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Mujeres que escriben


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un local donde vendía discos de vinilos, fue músico y muchas cosas más. Él inventó en este país la primera máquina para jugar en forma masiva la Polla Gol. Mi padre era un genio, un inventor, un soñador sin límites.

      Amaba la música. De adolescente, en lugar de salir los fines de semana con sus amigos, se quedaba en casa escuchando óperas, más adelante, ya de adulto formó su grupo musical en Iquique con sus amigos de siempre: se llamaban Los Bingos. Aún tengo sus vinilos, son mi tesoro. Jamás olvidaré esas tardes, juntos en el living de la casa, él con su guitarra en las manos y yo sentada en el suelo, sobre la alfombra, tratando de seguir sus melodías. Me miraba fijamente, con sus grandes ojos color esmeralda y sus infinitas arrugas.

      De su primer matrimonio, nacieron Ricardo y María Eugenia. Yo la adoraba a ella, pero era una relación muy particular porque teníamos mucha diferencia de edad. Cuando llegaban de visita a casa, yo les decía: “¡Hola tíos!”. “¡Como que tía, soy tu hermana!”, me respondía ella. Más adelante, mi hermano Ricardo ayudaría a mi padre a terminar sus estudios. Del segundo matrimonio nació mi hermano Carlos, él era más cercano. Vivió un tiempo con nosotros, pero fue muy difícil educarlo, porque mi hermano en reiteradas ocasiones abandonaba sus estudios. Eso siempre fue una preocupación para mi padre, finalmente, terminaron trabajando juntos. Siempre recordaré las travesuras de mi hermano. Su segunda esposa estudió enfermería y tenía una compañera que se llamaba Vicky: mi tía. Así se conocieron, ella le presentó a mi madre. Cuando yo nací, mi padre ya tenía 52 años, pero la historia familiar, no termina ahí: luego de 4 años nació mi hermana Claudia. Ojalá yo tenga su misma vitalidad a esa edad, ojalá mantenga esa ilusión, de un mañana sin preocupaciones, siempre en el presente, siempre con una sonrisa bonachona.

      Cuando ingresé a la Universidad mis padres se separaron: la relación no daba para más y me costó muchísimo asumirlo. Como si no fuera suficiente en ese mismo periodo, la Empresa de mi padre quebró y nos embargaron la casa. Durante un largo tiempo, vivimos sin electrodomésticos, ¿se imaginan una vida así? Lo cotidiano se hace difícil, el día a día, ya no es tan simple. Sin embargo, nunca experimenté rabia ni lo culpé por todo lo ocurrido. Al contrario, me daba una pena profunda ver a mi padre luego de años de sacrificios, buenos momentos y entrega incondicional, ¡salía por la puerta de mi casa sin nada! No tenía dónde ir, estaba solo.

      Estuvo un tiempo viviendo con sus hermanos Olga y Alfredo, pero era una vida vacía, el panorama consistía en sentarse en la cama con un cigarrillo a ver televisión. Ése no era mi padre. Al poco tiempo se fue a vivir a Iquique a encontrarse con sus amigos de juventud. Se las arregló para entrar a trabajar a la Municipalidad y por esas casualidades mágicas de la vida, la empresa donde yo trabajaba se adjudicó la construcción de la Tienda Paris de Iquique. Así sin planificarlo y después de 7 años, volvimos a estar juntos: fue nuestro reencuentro, fueron meses donde compartimos los tres, mi padre, yo y Ricardo, mi marido. Mi vida era perfecta entonces, me gustaba cocinar para él, disfrutaba de su compañía, y recién ahí dimensioné sus días de soledad en el norte. ¿Cuántas veces necesitó de nuestra ayuda y no estuvimos? Pero él no se quejaba, eso no estaba en su esencia. Terminado el proyecto nos fuimos a trabajar a Valdivia, mi padre tuvo que dejar el departamento que arrendábamos porque quedó sin trabajo y fue acogido por una de sus amigas en su casa, en una población en Alto Hospicio. Pero él era feliz, solo necesitaba un poco de compañía.

      Mi padre sufría de diabetes, tenía muy comprometido su tobillo y lo trasladamos a Santiago para su cirugía. No se quiso quedar en Santiago para su recuperación y retornó a Iquique. Con el paso del tiempo, descuidó su medicación y su segunda cirugía fue muy invasiva. Producto de ello sufrió un infarto. Estuvo en riesgo vital y fueron días de angustia, pero a sus 82 años se recuperó y lo dieron de alta. A las pocas semanas tuvo una descompensación y no salió mas de ese Hospital. Desperté ese día sábado a las 5 AM, me volví a dormir y a los pocos minutos recibí una llamada de mi hermano mayor que decía: “El papá se ha ido”. Aún lo extraño, aún me duele su partida, pero está anclado en mi corazón, en cada uno de los recuerdos que atesoro en mi alma.

      Mi nombre es Carla, como mi padre, Carlos.

      Domo Arigato

       Por Alicia Bilbao

      Mi mamá, Simona, se miraba frente al espejo, mientras se probaba su sencillo pero hermoso vestido de novia de color nácar y mangas amplias que llegaban hasta los tres cuartos de sus brazos delgados. Era largo, ajustado al cuerpo, elaborado con una delicada y suave tela parecida a la seda, confeccionado por mi abuela, que también se llama Simona, costurera de oficio. Parecía que llevaba un fino camisón de dormir sobre su figura pequeña que la hacía lucir muy elegante. El color del vestido contrastaba con su tez morena. Una flor confeccionada con la misma tela adornaba su cabello liso, lacio, largo, de color negro azabache.

      Mi abuela estaba sentada junto a ella, con su cajita de alfileres, para hacer los últimos ajustes al vestido.

      – Hija, si no quieres, no te cases, no es tu obligación, aún estás a tiempo de arrepentirte – le decía ella.

      – Me casaré mañana, mamá, pase lo que pase.

      – Esta siempre será tu casa, te queremos. Tu papá no quiere que te vayas, tus hermanos tampoco.

      – Ya está todo listo mamá, todo arreglado. Bernardo me espera, me casaré.

      Aunque contestó con tono seguro, en su interior mi mamá sabía que a partir del día siguiente su futuro era incierto. La duda se apoderó de ella, pero decidió seguir adelante. Su vida cambiaría del cielo a la tierra, literalmente, su mundo quedaría “patas para arriba”. Luego de casarse por la iglesia, partiría en un vuelo directo al otro lado del mundo, a Japón. No iba de luna de miel, sino a encontrarse con el novio para vivir allí por tres años, mientras él estudiaba para obtener su máster en Ingeniería Química. La Universidad donde se habían conocido mientras él era su profesor ayudante en el Laboratorio de Operaciones Unitarias lo había becado para que obtuviera su postgrado.

      Para emprender esta valiente aventura, Simona renunciaba por tres años a su familia, amigos, su barrio del paradero veintiuno de la Gran Avenida y a sus estudios universitarios que ya habría finalizado si no hubiera sido por una profesora amargada que se ensañó con ella y que se empecinó en hacerla repetir el curso. Al tercer intento, Simona se dio por vencida, autoconvenciéndose de que no tenía pasta de científica y decidió abandonar la carrera de Bioquímica, aunque era brillante a juicio de la mayoría de sus profesores y compañeros. Excepto, claro, por la profesora de Genética Molecular de Eucariontes.

      Esa noche, Simona no pegó un ojo, invadida por una mezcla de ansiedad, felicidad, miedo y angustia.

      “Me casaré”, se dijo. “¿No es eso lo que todas las mujeres queremos?”.

      A la mañana siguiente, José, mi abuelito, comerciante, padre cariñoso, pero con episodios violentos a causa de su alcoholismo, tocó la puerta del dormitorio de mi mamá.

      “¿Estás lista hija? Debemos irnos”.

      Partieron en auto hacia la iglesia del colegio San Marcos de Macul mi mamá, sus padres y sus dos sobreprotectores hermanos, Osvaldo y Camilo. Mi abuelito José salió primero del auto para ayudar a bajar a la novia, que en ese momento sollozaba desconsolada. Una vez de pie en la entrada de la iglesia, colgada del brazo de su padre, Simona divisó el altar y al cura que la casaría ante los ojos de Dios y la liberaría del pecado del concubinato. Vio a su madre, parada a su derecha, y al otro lado, a sus futuros suegros. María Gregoria era una señora elegante, amistosa, pero un poco arribista. La típica suegra “Nuera lo que yo quería para mi hijo”. A su lado estaba su marido Bernardo, contador de profesión, católico dogmático, tal como educó a su hijo. Como el novio estaba ausente en esta bizarra ceremonia, él, mi abuelo Bernardo, haría de “novio”.

      Caminando por el pasillo del brazo de su papá, mi mamá, la hermosa y joven novia, lloraba. No de emoción ni alegría, sino de pena, de profunda pena. Al llegar al altar, mi madre se ubicó en medio de sus padres, y los padres