Saeed Jones

Cómo luchamos por nuestras vidas


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se puso el sol, me di la vuelta boca arriba para poder contemplar las estrellas.

      Cuando mi abuela me llamó por primera vez, creí que ya era la hora de la cena. Pero cuando me llamó por mi nombre completo —el primero, el segundo y el apellido—, salí del agua de golpe. Venía a paso rápido desde el apartamento hacia la piscina.

      —Sedrick Saeed Jones —gritó de nuevo, estirando las sílabas hasta convertirlas en algo que solo mis oídos podían reconocer como mi propio nombre. Jadeaba cuando llegó a la verja—. Sal de la piscina y métete en casa. Ahora mismo.

      Los adultos que bebían en el jardín dejaron escapar una risita. Mientras me enrollaba la toalla alrededor de la cintura y caminaba hacia la puerta, los engranajes de mi cerebro giraban como los de un reloj roto, intentando adivinar en qué lío me había metido y qué tenía que decir para salir de él. Cuando llegué a la puerta de la zona de la piscina, se dio la vuelta sin dirigirme ni una sola palabra y se encaminó de nuevo hacia la casa conmigo detrás.

      Entré en el apartamento y cerré la puerta trás de mí. Al darme la vuelta, me encontré a mi abuela en el pasillo con el recorte de una revista arrugada en un puño que no dejaba de temblar. No podía apreciarlo en detalle, pero no me cabía la menor duda de lo que era. Antes de marcharme de Lewisville, había hojeado la pila de ejemplares de Vogue de mi madre y recortado todas las imágenes de hombres sin camiseta que había encontrado. Mi recorte favorito pertenecía a una retrospectiva de anuncios de Calvin Klein icónicos en la que aparecía una fotografía enorme de Mark Wahlberg apoyado contra un muro de ladrillos y en la que solo llevaba una gorra de béisbol y unos Calvin Klein blancos. Pensaba que había sido listo al guardar los recortes dentro del libro de mitología griega.

      —¿Y esto? —dijo. Era una pregunta que sabía que era mejor no responder—. No. No. No. —Las palabras provenían de algún lugar profundo de su ser. Cada una de ellas más parecida a un rugido que a una palabra—. No. No. No. No.

      Vi que hacía una bola con los recortes y la arrojaba a la papelera. Entró dando pisotones en el salón, se detuvo frente a la mesa de centro, me cogió de la mano y tiró de mí hacia la moqueta, a su lado.

      —No quiero nada mundanal en esta casa. Vamos a rezar ahora mismo.

      Me arrodillé a su lado, junté las manos, mojadas y arrugadas, y cerré los ojos con fuerza. Tenía la cabeza repleta de pensamientos, y ninguno de ellos era una disculpa.

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      Un par de veranos antes había tenido un encontronazo con mi abuela. En retrospectiva, podría parecer un disparo de advertencia. Estábamos paseando por el centro comercial Southland cuando, de repente, se dio la vuelta y me dijo que dejara de sujetar los libros «como una chica». Ni siquiera me acuerdo de por qué llevaba una pila de libros, pero ahí estaban, tres libros delgados que tenía apretados contra el pecho, protegidos por mis brazos cruzados.

      —Bueno, pues dime cómo llevan los chicos los libros —le discutí. Y, sin darse la vuelta para mirarme, ni detenerse, mi abuela me cruzó la cara con el dorso de la mano. Recuerdo sentir el aire vibrar entre nosotros. Las puertas automáticas que teníamos delante se abrieron con un zumbido y con la repentina mezcla del aire acondicionado del centro comercial y el calor pegajoso del exterior. Las atravesó y se detuvo en el borde de la acera, esperándome bajo la fulminante luz del sol.

      Yo me quedé plantado en la entrada del centro comercial, boquiabierto, con los libros apretados contra el pecho. Ese mismo año había aprendido a revestir mis frases con sarcasmo y tenía respuesta para todo. Pero en aquel momento no me salían las palabras. Ni siquiera podía farfullar.

      La bofetada me había pillado desprevenido; aquello no era propio de mi abuela, que a menudo me parecía demasiado callada para su propio bien. ¿Me equivocaba al pensar que la conocía? ¿De qué otro modo podía explicarse el escozor que sentía en el lado izquierdo del rostro?

      Levanté la mano, me toqué la mejilla y sonreí ligeramente, como un chiflado. Al darme cuenta de que no iba a pedirme perdón, y de que tan solo podíamos permanecer allí unos pocos segundos más antes de que la gente empezara a mirarnos, eché a andar de nuevo. Las puertas automáticas se abrieron y caminé a su lado mientras nos adentrábamos en el calor.

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      El día después de que mi abuela me obligara a ponerme de rodillas para rezar con ella, tomé una decisión. Mi abuela llamaría a la puerta en cualquier momento para anunciarme que era la hora de prepararse para ir a la iglesia. La misa de los miércoles por la noche empezaba a las 18:30, y ella querría evitar el atasco de la hora punta. Por eso, era cuestión de tiempo que viniera a despertarme de la siesta. Yo ya estaba despierto, pero me había dado la vuelta, dándole la espalda a la puerta, confiando en que pensara que seguía dormido y me dejara tranquilo.

      Un compañero de clase me había dicho que las personas respiran más despacio cuando duermen, de modo que aguanté la respiración, intentando controlarla. Estaba tan concentrado que la sangre se me subió a las orejas. Oía mi propio pulso. Lo oía todo: los petirrojos del álamo que crecía junto a la ventana, los niños que chapoteaban en la piscina, a mi abuela fregando los platos, a mi abuela guardando los platos, a mi abuela apagando la televisión, a mi abuela caminando hacia el cuarto de invitados en el que yo fingía estar dormido.

      Abrió la puerta sin llamar.

      —Hora de levantarse, Saeed —pronunció las palabras con un suave canturreo. La sentía de pie junto al marco de la puerta, observándome. Sabía que estaba fingiendo.

      —Saeed, levántate. —Ya no canturreaba.

      Sin darme la vuelta, sin apartar la mirada de la ventana, le dije:

      —No voy a ir.

      Le había dado unas cuantas vueltas. «No quiero ir» habría quedado como un lloriqueo. «No me obligues a ir» habría quedado como una súplica. Quería que me tomara en serio, así que pronuncié las palabras con la mayor lentitud y firmeza posibles.

      Cambió el peso de un pie a otro. No recordaba si de verdad había pronunciado las palabras en voz alta o si solo lo había hecho en mi cabeza, así que las repetí. Esperaba que, por una vez, cuando abriera la boca, surgiera de ella la voz de un hombre:

      —No voy a ir.

      Se acercó a la cama y se quedó de pie a mi lado.

      —Sal de la cama.

      Hice todo lo que pude para decirlo sin que me fallara la voz, sin lloriquear:

      —No.

      Con un movimiento ágil, mi abuela agarró las sábanas y las arrancó de la cama. Como si se tratara de un mago que retiraba el mantel sin que se cayera la vajilla de la mesa. Me di la vuelta para mirarla. Teníamos el mismo brillo en los ojos.

      Y supe que aquello era el fin. Iría a la iglesia. Me sentaría a su lado. No nos miraríamos. Yo apretaría los dientes al oír la voz del cura. Pondría los ojos en blanco al escuchar las oraciones de mi abuela.

      Me observó mientras salía de la cama e iba hacia el armario. Me vestí en silencio. Mi abuela no abandonó la habitación hasta que tuve los zapatos puestos.

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      Aquella noche, al terminar la misa, el cura se bajó del púlpito y extendió los brazos. No veía su sonrisa. Le veía la grasa de la nariz y las perlas de sudor en el cuello. Siempre hacía lo mismo. Se quedaba de pie con los brazos abiertos hasta que alguien, sollozando en alto, se acercaba a él.

      —Acercaos al púlpito y recemos juntos.

      Habló con el mismo tono que había empleado durante las últimas semanas, tres noches por semana. Intentaba que todo aquello pareciera espontáneo, como si hubiera estado ahí de pie y, de repente, hubiera sentido nuestra necesidad de rezar.

      Había