Domingo Sánchez-Mesa Martínez (Ed.)

Claudio Magris


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y de la risa…

      El segundo texto, «Claudio Magris y el mascarón de proa: más allá del bien y del mar», firmado por quien escribe estas líneas, ensaya un itinerario, a lo largo de la obra de Claudio Magris (a partir de Otro mar, 1991), que acaba trazando una red semiótica en torno al símbolo del mascarón de proa, una figura que se considera propia de la escritura nocturna de Magris, como indica ya el episodio de «El Conde» en el que el busto del primer mascarón emerge bajo la noche estrellada del fondo del río Douro (Magris, 2014). Figura ambivalente, irremediablemente masculina, pero de indudable potencial dialógico, el mascarón es un índice, según el propio Magris, de esa «relación apasionada, intensa, errada y culpable con la feminidad, alegoría de la deificación de la alienación impuesta a la mujer». La mujer como escudo y protección en el amplio abismo que abren las proas de los barcos en alta mar, esfinges que ven «más allá», los signos de las catástrofes que se avecinan. El mascarón, un objeto real que forma parte de la historia de la navegación y del arte asociado a la ingeniería naval (en A ciegas se recuerda que el escultor danés Thordvalsen era hijo de un tallista de mascarones), estimula la imaginación marina de Magris (tras visitar algunos museos especializados, como el de Amberes en 1988) hasta llevarle a convertirlo en una suerte de núcleo o centro magnético icónico. Dicha imagen, tótem ambivalente de lo femenino, enlaza mar y hombre tanto viajero como náufrago, con la cara grotesca de la muerte y la propia práctica de la escritura, como vemos en «Café de S. Marcos»: «El café es un lugar de la escritura. Se está a solas, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, aferrado a la mesa como un náufrago batido por las olas» (1997: 19). Solo a ciegas (como reza el título de la monumental novela global de Magris), abrazado a esos mascarones de mirada imperturbable, se puede uno dirigir hacia la nada. Dicha impasibilidad y recurrencia del mascarón anclan y enmarcan la lectura de la historia de la persecución de la utopía (el vellocino de oro) y la dispersión de voces del héroe delirante que es el revolucionario experto en todos los lagers del siglo XX, Salvatore Cipicco, alias Jorgen Jorgensen (marinero danés al servicio del Imperio Británico, liberador y rey fugaz de Islandia, y fundador de Hobart Town en Tasmania), alias Jasón, mítico héroe y líder de los Argonautas. A la luz de este símbolo, de esta red semiótica de imágenes que se vinculan unas a otras, se construye el entramado de la literatura de Claudio Magris, de una escritura que enlaza como pocas nodos referenciales de escritura y cultura, tanto europea como mundial, con el destino personal del individuo, desde el viaje a través de la arteria europea del Danubio al microcosmos del Café S. Marcos, de vuelta a la tragedia global de A ciegas (2005), donde el motivo del mascarón alcanza su máximo desarrollo (como verdadero leitmotiv) para de nuevo retornar al Trieste en busca de su memoria más oscura (la del campo crematorio de La Risiera de San Sabba) en la increíble aventura del extravagante ideólogo de un museo de las armas para la paz, Diego de Henríquez, en No ha lugar a proceder (2015). En todo ese trayecto el estudio se detiene en la especificidad de dos de sus magníficos textos dramáticos, La exposición (2001), donde el decadente y enloquecido pintor triestino Vito Timmel reencarna el mito de Admetus y Alcestes y, sobre todo, de esa emocionante y original revisitación del mito de Eurídice que nos espera en Así que usted comprenderá (2015), un monólogo dramático donde la figuración del yo de la experiencia vital más dolorosa del propio Magris alcanza cotas de gran literatura.

      Enlazando precisamente con esta frontera entre el acontecimiento vivido o los hechos históricos y las técnicas y estrategias narrativas que permiten a Magris ficcionalizar su yo y la propia historia, se ofrece también aquí el preciso análisis que hace Sarai Adarve sobre la voz narradora en Microcosmos y su capacidad para articular sus experiencias en y con las de los personajes que ha investigado cuidadosamente y que se convierte en índices y protagonistas del mundo de frontera que es concitado entre las paredes del Café S. Marcos. Evitar hablar «de uno mismo» sino oblicuamente «desde» uno mismo a partir de las voces de los otros, de algún modo también de forma parecida a Walter Benjamin quien como Magris —Adarve cita a Nicoletta Pireddu— «fusiona el propio ser con la ciudad en relatos que combinan el comentario, la memoria, la descripción, la ficción, la biografía, la autobiografía en una topografía laberíntica siempre incompleta».4

      La autora subraya la fuerte ligazón entre escritura y memoria en Microcosmos pues, en palabras del mismo Magris: «narrar es guerrilla contra el olvido y connivencia con él; si la muerte no existiera, tal vez nadie relataría nada» (2006:134). Se configura en esa alianza un espacio en el que se hacen posibles la unidad del yo y la unidad del mundo, o al menos una ilusión de dicha unidad. Por otro lado, en esa oscilación característica en Magris entre lo individual y lo colectivo, Adarve enfatiza igualmente la importancia de la frontera en la obsesión del hombre moderno por la identidad nacional. A este respecto, apunta Magris: «Necesidad, fiebre, maldición de la frontera. Sin ella no hay identidad ni forma, no hay existencia: ella la crea y la provee de inevitables artejos, como el halcón que para existir y amar su nido tiene que caer sobre el mirlo» (2006:127-128). Sin embargo, el narrador de Microcosmos está más interesado en poner a prueba las fronteras interiores que las exteriores. Así, el bosque del Nevoso o el Café de San Marcos aparecen como un lugar en el que cualquier persona tiene cabida, independientemente de su nacionalidad e identidad.

      En un ejercicio clásico de literatura comparada, Tomás Espino investiga en su texto ese signo central que, en términos sociocríticos, podríamos considerar auténtico ideosema5 de la frontera en Magris a partir del concepto de ciudad marginocéntrica. El autor elegido para dicha lectura comparada es uno de los grandes maestros de lo que el mismo Magris llamara en El anillo de Clarisse «el final del gran estilo», Elías Canetti, autor de una de las grandes novelas del XX, Auto de fe. Entre las más recientes aportaciones desde la teoría literaria y la literatura comparada, Espino destaca esta noción de ciudad marginocéntrica, acuñado por dos investigadores afincados en Estados Unidos, Marcel Cornis-Pope (de origen rumano) y John Neubauer (de origen húngaro). «Las ciudades marginocéntricas —aclara el autor— son aquellas que, precisamente gracias a su posición fronteriza o a su marginalidad con respecto a los grandes centros políticos y culturales, logran establecerse como nexos de unión entre diversas tradiciones dando lugar a nuevos discursos más allá de los paradigmas nacionales». Desde estos márgenes dichas ciudades medianas se fueron erigiendo en centros periféricos, alternativos a los grandes centros dominados por las ideologías nacionalistas (proliferantes tras el tratado de Versalles), ciudades fuertemente heteroglósicas y verdaderos puentes entre distintas culturas. Estos espacios híbridos funcionan, como recuerda Tihanov —otro teórico búlgaro comparado por Espino con Magris y su propia noción de Trieste como «centro periférico»—, operando un extrañamiento parecido al de la traducción, es decir, por medio del «análisis de la propia literatura en otra lengua diferente o mediante el prisma de otra cultura». De este modo la evolución de la vida literaria en Trieste se explica más lúcidamente a partir de esa consolidación de la ciudad literaria donde la dispersión étnica y social denotan un proceso inconsciente y colectivo de búsqueda de la identidad que se convierte en su literatura en una suerte de laboratorio de toda la literatura del siglo XX, así como de la propia condición del hombre moderno.

      Esta matriz literaria que venimos identificando en la frontera articula también la contribución de Olalla Castro, para quien el concepto de no-lugar de Marc Augé resulta especialmente operativo. «¿Qué ocurriría si decidiéramos permanecer en la frontera, habitarla, convertirla en nuestro lugar de residencia? ¿Qué pasaría si dotásemos de contenido y representación las intersecciones, los cruces, las migraciones, las permutas que allí tienen lugar?» Tales son algunas de las preguntas que lanza la autora invitando a tantear lo que ella llama un Tercer Espacio semiótico «desde el que sería posible reconfigurar los límites y modificar todo el paisaje». Apostando por una lectura derridiana o simplemente dialógica, Olalla Castro entiende el texto magrisiano como una provocación para esa recuperación de la encrucijada como lugar de enunciación, de configuración de espacios híbridos, entre-lugares fronterizos desde los que sugerir «nuevas hojas de ruta para una humanidad cada vez más maltrecha». La vía ensayada por Magris para ese «tercer lugar» o entre-lugar es transitar la cara negativa de la modernidad, el viaje literario que certifica la disolución