Saeed Jones

Cómo luchamos por nuestras vidas


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pantalones chinos que mi madre me obligaba a llevar, y me enfadé tanto que grité «¡Y tú te haces llamar cristiano!», lo que no hizo más que aumentar las risas. Podía entender que Cody hiciera como que no me conocía, como si no nos viéramos cada día en las escaleras de nuestro bloque.

      —¡Claro que sí, hostias! —chilló Sam, como si hubiera oído lo que estaba pensando. Cogió una rama del suelo y la levantó por encima de su cabeza como si fuera una lanza. Con los dientes de conejo y las pecas, parecía uno de los niños psicópatas de El señor de las moscas, pero con acento de Texas.

      —Baja eso, me cago en todo —dijo Cody, hablando con un chupachups en la mejilla derecha—. No vamos a matarlo, Sam.

      El hecho de que Cody tuviera que aclarárselo me preocupó.

      —Bueno, ¿y qué vamos a hacer? —pregunté. Traté de imitar sus acentos, aunque me costaba; al fin y al cabo, era hijo de mi madre.

      Cody se detuvo y se acercó tanto a mí que podía olerle el chupachups de manzana en el aliento. Tenerlo tan cerca me puso nervioso, como si fuera a besarle por accidente. Di un pasito hacia atrás.

      —Soplaremos, soplaremos y su casa derribaremos —dijo, inclinándose más aún hacia mí. Habló en una voz baja que se debatía entre la amenaza y la seducción.

      —Que… ¿qué? —balbuceé.

      Cody suspiró y rebuscó en los bolsillos, probablemente en busca de otro caramelo.

      —Que nos vamos a cargar la cabaña del viejo ese.

      —¡Pues claro, coño!

      —¿Por qué? —Me sentí estúpido solo por preguntar.

      Los hermanos aspiraron entre dientes al oír la pregunta y se alejaron sin decir ni una palabra, como si les hubiera decepcionado. Yo sabía la respuesta de sobra. Estábamos aburridos. Hacía calor. Y no había nada mejor que hacer que romper cosas.

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      Nadie lo admitía, pero estábamos nerviosos y poco preparados. Al adentrarnos unos metros en el bosque, nos dimos cuenta de que nuestras deportivas —que ya estaban bastante destrozadas— no eran rivales para las zarzas y los cactus que se ocultaban bajo la hierba espesa. No hablábamos demasiado porque estábamos ocupados haciendo muecas de dolor, evitando espinas y atentos por si veíamos alguna sombra con forma de hombre chiflado. Las ramas de los árboles no tardaron en eclipsar la vista de los edificios de ladrillo. Las cavidades sombrías sustituyeron al brillo del sol. Se oían pájaros y, en algún sitio que no alcanzábamos a ver, el murmullo de un arroyo.

      Al fin, llegamos a una zona a pocos metros de la choza, casi asombrados por que existiera de verdad. Una mezcla de tablones de madera, cartón, franjas de metal por aquí y por allá y algunos restos más de chatarra; no parecía que fuera a sobrevivir a la próxima tormenta. Pero también parecía llevar allí más tiempo del que llevábamos vivos nosotros tres.

      Nos agachamos detrás de unos mezquites. Cody hizo señas militares inventadas que indicaban que debíamos quedarnos quietos y esperar a que saliera el viejo. Me mordí el labio para evitar reírme de lo serio que estaba. Sam se quitó el zapato e inspeccionó los pinchos que se le habían clavado en la suela.

      Cuando Cody decidió que ya llevábamos esperando el tiempo suficiente, aún sin rastro del hombre, me susurró:

      —Entra tú.

      —Ni de coña.

      —Mocoso de mierda.

      —¡Que te jodan!

      Frustrados y con los ojos como platos, nos insultamos en voz baja hasta que acordamos entrar juntos. Cogí yo también una rama por si el hombre resultaba estar tan loco como pensábamos. Cody me miró como si fuera un cobardica, pero él también se hizo con otra.

      Con las armas por encima de la cabeza, preparados para atizar a cualquier cosa que se moviera, nos acercamos con sigilo a la cabaña. Si en ese momento hubiese salido disparado un conejo o una ardilla de entre la hierba, lo habríamos aporreado por puro pánico.

      Al rodear la cabaña, sin embargo, la encontramos vacía, excepto por el olor a pis, unos envoltorios de caramelos y unas latas de cerveza. Parecía el escondite de unos niños algo mayores que nosotros, no el de un viejo salvaje.

      —Pues vaya mierda —dijo Sam—. Todo esto para nada.

      —Sabía que era una chorrada —dijo Cody, aunque había sido idea suya.

      Yo ya me había dado la vuelta y había empezado a abrirme paso a través de la hierba alta cuando Sam comenzó a soltar tacos una vez más.

      —¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia puta!

      Al principio creí que solo sostenía un montón de periódicos destrozados. Al acercarme, atisbé, justo debajo de la parte de la página que estaba sosteniendo, una mujer con el torso desnudo. Con la cabeza hacia atrás, la boca abierta y los labios pintados. Sam tenía en las manos tres revistas empapadas por la lluvia.

      Antes de que me diera tiempo a pronunciar la palabra «porno», Cody ya había salido disparado hacia su hermano. Se abalanzó sobre él para arrebatarle una de las revistas de las manos, pero Sam se tiró al suelo y se las metió bajo la barriga. Cody le dio unas cuantas patadas bien dadas, pero Sam no cedió.

      —Que te follen —escupió Sam mientras Cody miraba la rama que sostenía como si estuviera listo para usarla.

      —Parad —les dije antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo—. He visto tres.

      —¿Qué?

      —Que Sam tenía tres revistas.

      Cody se agachó de nuevo para darle la vuelta a su hermano, pero Sam no desistía. Tenía la barbilla manchada de barro.

      —¡Son mías! ¡Las he encontrado yo! ¡Que os den!

      —Me cago en Dios —exclamó Cody. Alzó la rama como si se tratara de un martillo y la rompió sobre la espalda de su hermano pequeño. La rama se partió en dos, y Cody se alejó, como para buscar algo más grande.

      —¿Y si las compartimos? —les propuse, vigilando a Cody mientras él comprobaba el peso de otra rama—. Sam, hay tres, ¿no?

      —Sí.

      —Vale. ¿Y si nos quedamos cada uno con una revista y nos las vamos intercambiando… o algo así?

      Sam volvió a apoyar la barbilla en el suelo y le dio vueltas a la idea. Cody, a mis espaldas, había dejado de moverse.

      —Las he encontrado yo, así que yo elijo qué revista me quedo primero —dijo al fin Sam.

      —Vale —asentí, girándome hacia Cody—. ¿Te parece bien?

      —Sí —respondió, dirigiéndose más a la rama que sostenía que a nosotros.

      Sam nos obligó a mantener las distancias mientras hojeaba las revistas para decidir cuál de ellas quería. Cada uno tendría la revista durante dos noches, y luego nos las intercambiaríamos.

      —Venga ya, coño —gritó Cody.

      —¡Que te jodan!

      —Sam… —dije, empezando a disfrutar de mi papel como negociador de rehenes.

      —Vale, yo quiero la Hustler —afirmó, y nos lanzó las otras dos. Yo cogí la High Society, así que Cody se quedó con la Playboy. Nos metimos las revistas que habíamos escogido bajo la camiseta, sin pensar ni por un momento en lo asqueroso que era eso, y regresamos a nuestro bloque. Ya no nos importaban las espinas. En lugar de decir palabrotas, empezamos a canturrear otras palabras que se usan para referirse al porno. Cuando llegamos a «guarrerías», nos gustó cómo sonaba y sustituyó a todas las demás palabras de nuestra canción. «Guarrerías, guarrerías, guarrerías», susurrábamos de camino a nuestros apartamentos.