Varias Autoras

Mujeres que escriben


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me persigue y no me deja amarme. Siempre lo he sentido como un tremendo hoyo en mi corazón, por más que lo intento sigue ahí: abierto como un saco sin fondo.

      Me había cansado. La única salida posible era enfrentar lo que en mi cabeza rondaba hacía años. Debo conocerla, debo preguntarle por qué.

      Al otro día, busqué a mi mamita. Le expliqué lo que sentía y lo que había decidido.

      Cuando nací, mi madre fue a buscarme al hospital y la enfermera la dejó sola con mi ficha clínica. Ahí leyó su nombre: “María Juana González Muñoz”. El lugar donde residía: “Doñihue”. Encontró una carta mal escrita. Era casi de una analfabeta. En ella explicaba que, debido a sus ataques de epilepsia y otros motivos, me daba en adopción. Mi mamita me contó esta historia hace 10 años. “Por si me pasa algo”, dijo.

      Entonces buscamos en la guía telefónica. Encontramos un hermano. No sabían nada de ella hacía años. Según él, vivía en San Fernando con dos hijas.

      Viernes, crisis. Sábado, contacto inicial. Domingo, respuesta: el martes a las 5 de la tarde.

      17 de febrero de 2015. Tenía muy asumida en mi decisión. Sentía que iba a realizar un trámite. No me hice expectativas, ya intentarlo era un gran paso. Llegamos con mi madre y mi mejor amigo Jaime. Mi madre estaba muy nerviosa y se arregló mucho. Jaime me preguntó si iba a un matrimonio. Nos reímos en el trayecto y llegamos a buscar al conocido de mi mamá, el tío Ojito. Llegamos a la casa y afuera nos recibió un señor mayor con su esposa y otra mujer más joven. Me pregunté quiénes eran. Ahí me empecé a urgir. Me calmé rápido. Al fin y al cabo, solo era un trámite.

      Era hombre era el hermano mayor de mi mamá. Eran 11 hermanos y María Juana era una de las menores. Estaban enterados de que había tenido una hija y contó que la veía en ocasiones. De joven se desaparecía y era media loca. No tenían mucho contacto familiar. Pero sabía que vivía con una pareja menor en un pueblito cercano llamado Salsipuedes. La otra opción era que estaba en San Fernando cuidando a su ex marido que estaba agonizando por un cáncer. También allí vivían sus dos hijas. Solo quedaba ir a Salsipuedes. Dije de inmediato: Vamos. Quería salir del cacho luego. El famoso pueblo quedaba a 40 minutos de ahí, pero me pareció mucho más. En la camioneta iba mi madre, Jaime, el hombre, su señora, otra tía solterona llamada Purita, que se fue pelando todo el camino a mi progenitora, y yo.

      Llegamos a un lugar humilde, de campo. Yo me quedé en el auto y los demás se bajaron. Jaime me miró y me dijo: “Mira para atrás”. Giré la cabeza, puse mis ojos en esa mujer y solo pensé: “Qué fea es”. Sentí rechazo, asco. Era un ser demacrado, decadente, víctima y bastante diferente a cualquier cosa que me hubiese imaginado. Igual se parecía a mí. La observé de lejos. Traté de buscar empatía, algo dentro de mí. Nada. La señora del hombre la acercó al auto. “Te traje una sorpresa, conoces a esta niña”. Casi me dio un ataque. Yo quería que fuese lo menos invasivo posible y ojalá le dieran la opción de decidir si quería o conocerme o no. Menos mal que Jaime atinó y la sacó rápido de ahí. Nos fuimos a conversar los tres. Ella no cachó nada. Solo balbuceaba y lloriqueaba. Contaba que sus hijas la habían echado del hospital, que ella estaba arrepentida, que solo quería cuidar a su ex marido, que los golpes, que estaba sola, que nadie la quería. La tratamos de tranquilizar un poco.

      De a poco, Jaime le habló de mí. Cuando se dio cuenta quién era yo, su rostro cambió. Entró en shock y volvió a lloriquear. Que le quitaron la guagua, que yo era su sangre, que le habían dicho que una matrona había adoptado a su hija. Le dije que yo no pretendía juzgarla ni reclamarle nada. Llamé a mi mamá y las presenté. “Gracias por darme la oportunidad de tener la mejor mamá del mundo”, le dije.

      Nunca me miró a los ojos, no preguntó mi nombre. Entramos a su casa y conocí a su pareja. Mi madre le pidió unas plantas y empezaron a hablar otros temas. Mientras yo recorría el terreno con Jaime y le dije: “Ella no me abandonó, no tiene la capacidad de ser madre. De la que me salvé”. Sentí alivio y entendí muchas cosas. Asimilé años de preguntas con solo mirarla. No le pregunté el porqué, esa preguntaba sobraba. No deseo volver a verla, solo es el ser que me engendró. Tengo cosas de ella, es indudable. Debo aceptarlas y seguir adelante, sabiendo que mi madre es inteligente, bella y yo la elegí. Mi madre se llama María Eujenia.

      Tres sorbos de cerveza

       Por Soledad Brinck

      Con los años he llegado a la conclusión que a la gente que no le gusta la cerveza es porque no sabe tomarla. Parto con lo básico, tiene que estar bien helada. Nunca se toma de la botella porque uno se llena del gas y se pierde el sabor. Mucho más crimen es tomarla de la lata porque el metal altera el sabor. Debe servirse en vaso, ojalá de boca ancha con un poco de espuma. Se debe tomar a tragos largos para que en la boca quede el sabor y no la amargura. Mi papá me enseñó todo esto cuando tenía alrededor de 16 años y los tres primeros tragos de cada una de mis cervezas son un recuerdo y a la vez un homenaje para él.

      Mi papá murió un 27 de abril del año 2012. Múltiples infartos cerebrales no fueron capaces de quitarle la vida durante 7 años, pero el cáncer se lo llevó rápidamente en solo algunos meses. Fue un lluvioso viernes de un fin de semana largo. Sabíamos que partiría en cuestión de horas, así que el jueves cuando fui a verlo le ofrecí a mi mamá quedarme a dormir por si me necesitaba durante la noche. Mi papá estaba en un estado de sopor, semi inconsciente. Esa noche, le pude dar un yogurt, con los ojos cerrados, pero apenas abría la boca. Lo último que comió se lo di yo, el cierre perfecto del ciclo de la vida. Es viernes mi mamá me despertó temprano y angustiada: la noche había sido mala, mi papá estaba inquieto y el desenlace era inminente.

      La doctora de paliativos llegó temprano, le puso un suero y le dio un calmante para que partiera más tranquilo. Cuando la fui a dejar a la puerta me dijo:

      – Estamos en las últimas horas

      – Mi hermana viaja hoy de Estados Unidos, llega mañana temprano – contesté

      – No va a alcanzar a llegar, lo lamento.

      La lluvia no paraba, caía incesantemente y con mucha fuerza. Era temprano y las calles ya se veían inundadas. Al poco rato apareció mi hermano y ahí nos quedamos los tres – mi mamá, mi hermano y yo – viendo caer esta lluvia torrencial. Solo ahí noté que en los pisos altos de los departamentos la lluvia no se oye, solo se ve. Había un silencio profundo, pero no incómodo. Solo quedaba esperar. Me tendí a su lado y empecé a hacerle cariño en el brazo como a él tanto le gustaba. Mi cabeza se llenó de recuerdos.

      Mi papá era pediatra y trabajó durante 35 años en el Calvo Mackenna. Era hepatólogo, una especialidad difícil, especialmente hace algunas décadas cuando en Chile todavía no se hacían trasplantes de hígado. Muchos de los pequeños pacientes de mi papá estaban irremediablemente condenados a muerte. Convivir con este dolor de manera constante no es fácil. Lo hablamos tantas veces. Creo que mi papá se volvió agnóstico en parte por eso. “Cómo creer en un Dios que permite tanto dolor”, le oí decir algunas veces.

      Soy la menor de tres hermanos, así que, aunque ellos no les guste reconocerlo, siempre fui la regalona. Durante las vacaciones era habitual que yo lo acompañara al hospital, un lugar para mí maravilloso. No veía las carencias, solo veía a mi papá transformarse en superhéroe sin capa pero con delantal. Siempre andaba impecable. Verlo atender a sus pacientes era como si sus superpoderes se desplegaran, qué manejo de los niños y de los adultos, normalmente eran padres aterrados que no entendían mucho. Todo partía siempre con algo de magia, pequeños trucos que distraían a los niños y que hacían más fácil su tarea de examinarlos. Se sacaba un pollito imaginario del bolsillo, hacía como si se quebrara la nariz o se sacara el dedo gordo. Todos trucos que sus pacientes conocían de memoria sin embargo, igual que yo, disfrutaban verlos nuevamente. Al salir de cada sala venía una lección simple, sin grandes discursos: “Te fijaste como a pesar de todo sonríe” o “viste lo preocupada que estaba la mamá” o bien “fíjate como aquí la gente vive con lo mínimo”. La privilegiada burbuja en la que nosotros vivíamos era