Saeed Jones

Cómo luchamos por nuestras vidas


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con el estribillo

      de la canción en la garganta. Y odias la voz que sale de la radio

      porque otro mariquita te ha arrebatado los sueños

      y ha huido con ellos, y porque eres joven

      y no sabes la diferencia entre abandonado y solo,

      al igual que el corazón de tu madre no sabrá la diferencia entre

      latido y ataque. Dentro de una década habrá muerto, y quizás tú ya sepas

      lo que estás perdiendo sin saber cómo, pero por ahora solo eres un niño,

      y tu madre es solo una mujer, solo una niña, moviendo el cuerpo,

      chasqueando los dedos y con serpientes en la sangre.

      PARTE UNO

      «Ya que nadie le ha hablado de esos sentimientos, no sabe lo que son. Y, aun así, se siente atraído por ellos, le atrae esa sensación onírica de hacer algo que nunca ha hecho, aun sabiendo, de algún modo, cómo hacerlo».

      David Mura

       I

       Mayo de 1998 Lewisville, Texas

      El hombre del tiempo con cara de muñeco de cera del Canal 8 dijo que llevábamos diez días seguidos a más de treinta y dos grados. Día tras día con la camiseta adherida a la espalda por el sudor, el olor del repelente de insectos mezclado con la crema solar pegajosa, el zumbido de las cigarras en el aire, la hierba seca amarillenta crujiendo bajo cada paso y el asfalto hirviendo en las carreteras. No se me pasó por la cabeza preocuparme por la pared de humo blanco que en ocasiones se veía en el horizonte durante aquel verano. Todo parecía ya quemado, muerto o a punto de estarlo.

      Yo tenía doce años y acababa de terminar primaria. Casi todos los días, después de que mi madre se fuera a trabajar al aeropuerto, me quedaba en el apartamento, junto a la ventana. Cody y su hermano pequeño, Sam, dos chicos blancos que vivían a unos cuantos bloques de nosotros, siempre jugaban a la pelota en el aparcamiento, pero yo nunca bajaba a jugar con ellos. No se me daba bien lanzar la pelota y hacía demasiado calor para salir y fingir.

      Cuando no estaba en mi puesto de la ventana, haciendo como que no les estaba mirando, hojeaba los antiguos libros de bolsillo de mi madre. Por entonces, ya había intentado leer, sin éxito, La isla de los caballeros y El color púrpura. Las frases de Toni Morrison eran como ríos con el fondo turbio. No seguían las reglas que estaba aprendiendo en clase. Cuando me adentraba en ellas, no me veía los pies, de modo que volvía a la orilla. Con Alice Walker no seguí porque, tras solo unas pocas páginas, una chica empezaba a hablar sobre el color de su vagina. Me imaginé que el libro no tendría mucho más que ofrecerme después de eso.

      Aquel día lo intenté otra vez. Cogí un ejemplar muy usado de Otro país, de James Baldwin, me senté con las piernas cruzadas en el suelo y comencé a leer. Un hombre triste caminaba por las calles de Nueva York a altas horas de una noche de invierno. Entraba en un club de jazz buscando a alguien o algo, pero no decía por qué.

      Los minutos se convirtieron en horas. Negros que se acostaban con blancos. Hombres que besaban a hombres, después a mujeres y luego a hombres otra vez. Cada pocas páginas, levantaba la vista del libro y echaba un vistazo a la puerta del apartamento. Mi madre aún no había vuelto del trabajo, y me daba la sensación de que me metería en problemas si me veía leyendo ese libro. Me fui a mi habitación seguido por Kingsley, nuestro cocker spaniel, y cerré la puerta.

      La novela me excitó. No sabía que los libros pudieran hacerte sentir así. Hasta ese momento me había gustado leer, pero lo veía solo como algo que se hacía sin más. Algo bueno, como beber agua en un día caluroso, pero nada especial. Al sostener Otro país en las manos, sentí que en realidad era el libro el que me sostenía a mí. Esa historia triste, sensual y que apestaba a jazz me tenía agarrado por la cintura. Podía introducirme en la escena, quitarme la ropa y meterme en la cama con una de las parejas. Podía saborear sus lenguas.

      Cuando llevaba más o menos un tercio de la novela, encontré una instantánea que hacía las veces de marcapáginas. Era una fotografía de un hombre al que no había visto nunca. No se parecía a nadie de mi familia, pero podría haber sido un tío o un primo lejano. Estaba apoyado sobre un sedán con los brazos cruzados y una sonrisa extraña, como si quien estaba detrás de la cámara le hubiera contado un chiste que solo ellos entendían. O quizás era el hombre el que había contado el chiste. Parecía una sonrisa íntima, inapropiada, como una mano que se desliza hacia donde no debería.

      Alguien había escrito «Jackson, Misisipi, 1982» en el dorso, aunque podría haberlo adivinado yo solo. El hombre iba vestido como un extra de algún vídeo de Michael Jackson. Llevaba un jersey de punto y unos vaqueros negros desteñidos que le quedaban demasiado apretados. Se le veían los calcetines blancos. Y sabía que estaba en Misisipi por la tierra rojiza que le cubría los zapatos. Una vez, en un viaje a Misisipi que había hecho con mi tía, había visto ese polvo rojo que ensuciaba cada coche, que se aferraba a las paredes de las casas como si la marea lo hubiera dejado allí y que me manchaba los mocasines. «Es lo que tiene Misisipi», me dijo mi tía cuando me vio los zapatos. Yo intentaba quitarme la tierra roja de un pie con el otro todo el rato, pero no hacía más que empeorarlo.

      Llegué a la conclusión de que no me gustaba el hombre de la foto. La suciedad de sus zapatos me irritaba, y cuanto más miraba su sonrisa, mayor era la sensación de que me estaba mirando directamente a mí. No a la cámara, en 1982, sino a mí, dieciséis años después. Sonreía como si supiera algo de mí, un chiste que yo no entendía aún.

      Cuando mi madre llegó de trabajar, fue directa a la cocina para servirse un vaso de agua de la cantimplora del Walmart. Formaba parte de su rutina. Se bebía el vaso entero de pie delante de la nevera. Luego se metía en su habitación y veía un rato la televisión, oyendo como el hombre del tiempo ofrecía un pronóstico —«más calor»— que ella ya sabía.

      Mi madre era guapa, pero parecía estar siempre al borde del agotamiento. Cuando tenía veintitantos, trabajó de modelo durante un tiempo. A veces me dejaba ver las fotos de aquella época, con sus trenzas, con su cuerpo esbelto envuelto en vestidos que había diseñado su hermana, posando en las pasarelas. Ni siquiera una larga jornada de trabajo le arrebataba los colores que se reflejaban en su pelo negro, como plumas de cuervo, cuando le daba la luz de la manera adecuada. Me enorgullecía de su belleza; fue mi primera diva. Incluso cuando la pubertad empezó a destrozarme el cuerpo, me consolaba pensar que venía de una mujer como ella: una mujer que leía tres periódicos al día, que era capaz de hacer reír a todo el que estuviera en la habitación con ella, que metía notitas cada día en mi fiambrera, en las que se despedía con un: «Te quiero más que a nada en el mundo».

      Después de trabajar todo el día en el aeropuerto, estaba demasiado cansada para mis preguntas, así que decidí esperar a que se hubiera fumado un cigarro. Después de fumar, estaría lista para hablar.

      Me vio la fotografía en la mano cuando me acerqué a ella.

      —No tenía ni idea de dónde se había metido esa foto.

      La cogió con delicadeza, como si fuera a hacerse añicos si no llevaba cuidado. Se le suavizó un poco la expresión.

      —¿Quién es? —le pregunté.

      Miró hacia el roble al que daba la ventana del salón. Lo observó durante un buen rato, como si estuviera esperando una señal. Esa clase de momentos me habían enseñado a guardar silencio y esperar a que llegara la respuesta. Cuando era más pequeño, me rendía durante las pausas de mi madre porque creía que la respuesta no iba a llegar nunca. Al final, aprendí que solo estaba poniéndome a prueba para comprobar lo interesado que estaba por averiguarla.

      Miré por la ventana con ella y arqueé una ceja.

      Mi madre suspiró.