Antonio González de Cosío

Bloggerfucker


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que le había hecho veinte años atrás un pintor alemán que comenzaba su carrera y ahora era uno de los artistas más relevantes del momento. La imagen con dejos picassianos mostraba el rostro de Helena de forma abstracta, pero los ojos tenían una vida impresionante. Por eso le gustaba tanto esa pintura: porque sentía que ella misma se veía desde fuera y, a veces, esa otra le daba consejos. Esa noche le dijo: “Cariño, vuélvete taxidermista”.

      Se puso de pie y caminó hasta el bar que estaba junto al ventanal para servirse un coñac. El viento que se había levantado esa tarde apenas se había calmado, y el cielo se veía brillante y despejado. Abrió la ventana para aspirar profundamente una bocanada de aire frío que la reanimara… pero no funcionó. Decidió volver al sofá y prendió el video para ver un documental sobre Hubert de Givenchy que llevaba días queriendo mirar. Pero, extenuada por el cansancio, se quedó dormida en el sofá. Ya le hubiera gustado soñar que era Audrey Hepburn y que su vida era perfecta. Pero siendo consecuente con la rachita que llevaba, soñó que era la mano derecha de Givenchy cuando vendió su negocio a LVMH y… que se había quedado sin trabajo. Después de algunas horas de sueño, despertó de golpe. El cielo ya estaba claro: eran las doce del mediodía del sábado. Corrió a arreglarse: había quedado a las 12:30 para hacer brunch con Lorna.

      Lorna Lira no sólo era la mejor amiga de Helena, sino muy probablemente la única. A pesar de dedicarse a la misma profesión, eran muy distintas. Lorna trabajaba para la revista Elle como subdirectora. Llevaba muchos años ya en esa posición y no le interesaba ninguna otra. Varias veces sus jefes quisieron darle la dirección de la revista, pero ella se negó siempre: estaba muy bien donde estaba. Lo suyo era el periodismo y la edición, y sabía que siendo la directora, lo último que haría sería eso. Adoraba el bagaje intelectual de la moda, su importancia sociológica, sus similitudes con el arte. Y si bien le gustaba mucho la ropa, jamás fue esclava de la moda. Usaba jeans o faldas rectas con blazers e impecables blusas blancas; el cabello siempre corto dejaba lucir sus aretes grandes y contundentes, su sello más característico. En el calzado no tenía punto medio: o se montaba en tacones altísimos o bien iba con zapatos planos. ¿Tenis? A veces, blancos, impecables, sencillos.

      Lorna era una rara avis en la industria de la moda. Respetada, pero nunca temida, jamás le gustó ser diva: eso de pelear por un lugar mejor en un desfile, montar escándalo cuando no era invitada a una fiesta o pedir productos a cambio de publicaciones. La competencia entre editores de revistas le parecía tan inútil como cuando los adolescentes se pelean para ver quién la tiene más grande. Se había casado y divorciado, y de su matrimonio había nacido un hijo que ahora tenía veinticinco años y que jamás le había causado problemas. No solía presionarse demasiado por las cosas que, según la sociedad, te dan estatus: casarte, tener hijos, mantener una gran figura, ser exitosa y estar a la moda, y quizá por eso todo le fue llegando de forma suave y a su debido tiempo, lo cual le daba una personalidad bastante pragmática. Eso sí, nunca se mordía la lengua para decir lo que pensaba, y cuando se enojaba, había que salir huyendo. Se entendía tan bien con Helena porque, a pesar de ser ambas dos mujerzotas, no competían entre sí. Lorna siempre se sintió honradamente feliz por los logros de su amiga, por sus conquistas profesionales y por que fuera la número uno. Pero también, siempre le había dicho la verdad, y cada vez que creía que Helena estaba haciendo una idiotez, se lo hacía saber directamente y sin adornos. Y del otro lado funcionaba exactamente igual.

      Helena llegó quince minutos tarde al restaurante con el cabello graciosamente recogido en la nuca y un impermeable de Burberry que prefirió no dejar en el guardarropa. “No se preocupe, me lo llevo conmigo”, le dijo a la hostess. Miró a Lorna de pie en la recepción vestida en skinny jeans, un suéter de cashmere rojo y unas slippers de terciopelo de Gucci. Vio cómo sus enormes aretes esféricos se movían frenéticamente mientras discutía con un mesero.

      —Me caga este lugar porque no te dan la mesa hasta que llega tu acompañante. No sea que les vaya a dar mala imagen una mujer esperando sola. Pendejos —dijo mientras besaba en la mejilla y abrazaba con fuerza a Helena.

      —Perdóname. Me quedé dormida. Venga, vamos a darnos un atracón de los muffins esos que nos encantan.

      Ya en su mesa, con café circulando en su sistema, huevos benedictinos al frente y en un extremo una bandeja de muffins recién horneados, las dos mujeres daban una imagen más de sábado por la mañana. Fuera hacía un día precioso, y por un momento Helena olvidó la semanita que había tenido. Sintió la mirada de un par de mujeres en las mesas cercanas: señoras que la reconocían o que la veían con esa mezcla de admiración y envidia que muchas de su edad le dedicaban constantemente. Su estrategia para hacerlas sentir mal por mirarla fijamente era levantar su copa —o, como ahora, su taza— y dedicarles una sonrisa. No fallaba: las hacía desviar la mirada inmediatamente, llenas de mortificación. No entendía muy bien la envidia porque quizá la había sentido pocas veces en su vida; y no era por arrogancia, simplemente porque había trabajado tanto por lo que tenía que sería una idiota si no lo disfrutara. Sí: a pesar de los malos tiempos, a Helena le gustaba mucho su vida. Por eso estar en ese momento con Lorna y contarle sus cuitas era un verdadero premio.

      —Adolfo es un pendejo. Un pendejo con iniciativa y poder. No hay nada más letal para la industria editorial que eso —dijo Lorna—. Por eso no pude con él y me largué de AO justo a tiempo. Y en mi editorial también trabajo con pendejos, pero por lo menos tienen una idea más clara de lo que quieren.

      —Bueno, Adolfo sabe lo que quiere: vender y ganar más dinero. Y a costa de lo que sea.

      —Él y todo el mundo, mamita. Lo que pasa es que no tiene ni puta idea de cómo hacerlo y por eso va dando palos de ciego a diestra y siniestra. Quiere ganarse la lotería encontrando la fórmula mágica para sacar sus publicaciones de la crisis. Pero adivina qué, mi perfumada amiga: eso no existe. Y lamento romper tu corazoncito diciéndote que los reyes magos no van a traerte una revista mágica que venda todo su tiraje y sea un negocio millonario —dijo Lorna, y remató dando un gran sorbo a su café.

      —Lorna: a mí no me rompes nada y deja de bitchearme, que si hay alguien que sabe esto, soy yo. Pero, o le entrego un buen proyecto para volver más rentable Couture, o me vas a tener que contratar como becaria en Elle para traerte los cafés a ti y a tu jefa.

      —¡Uy, le cumpliríamos un sueño a la chamaquita! —dijo Lorna con una carcajada sonora—. Ya le encantaría a la imberbe tenernos de chachas. Pero no te preocupes, vamos a trabajar en esto y le vas a entregar un proyecto que se va a cagar pa’rriba. A ver, ¿las niñas de marketing y de ventas te han dado algo que podamos usar? ¿Estudios, encuestas?

      Helena la miró y no tuvo que decir más.

      —Son una bola de inútiles. Bonitas y con Birkin de cocodrilo, pero no sirven para una chingada. Ellas son las que tendrían que estar trabajando aquí contigo, ellas son las que reciben un sueldo por vender. A ti te pagan por hacer una revista y lo haces como dios. ¿Qué hacen estas niñas? ¿Se rascan todo el día los huevos? O el coño, más bien…

      A pesar de que Helena estaba habituada a la sucísima boca de su amiga, Lorna siempre encontraba nuevas formas de escandalizarla. Pero detrás de esos choques moralinos que le provocaba de vez en cuando se escondía un sentimiento de admiración: ya le gustaría a Helena poder decir exactamente lo que pensaba y, en lugar de andarse por las ramas, mandar a la mierda a la gente, derechito y sin escalas.

      El camarero, que había llegado justo en el momento del coño, decidió regresar por donde había venido; ya lo llamarían si necesitaban algo. Lorna lo miró de reojo pensando que una vez más alguna madre de familia lo había mandado a pedirle que moderara su lenguaje. Le pasaba todo el tiempo, y todo el tiempo igualmente les mandaba decir que se fueran a McDonald’s, que aquél no era un restaurante familiar.

      —Sí —continuó Helena—, seguramente se rascan el coño todo el día con sus uñas de acrílico con cristalitos. Es lo único que hacen y tengo que vivir con ello. Sé que hago lo posible por desempeñarme bien en mi trabajo, pero dirigir una revista de moda en este tiempo no sólo tiene que ver con entregar un producto bien hecho. Hay que promoverla, venderla, hacerla viral, comentada, likeada… y prostituida, según lo que me dijo ayer Adolfo. El lujo y lo exclusivo, como