Saeed Jones

Cómo luchamos por nuestras vidas


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días.

      Cody asintió.

      —Dos días.

      —Guarrerías —añadió Sam.

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      A oscuras, a solas en la cama con mi ejemplar de High Society, me deslicé bajo las sábanas, pero dejé la luz del armario encendida para poder ver. Mi madre estaba en su cuarto, al otro lado del apartamento, viendo la televisión. Cada vez que oía sus pasos, metía la revista bajo la almohada y fingía estar dormido hasta asegurarme de que no había peligro. Me latía el corazón a mil por hora y después volvía a calmarse.

      Pasé las páginas con cuidado, temiendo que la revista se me deshiciera en las manos. Estaban descoloridas y rugosas al tacto. Durante un instante, me vino a la cabeza la imagen de un viejo andrajoso masturbándose en una choza con esta misma revista; intenté apartarla, pero no logré deshacerme de ella. Recorrí con los dedos la superficie de una de las ásperas páginas y pensé en una piel arrugada y descuidada. ¿Había estado siempre ahí el vagabundo, observándonos desde la seguridad de los árboles de los alrededores? ¿Había visto, con la cara pegada a las hojas y a la corteza, como tres niños se adentraban en el bosque, decididos a acabar con hombres que ya estaban acabados tan solo porque era verano, porque el aburrimiento estaba hecho para romperlo, destrozarlo y robarlo? ¿Dónde estaría ahora ese hombre? ¿Habría vuelto a la cabaña a descansar? ¿Vería las estrellas desde donde dormía esa noche?

      Volví a intentar apartarlo de mi mente. Lo más seguro es que ni siquiera existiera. Eso fue lo que me dije a mí mismo. Hojeé la revista distraído hasta que llegué a un reportaje de dos páginas que comenzaba con un ama de casa rica que invitaba a su chófer a entrar para tomar una copa de vino.

      Me sorprendió encontrar unos reportajes tan sofisticados. Pensé que serían fotos y más fotos de mujeres desnudas posando, pero la revista resultó tener hasta tramas. Las fotos parecían fotogramas de una telenovela en la que cada escena conducía a la misma conclusión inevitable. Una mujer blanca y rica tomando el sol junto a la piscina mientras el chico de la piscina la contempla. Una mujer blanca y rica dándose un baño con todas las joyas puestas mientras su marido se afeita la barba.

      Las mujeres, con el maquillaje perfecto y los tacones que no se quitaban en ningún momento, se convirtieron en un borrón. Quien destacaba era un hombre: el chófer. Tenía la piel morena, los ojos verdes y un cuerpo que me hizo desear saber algún idioma extranjero. Por suerte, la página en la que aparecía él no estaba descolorida ni estropeada por la lluvia. Con la chaqueta negra puesta, y nada más, se reclinaba en un sillón mientras el ama de casa se arrodillaba ante él. Ella posaba de lado, con las piernas extendidas de un modo imposible.

      Hay algo especial en poder estudiar el cuerpo de otro hombre. No una miradita, ni un vistazo a escondidas, ni fingir que estás mirando hacia otro lado, sino poder contemplarlo sin necesidad de protegerte. En una ocasión, en el colegio, en clase de Educación Física, estábamos todos sentados en el suelo del gimnasio mientras el entrenador nos enseñaba a lanzar un tiro libre. Apuntaba siempre hacia la esquina superior derecha del tablero y tiraba una y otra vez para demostrar la técnica. Tyler, un chico que estaba sentado cerca de mí, tenía las piernas cruzadas y llevaba unos pantalones de fútbol. Recorrí con la mirada sus muslos desnudos hacia arriba hasta que descubrí que los huevos se le habían salido de los calzoncillos holgados que llevaba. Tenían un color rosado y parecían suaves, aunque con algo de vello. Quería seguir mirando —quería verlo todo de él—, pero me obligué a girarme hacia el entrenador, que seguía lanzando tiros libres perfectos, uno tras otro. Durante el resto de la clase, los ojos se me seguían yendo hacia Tyler, y me obligaba a apartar la vista un segundo después. Un último buen vistazo, eso era lo único que quería. Evidentemente, no era lo único que quería. Pero era lo único que quería hasta que lo consiguiera.

      En la cama, con el ejemplar mugriento de High Society, podía contemplar el cuerpo desnudo del chófer en su totalidad y durante todo el tiempo que quisiera. A veces posaba como si me estuviera mirando; otras, miraba al ama de casa a los ojos. Sus cuerpos estaban conectados. Sabían que no estaban solos. En una de las fotos, la mujer posaba con una sonrisa socarrona que me recordó, durante un instante, a la expresión de un hombre que ya había visto antes. «Me has vuelto a pillar», imaginé que decía, justo antes de volver a agacharse.

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      Con la revista metida en la parte delantera de los pantalones, volví a quedar con Cody y Sam en la acera que separaba nuestros edificios. Después de que se acercaran, fui a sacar la revista, pero Cody levantó la mano para que me detuviera.

      —Aquí no. Vamos a nuestra casa. —Al verme la incomprensión en la cara, añadió—: Es más seguro.

      No sé qué aspecto pensaba que tendría su apartamento, pero los tapetes, las pantallas de las lámparas de color rosa y los animales de porcelana me descolocaron. Supongo que pensaba que el apartamento se parecería a Cody y a Sam, que tendría una decoración acorde a las camisetas de deporte manchadas, los vaqueros desgastados y las Vans. Cuando hice un amago de coger un elefante blanco de porcelana, Cody me miró como si estuviera a punto de pegarme, así que lo dejé donde estaba y le seguí hasta su habitación.

      Sam se desplomó sobre la litera y se sacó la revista de debajo de la camiseta.

      —¿Cuál quieres? —preguntó, hojeando su ejemplar de Hustler por última vez. Entreví a una mujer sin sujetador arqueando la espalda. Sin perlas ni copas de champán a la vista.

      —Quiero la Playboy —respondí mirando a Cody. Él se encogió de hombros y me la dio. Pasé las páginas de la revista y fingí no estar decepcionado ante el hecho de que hubiera tantos artículos y ni un solo hombre desnudo. Cody fingió no mirarme.

      —Demasiadas palabras —dijo Cody mientras le daba mi ejemplar de High Society a su hermano a cambio de la Hustler—. Pero, eso sí, unas tías que no están nada mal.

      Todos nos quedamos en silencio durante un instante, mientras pasábamos las hojas de nuestras revistas. Puesto que Cody estaba de pie delante de mí, no tenía que apartar demasiado la vista de mi Playboy para ver el bulto que se le empezaba a formar en los pantalones, cada vez un poco más grande. Quería la respuesta a la pregunta que estaba floreciendo. Cuando levanté la vista, Cody estaba mirándome.

      —¿Listos? —preguntó con los ojos, intensos e inescrutables, clavados en los míos.

      Me metí la revista en la camiseta y me dirigí hasta la puerta principal sin abrir la boca. Los ojos de Cody se me clavaron en la espalda como puñales hasta que llegué al salón. Ninguno de los dos se tomó la molestia de acompañarme. Conocía el camino. Su apartamento tenía la misma disposición que el mío.

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      Cuando llegó el momento del siguiente intercambio, quedé con ellos en la puerta de su apartamento. Cody abrió, pero me detuvo antes de que pusiera un pie dentro.

      —Fuera —dijo. Sam sonrió con superioridad.

      Retrocedí, fingiendo que no sabía o no me importaba el motivo por el que no me querían dentro de su casa. Caminamos hasta llegar al lateral del edificio, donde unos arbustos altos ocultaban los equipos de aire acondicionado.

      —Venga —dijo Cody mientras se sacaba la revista de la camiseta. Sam asintió, aún con la sonrisa de superioridad marcada en su cara rosada.

      —Quiero la Hustler —les dije, intentando encarrilar de nuevo aquel momento.

      —Muy bien. —Se detuvo, miró a Sam y me miró a mí—. ¡Ahora!

      Cody me arrancó la Playboy de las manos y ambos echaron a correr; sus camisetas blancas se convirtieron en borrones que se alejaban de mí. Corrí tras ellos antes siquiera de darme cuenta de lo que hacía. Los hermanos estaban huyendo