¿ya no me va a entrenar Helena?
3
Gatarsis
No, no era un cliché. Ya le hubiera gustado: su vida sería mucho más fácil. Se hubiera casado con un ricachón que, a cambio de ponerle los cuernos, le habría dado una American Express ilimitada para comprarse las cosas más extravagantes creadas por Karl Lagerfeld. Y hubiera trabajado como pasatiempo: sólo para tener la dirección de una revista en su currículum y que sus amigas —más ricas que ella— tuvieran algo que envidiarle. Fue hasta la cafetera y contó las cápsulas usadas de café. ¿Cuántos llevo ya? Uno, dos… ¡seis! Madre mía, con razón tengo esta maldita taquicardia y no son ni las doce del mediodía. Ése era otro dato que mostraba que no era un cliché, porque si lo hubiera sido, serían whiskys y no nespressos.
Con una mano en el pecho y la otra sosteniendo una coqueta tacita de porcelana con el séptimo café, salió de la cocina con dirección a su sala de estar donde, durante los pasados días, había estado acuartelada. Se había dedicado básicamente a formar pilas con las revistas que había editado en el pasado. Esos compendios de rostros perfectos, titulares atrapantes e ideas que fueron magníficas en su tiempo —algunas lo seguían siendo— habían sido su compañía en los últimos días. Su celular había permanecido apagado desde su salida de la editorial. Simple y llanamente necesitaba estar sola para digerir lo que le había pasado, ese suceso que probablemente le cambiaría la vida para siempre. Una sonrisa, glaseada por el recuerdo, se asomó en su rostro cuando sus ojos se posaron en la revista que había sido decisiva en su carrera: Linda Evangelista con cabello rojísimo y sus poderosos ojos grises retaba y enamoraba desde la portada de un Bazaar de 1995.
¡Veinticuatro años, Dios! No podía creerlo: aún tenía el vestido de Alaïa que se compró el día que conoció a la Evangelista en Bergdorf Goodman. Y le seguía quedando igual de bien… Entrecerrando los ojos, recordó el aroma del Dolce Vita de Dior, con el que alguna vendedora se había perfumado en abundancia. Fuera de los vestidores, alfombrados en color crudo y con pesadas cortinas azul claro en la entrada de cada apartado, Helena se miraba atentamente en el espejo dudando si debía gastar tanto en aquel vestido. ¡Era tan absolutamente fabuloso! Imposible no llevárselo. Pero la imagen de Linda Evangelista saliendo de un vestidor la hizo olvidar sus tribulaciones. La top model se probaba un vestido de Versace que era un espanto. Sin dudarlo, y con su perfecto inglés, le dijo: “Please, don’t, dear. Most of the times Gianni is right. But when he screws it, he screws it good”. Helena se dio cuenta de que había cometido una imprudencia cuando la modelo quiso matarla con la mirada. Y pudo mandarla al demonio directamente, pero al analizarse mejor en el espejo, miró a Helena y le dijo: “Tienes razón, este vestido es horroroso”. Helena y la Evangelista rieron con ganas y decidieron ir a tomar algo. Durante la cena, Helena le reveló quién era y le pidió posar para la portada de Bazaar. La modelo, quien primero creyó que aquello era una encerrona, se negó airada; pero un par de botellas de champán más tarde y seducida por el encanto de Helena, terminó aceptando. Esa cena, además de darle una de las mejores portadas que produjera en su carrera, le dio también una gran amiga, que conservaba hasta la fecha. Cada vez que Helena iba a Nueva York, quedaba con ella a cenar y chismear.
—Pero tal parece que esto ya no importa —dijo en voz alta y dejó la revista junto a las otras en la mesa. Se le revolvió el estómago al recordar que hacía apenas unos días, en aquella cena de gala en la que coincidieron, la imbécil de Lilian Martínez le preguntó: “¿Quién es Linda Evangelista?”. Sí, ella: “la instagramer que más sabe de moda”. Ganas le dieron de meterle la copa de champán hasta el cogote, por Dios santo que sí—. ¿De verdad? ¿De verdad es este tipo de imbéciles a quienes la gente quiere leer y seguir? Es una mierda… —continuó hablando al aire, como si la rabia le hubiera dado voz a sus pensamientos.
Arrebatada, se puso de pie y caminó a la ventana… y una fantasía la asaltó. Se imaginó ahí, parada en el quicio, a Claudine, que la miraba retadora con sus labios laqueados y uno de sus modelitos extraños de Y/Project o Vetements que tanto le gustaban. Helena iba acercándose a ella, quien, retadora, la miraba con su sonrisa brillante y majadera. Y justo al estar frente a frente, de un certero empujón en el pecho, la tiraba al vacío. Ella miraba caer a Claudine con los ojos desorbitados y el cabello rubio revolviéndose… pero en ese momento sacudió la cabeza estremecida por ese negro pensamiento y se alejó de la ventana.
Dios, perdóname, se dijo santiguándose para alejar los malos pensamientos. Respiró hondo, pero sus sentidos se inundaron entonces del olor del papel que tanto le gustaba, aderezado por el diluido, pero aún perceptible, aroma de las muestras de perfume que se encartaban en las revistas. Miró todo aquello que para cualquier otro serían sólo papeles y noticias viejas, pero que para ella eran el testigo de su vida profesional.
Entonces lo sintió venir. Ese monstruo que le apretaba el pecho y subía por su garganta queriendo ahogarla. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, como vómito, un enorme sollozo salió de su boca. Con rabia se pasó la manga de la bata de seda para secar las lágrimas y se puso de pie a dar vueltas por la sala; fue hasta la ventana, caminó al librero y, al toparse con la mesa y las revistas, vino de nuevo. Y ahora ya no pudo contenerlo y lo dejó salir: quizás era lo mejor. Se tiró en el sofá y, después de un largo rato de erupción, poco a poco comenzó a sentir que se apagaba. La sensación era reconfortante. Durmió por horas. En la ventana, la luz de día se disolvió dando paso a la iluminación eléctrica de la calle. Los sonidos urbanos, como una melodía que cambiaba de ritmo insospechadamente, envolvían su sueño… hasta que otro tipo de ruido, más chocante y seco, rompió la peculiar armonía que la arropaba y la hicieron volver de su letargo. Se sentó en el borde del sofá, un poco borracha de llorar y dormir, y oyó de nuevo los golpes. Se tocó el pecho adolorido, movió de un lado al otro el cuello contracturado por la mala postura y miró hacia la puerta: de ahí venían los sonidos. Recordó que no quería ver a nadie, que no estaba lista aún.
—¡Abre, joder! —dijo una voz detrás de la puerta.
Helena se quedó sentada sin hacer ruido para ver si, quienquiera que fuera, se cansaba y se iba.
—Ya sé que estás ahí: no te hagas. El portero me dijo que trajeron comida en la mañana.
Era Lorna. Helena permaneció callada.
—Mira, no me voy a ir; tú decides: o me abres la puerta o seguramente la pedorra nueva rica de tu vecina llamará a la policía y, con un poco de suerte, me ayudan a tumbar la puta puerta.
—¡Cállate, por Dios! —dijo Helena abriendo la puerta de golpe y jalando a Lorna dentro de la casa—. De verdad, pareces adolescente, ¿No puedes dejar de ser tan pelada?
—Sí, sí parezco, y no, no puedo. Me encanta ser pelada. ¿Sabes? Las malas palabras están muy desperdiciadas. Son perfectas para describir emociones netas, en bruto. Deberíamos llamarlas “buenas palabras”, de hecho. En fin… ¿Cómo lo llevas, nena? —y se dejó caer en el sofá.
—Lorna, me conoces bien. Si no he tomado llamadas ni he buscado a nadie es porque no quiero ver a nadie. Tendrías que respetar eso.
—No, no me da la gana. ¿Sabes por qué? Porque te guste o no, tú y yo somos lo más interesante que tenemos en nuestras vidas. Y no quise decir lo que más queremos porque no soy tan ñoña. Venga, Helena, que soy yo. Y que eres tú. Y que tenemos la edad que tenemos… ¿No te parece más sencillo dejarnos de pendejadas?
Y Helena soltó una carcajada que, al igual que el sollozo de varias horas antes, le brotó de golpe. El pecho adolorido volvió a punzar y se dejó caer en el sofá junto a Lorna.
—¿Que cómo lo llevo, hija mía? De la chingada. Ni más ni menos.
—¿Ya ves cómo una se libera siendo pelada?
Y las dos rieron hasta que el estómago les dolió y unas lagrimitas residuales resbalaron por las mejillas de Helena.
—Venga, nena, sácalas. Verás que te sentirás mejor.
—Es lo que he estado haciendo toda la tarde. Después de días de negarlo, de tragármelo, de pensar