y verás que te van a suplicar que regreses.
—Lorna, ya lo dijiste: somos tú y yo. Hagamos un cut the crap y hablémonos al corazón. De lo que me pasó y de lo que puede significar en mi vida. No sólo dudo que me vayan a llamar de vuelta, sino que nadie más va a ofrecerme trabajo. Tengo miedo. Me pegó estos días aquí, en mi casa, viendo mis revistas, mis libros.
—Nena, ¿y para qué sacaste todas tus revistas? No es momento de conmiseraciones. La nostalgia es muy peligrosa.
—No soy nostálgica, ya lo sabes. El pasado ya no existe, se fue. Y si se marchó sin enseñarte algo, o peor, sin que tú lo aprendieras, estás perdida. No veía mis revistas por nostalgia, sino para tomar ideas.
—Y mira que has tenido muchas y muy brillantes…
—Pero justo buscaba lo opuesto: mis aciertos no son lo importante ahora, sino los errores. Y ver qué pude haber hecho mejor.
—¡Uf! Pero en este momento es tortura pura.
¿Sería verdad que sólo quería torturarse? ¿O sólo era una necia perdida por querer entender a un mundo que prefiere a las Claudines que a las Helenas. ¿Por encontrar las respuestas a preguntas que se venía haciendo desde hacía tiempo, como por qué hoy día valen más los likes que entender la moda? ¿O en qué momento se volvió más interesante una foto cursi de una influencer enseñando sus zapatos que saber por qué esos zapatos eran un objeto de deseo? Tenía que entenderlo, porque sólo así mataría ese maldito temor a sentirse caduca. Nula.
—Me siento acabada —dijo en voz muy baja.
A Lorna le dolía en el alma ver a aquella mujer poderosa, a esa fuerza de la naturaleza, así de abatida. Le partía el alma. Era testigo de lo duro que había trabajado, de sus esfuerzos para verse siempre extraordinaria y vestir como Dios manda, de ese puesto que siempre había atesorado tanto. No era justo que el mundo la estuviera dando por finiquitada. La miraba y corroboraba que ni siquiera sin maquillaje se veía de la edad que tiene, por eso traía locos a los jovencitos. Además de ser astuta y tener un ojo infalible para descubrir lo bello, para encontrar un diamante en medio de la mierda. Reconocía el talento nada más al verlo, se anticipaba a los deseos de la gente. Odiaba ver a aquella mujer que pateaba culos y reinaba en la industria editorial, ahí junto a ella hecha pedazos. No era justo. Y más que la profesional, le dolía su amiga. Esa mujer que contrató un helicóptero para llevarla al hospital cuando su embarazo se complicó y estuvo a punto de perder a Jaime, su hijo; que la ayudó a pagar su colegiatura hasta que consiguió una beca. Helena y ella habían estado juntas desde la universidad y lo habían vivido todo juntas y, a veces, una tenía que ser más fuerte que la otra para salir adelante.
—Y no te falta razón, mi alma. En efecto, hay pendejos que pueden pensar que a nuestros cincuenta y tantos estemos viejas y acabadas. Son los idiotas que se han quedado con el prejuicio del siglo XIX, cuando una mujer de más de cuarenta ya era una anciana. A ver: nuestras madres se sentían así. Son los mismos idiotas que creen que una mujer es inferior, y ya no te digo si es madura. Pero hemos trabajado muy duro para erradicar esos prejuicios. Algo habremos logrado, ¿no crees?
—Parece que no lo suficiente.
Se dieron un largo y emocionante abrazo, de esos que llegan hondo y calientan el interior como una sopa en invierno. Pero Lorna sabía que hasta el consuelo debía limitarse antes de que se convirtiera en conmiseración. Así que decidió echar adelante el plan “vuelve a la vida”.
—Deberíamos pedir algo para cenar aquí. No querrás salir a la calle con esa pinta —dijo Lorna suspirando y recomponiéndose.
—Perfecto. Sí, tengo hambre. ¿Pedimos una pasta a O’ Sole Mio? Ésa con piñones y zucchini.
—Me encanta la idea. ¿Tienes vino?
—Una caja que compré el mes pasado.
—Okey. Supongo que nos alcanzará. ¡Ah! Por cierto, se me había pasado decirte: también a mí me echaron del trabajo.
Muchas cosas pasaron esa noche, pero todas tenían que pasar. Fueron parte de la gatarsis, como siempre la llamaba Lorna: era una especie de catarsis pero con mayor cantidad de melodrama y toques de telenovela. “Uno de los privilegios de ser mujer”, decía. Pero después de tirar esa bomba, Lorna quiso jugar a la indiferente, al “todo esto no me importa”, y eso hizo enfurecer a Helena. El silencio era más denso que la polución de Pekín. Y quizá más difícil de soportar.
Helena estaba fúrica. Primero Lorna le venía con una perorata sobre ellas siendo ellas y dejarse de tonterías, y se guardaba esto. Y se hace la chistosa queriendo minimizar lo que le sucede, como siempre, y poner una fachada de humor ante algo que la lastima. A veces pensaba que lo hacía para sentirse la interesante. Sí, estaba furiosa.
—Tuviste que decírmelo.
—Te lo dije.
—Antes, quise decir antes. Vienes a hacerte cargo de mí cuando ya tienes suficiente en tu plato.
—Puede que sí, Helena, pero tú tienes problemas de digestión y yo no. Puedo comer todo lo de mi plato y ayudarte con el tuyo. Y cagarlo divino después. Tú tienes gastritis y úlcera y necesitas Ranitidina. Yo soy tu Ranitidina.
—¿En serio vas a bromear con todo esto?
—Nena: tú has sido la que ha estado encerrada todos estos días, no yo. Soy yo quien vino a buscarte, y por eso las cosas se dieron en ese orden: primero tú y luego yo. Si hubiera sido al revés… pues hubiera sido igual porque tú eres más dramática y egocéntrica que yo. Pero así te he querido siempre.
Helena apretó los dientes porque parecía que, por lo menos esa noche, no podría tener una charla seria con Lorna.
—Okey, cariño, muy bien. Mi ego está satisfecho por hoy. Vamos contigo, ¿por qué no me llamaste siquiera?
—Sí llamé, pero… —y extendió el dedo señalando su celular muerto sobre la mesa—. A ver, pasó ayer y fue bastante tranquilo. No dejó de ser una ojetada, pero fue menos teatral que lo tuyo. Hace un par de semanas le dijeron a mi jefa que había que deshacerse de la gente con mucha antigüedad en la revista: nueva política de emergencia en la editorial. Pero la idea era tratar de hacer que la gente se fuera motu proprio, para ahorrarse liquidaciones millonarias. De modo que la estrategia fue hacernos la vida imposible para obligarnos a renunciar.
—Sí, ya sé de lo que me hablas. Lo hicieron también en AO.
—Incluso la muy rastrera de mi jefa quiso recomendarme para un trabajo con la competencia, como si tratara de ayudarme. “Las cosas están muy mal aquí”, me dijo. Pero cuando decliné la oferta porque pagaban una mierda, comenzó a portarse conmigo como una hija de puta sin razón alguna. Me extrañó, pero ya sabes que a mí se me resbalan bastante las cosas. Apenas la semana pasada me llevó a la cafetería y me dijo toda la verdad: quería joderme para que renunciara. Le dije que no había problema, que si me querían fuera estaba perfecto, pero no sería gratis. Ya parece que después de tantos años de trabajo les regalaría mi liquidación. Entonces me dijo que justo esa mañana había hablado con Recursos Humanos y conseguido que la editorial me ofreciera una jubilación temprana.
—¿Jubilación? —chilló Helena como si se tratara del peor de los insultos.
—Jubilación, nena. Como si fuera yo Maggie Smith. Sólo me faltaba el sombrero de bruja. Ayer estuve todo el día con ellos: me amenazaron con hacerme auditorías, con revisarme hasta la laringe. Les dije que no tenía nada que temer, pero que yo sí podía demandarlos por acoso laboral. “Puedo ir a juicio sin problema: sé de buena fuente que muchas personas importantes los traen entre ceja y ceja y que sólo necesitan un escándalo para tirárseles a matar. Yo voy a ser ese escándalo”, les dije. Se cagaron, nena. Ya ves que puedo tener ese efecto en la gente. De modo que al final logré que me liquidaran… y que, además, siguieran pagando mi seguro social para jubilarme cuando me toque. Faltaría más.
—¡Los pusiste a raya! ¿Por qué Dios no me dio tus cojones? —le dijo Helena con los ojos brillantes.