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Mujeres que escriben


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debe saber”.

      Y así, durmiendo con un ojo abierto y uno cerrado durante dos meses, llegó el 11 de marzo. Ese día lo veía la oncóloga y ahí estaba mi viejo, sentado con dos de sus hijos a cada lado. Supongo que sospechó que algo pasaba porque nunca habíamos estado los cuatro con él en una visita al médico. Entramos mi hermana y yo para acompañarlo en la consulta. Habíamos hablado antes con la enfermera, que es la hermana de un buen amigo mío, y le pedimos que le explicaran con claridad cuál era su diagnóstico.

      Una vez en la consulta, la doctora revisó la carpeta con exámenes y empezó a hablar del famoso carcinoma. La enfermera la interrumpió y le dijo que el paciente (mi viejito amado) necesitaba saber claramente qué era lo que tenía, así que la doctora, entendiendo el mensaje, le dijo: “Don José, usted tiene cáncer”. La expresión y el color que tomó la cara de mi papá eran indescriptibles. Se quedó en silencio unos segundos y dijo: “Pero con los remedios que usted me va a dar, yo me voy a sanar, ¿cierto?”

      – No. Nosotros solo le vamos a ayudar a manejar el dolor.

      Mi hermana y yo rompimos en llanto y ya no escuché nada más. Era una mezcla de rabia, impotencia y la más absoluta desolación. El rostro de mi viejo estaba desencajado y en un minuto había envejecido 20 años. Luego de eso, me encontré escuchando indicaciones de dosis de medicamentos y rutinas de alimentación.

      Cuando salí de la consulta, lo vi rodeado por mis hermanos. Todos lo abrazaban.

      Desde ese día, mi viejito empezó a apagarse rápido. Creo que se rindió en el instante en que la doctora dijo “no”. Vicente vivía únicamente para agradarlo: recogía las hojas del patio, lo tomaba de la mano y lo llevaba a la ventana para que viera que él mantenía las cosas en orden. Cuando íbamos al supermercado, se aseguraba de llevarle algún queso de esos fuertes que a ambos le gustaban tanto. De hecho, eso fue lo último que comió: una galletita con queso azul. Solamente por hacer feliz a su nieto, estoy segura.

      Viajamos a Santiago porque creímos que era prudente hacer acto de presencia en el colegio, pero mi hermana me llamó a los pocos días de haber llegado. Tenía que volver porque mi papá agonizaba, según le había informado la enfermera. Volví sola. Pasé buena parte del miércoles 16 de abril en el hospital, hablando con el personal médico, pidiendo instrucciones para cuando llegara el momento y recogiendo suministros para enfrentar el fin de semana santo. Me fui a la casa con un gran cargamento de suero, bajadas, jeringas y morfina. Mi hermana y yo pasamos la noche velando su sueño, que estuvo cargado de quejidos y alucinaciones en las que nos protegía a ambas de algo que sólo él veía.

      El jueves no me separé de él. Tomaba sus manos tibias como tratando de guardar su calor y le susurraba al oído que se fuera tranquilo, que había hecho todo bien y que todos éramos felices gracias a él. No pensé que sería capaz de desprenderme de mi egoísmo y pedirle que se fuera, pero ahí estaba, despidiéndome de mi héroe.

      En la noche, le dije a mi hermana que durmiera un poco. Increíblemente yo no me sentía cansada, pero sí tenía mucho frío así que después de la dosis de morfina de las 2:00 am fui a recostarme un rato. Desperté sobresaltada a las 4:00 y fui a verlo; su corazón se había detenido para siempre la madrugada del Viernes Santo. En ese instante, no sentí pena. No sé bien lo que sentí. Ahora que lo pienso creo que no sabía ni dónde estaba.

      Mi mamá nos ordenó vestirlo y empezamos a avisar a mis hermanos y familiares más cercanos. Mi hermano y yo hicimos los trámites en el hospital y la funeraria. A las 6 y media de la mañana estaba escogiendo la urna de mi padre. Lo recuerdo ahora y aún me cuesta creerlo. Siempre que me imaginé en esa situación, yo figuraba llorando, incapaz de abrir los ojos y aceptar la realidad.

      Al velatorio y funeral asistieron cientos de personas. Todas con un sentimiento genuino de tristeza. Nadie fue por cumplir, lo sé. Era como si se hubiera ido el patriarca de la comunidad y creo que así era.

      Después del funeral me desplomé al fin. Mi cuerpo dejó de responder y terminé tomando medicamentos. Aun hoy, tres años después, no he terminado de levantarme y lo extraño y lo necesito como el primer día. Estoy segura de que este vacío debe ser parte de la definición de la palabra huérfano.

      Resiliencia

       Por Jocelyn France

      Mis padres son del sur, crecieron en la novena región, en el campo, en territorio indígena, aunque ellos no lo eran. Crecieron bebiendo agua de vertiente, alimentándose de las verduras de la huerta, el pan del trigo que la familia cosechaba y la carne de los animales que criaban. Suena lindo y muy orgánico, pero en el campo no existía la electricidad, ni almacenes cercanos donde comprar lo que faltaba. Los hijos eran mano de obra, la mujer había nacido para cocinar y criar a los niños que nacían sin pausa. Mi abuela tuvo 11 hijos, algunos murieron en el parto o al poco tiempo de vida. Aunque la partera y mi abuela hacía un buen trabajo, a veces no era suficiente. Mi mamá fue la segunda hija, por lo tanto, creció cuidando a sus hermanos y haciendo labores del hogar y del campo. Iba a la escuela y era la mejor del curso. Su nombre es Sucy.

      Varios cerros más arriba estaba la familia de mi padre, de apellido France. La historia dice que llegaron arrancando en barco de la Segunda Guerra Mundial: atracaron en el puerto de Talcahuano desde Europa. Mi abuelo paterno era inquilino: trabajaba en un fundo a cambio de tener el derecho de vivir dentro de un pedazo de tierra y vivir de lo que cosechaba allí. Mi abuela paterna murió cuando mi papá tenía 8 años, eran 6 hermanos y no iban a la escuela, solo ayudaban en la casa y en las labores del fundo. Mi papá creció trabajando en el campo, por eso ahora hace todo lo que se proponga. Nunca recibió cariño, no sabe lo que es eso, su nombre es Alfredo.

      Un día un amigo de la familia visitó la casa de campo de mi mamá en vacaciones desde Santiago y le dijo a mi abuelo que quería traerse a su hija favorita a la capital para que estudiara ya que veía que era muy inteligente y que le iba bien en el colegio. Con mucha pena, todos aceptaron y mi mamá se vino con 14 años a Santiago con la esperanza de las oportunidades que la educación y la ciudad le podían ofrecer. Pasó el tiempo y este amigo de la familia, nunca llevó a mi mamá a la escuela: la tenía encerrada en la casa, de nana, haciendo todas las cosas. Mi mamá era muy joven para escapar de esta realidad y con esfuerzo sabía leer y escribir. Pasaron los años hasta que pudo salir a trabajar, igual de nana, pero al menos por un sueldo.

      Cuando se vino a Santiago ya pololeaba con mi papá, aunque nunca se habían dado un beso. Pololearon por carta hasta que un día mi mamá juntó el dinero suficiente para ir al campo y traerse a mi papá con ella hasta Santiago. Se casaron. A los 25 años mi mamá me tuvo a mí y entonces dejó de trabajar. Mi papá era el sostén del hogar, trabajaba de operario en Anasac, arrendaban una pieza hasta que mi mamá consiguió un subsidio habitacional. Cuando llegó al SERVIU en el año 85, había una larga fila. Mi mamá llegó aún de noche y se encontró con un familiar muy lejano que le cedió su lugar: así conseguimos la casa propia en La Cisterna, donde crecimos mis tres hermanos y yo.

      Tuvimos una vida muy precaria, vivimos la falta de oportunidades y de educación en carne propia. Aunque nunca pasamos hambre ni frío, y teníamos vacaciones todos los años en el sur, nuestra vida fue muy humilde. Recuerdo haber pasado un día del niño en el mall Parque Arauco porque mi papá era guardia de seguridad de una tienda, y así podíamos jugar con los juguetes en exhibición sin que el guardia nos lo impidiera.

      Pasaron los años y crecí. A los 18 tras salir de un colegio comercial como contador tuve la oportunidad de trabajar en un banco donde me quedé por cinco años mientras estudiaba psicología en vespertino. Me titulé y hoy trabajo como profesional. Soy resiliente por naturaleza como mi madre, y capaz de hacer lo que me proponga, como mi padre. En un momento de la vida decidí que no quería ser más pobre y doy la batalla con mi esfuerzo. Trabajo a diario, me siento orgullosa de mí porque todo me ha costado más ser mujer, no tener redes de poder ni venir de un colegio de renombre. No ha sido fácil, sin embargo, siento que una varita mágica siempre me ha traído suerte y me ha dado oportunidades.

      Mis papás estuvieron casados 25 años. Hoy están