadas almenas.
Capítulo II
Diario de Jonathan Harker
(Continuación)
5 de mayo.— Creo que me dormí, pues de haber estado despierto me habría enterado al llegar a un lugar como este.
Sin luz, el patio parecía que tuviera inmensas dimensiones. Parecía mayor de lo que era en realidad, a causa de que de él partían muchos pasadizos oscuros que se vislumbraban a través de unas grandes bóvedas.
Cuando la calesa se paró por completo, el cochero dio un salto y me ayudó a bajar. Volví a sentir su fuerza poderosa sobre mi brazo, tanto, que tenía la sensación de que cualquier ligero movimiento por mi parte podía significar una lesión grave para mis dedos. Seguidamente sacó mis maletas y las colocó de forma ordenada en el suelo. Yo me encontraba frente a una gran puerta vieja, con grandes clavos de hierro incrustados, y encajada en un umbral saliente de piedra maciza. El cochero subió al pescante y sacudió las riendas; los caballos se pusieron en marcha y aquella misteriosa calesa se esfumó por una de aquellas lúgubres aberturas.
Permanecí en silencio donde estaba, sin saber qué hacer. No había ninguna señal de aldaba o de timbre en aquella inmensa puerta, y a juzgar por el grosor de esta, no era probable que mi voz hubiese sido capaz de atravesarla. Durante aquellos instantes interminables, grandes dudas y temores empezaron a asaltarme. ¿Dónde estaba y con qué clase de gentes me iba a encontrar? ¿Qué truculenta aventura tendría que vivir? ¿Es que era este un incidente normal para un pasante de abogado enviado para explicar cómo adquirir una finca en Londres a un extranjero? ¡He dicho pasante! A Mina no le habría gustado. Abogado está mejor, pues según creo, mi examen fue un éxito. Empecé a frotarme los ojos y a pellizcarme por si estaba soñando, sin embargo mi carne respondió al dolor; así que no podía engañarme por más tiempo. Todo aquello era muy real.
Me hallaba en los Cárpatos, y muy despierto. Ahora únicamente debía tener calma y aguardar la luz del nuevo día.
Justo al llegar a tal conclusión, escuché fuertes pisadas, cada vez más cercanas. A través de las rendijas de la puerta vi una luz que se aproximaba. Después oí un ruido de cadenas y pesados cerrojos que se descorrían. Una llave giró en la cerradura con chirriar muy agudo propio de no haber sido utilizada; finalmente, la enorme puerta se abrió.
Un anciano de una altura considerable apareció ante mí. Tenía un bigote largo y blanco, vestía de riguroso negro, en su mano derecha llevaba un candelabro de plata, donde las velas ardían sin protección alguna. Este creaba largas y temblorosas sombras debido a los pequeños puntos de fuego que oscilaban a causa de las corrientes de aire. El anciano con un gesto cortesano me invitó a pasar, y aunque tenía un acento sui generis, me saludó con un perfecto inglés:
—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!
Este fue todo su recibimiento. Se quedó totalmente quieto bajo el dintel de la puerta como si fuera una estatua de piedra. Sin embargo, en cuanto hube atravesado el umbral, avanzó impetuosamente hacia mí para darme la mano. Me la estrechó con tal fuerza que me estremecí de dolor y tuve que retroceder, más que por el apretón por la sensación que tuve yo al estrechar aquella mano tan fría, que se parecía más a la de un muerto que a la de un vivo.
—Sea bienvenido —repitió—. Entre con libertad. ¡Y deje aquí un poco de la dicha que lleva a cuestas!
Aquel fortísimo apretón de manos me recordó tanto al que me dio el cochero, que por unos momentos dudé si no se trataba de la misma persona. Así que para estar completamente seguro, le pregunté:
—¿El conde Drácula?
Asintió con un gesto de cabeza, y respondió:
—Sí, yo soy Drácula y le doy la bienvenida a mi casa, señor Harker. Entre, por favor. El aire de la noche es gélido y creo que deseará reponer fuerzas y después querrá gozar de un merecido descanso.
Mientras me hablaba colocó la lámpara en una repisa que había en la pared, se dirigió en busca de mis maletas, y antes de que yo pudiera adelantarme, él ya las había traído. Protesté, pero él insistió:
—Nada que discutir, caballero; usted es mi huésped. Es tarde y la gente del servicio ya se ha retirado a descansar. No se preocupe, usted tendrá la atención que se merece; yo me hago cargo de todo.
Finalmente cogió mi equipaje. Atravesamos un interminable corredor, después subimos por una preciosa escalera de caracol, de nuevo, otro corredor, cuyo suelo de piedra hacía que nuestras pisadas resonaran con fuerza.
Al final del pasillo, Drácula abrió de par en par una pesada puerta, y me alegré al cerciorarme de que era una habitación con mucha luz, en la cual había