Sally Green

Los reinos en llamas


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conducía a la torre de vigilancia donde se encontraban cuatro soldados, mirando hacia abajo, en su dirección.

      La muralla había sido construida por Thelonius después de la última guerra. Estaba hecha de piedra sólida, con fuertes y miradores para vigilar y proteger Calidor. También había puertas, una en el este y otra en el oeste, aunque era claro que a Marcio no se le permitiría utilizar ninguna. Él era un traidor. Había sido parte de un complot para matar a Regan y luego a Edyon. Las puertas no eran para él.

      Comenzó a trepar. Los escalones de piedra eran estrechos, y Marcio estaba mareado a causa del hambre y la sed.

      —Muévete, imbécil —gritó el guardia abajo de él.

      Lo maravilloso de estar así de exhausto era que a Marcio ya no le importaban los guardias. Casi nada le importaba ya. Ni siquiera le importaba caerse, sólo seguía poniendo un pie delante del otro.

      Y entonces llegó a lo alto de la muralla y miró al otro lado, a Brigant. No parecía tan malo: exuberantes pastos verdes, arbustos y árboles. Aunque llegar allí no sería un camino en línea recta. No había escalones de ese lado de la muralla. Mirando directamente hacia abajo, Marcio vio que la larga caída terminaba en una maraña de zarzas. Al otro lado había otra muralla más pequeña que tendría que escalar para entrar en Brigant. Primero debía encontrar una forma de descender por esta gran muralla, o podría simplemente arrojarse y poner fin al tormento. Pero por ahora no optaría por ninguna de estas opciones; miró de nuevo a Calidor… a Edyon.

      Había viajado una gran distancia en los últimos meses: a través de Pitoria hasta Dornan para encontrar a Edyon, luego había escapado con Edyon a Rossarb, cruzando la Meseta Norte, y luego había regresado, perseguido por soldados de Brigant. Y ahora comprendía cuánto su compañía, el alma y el espíritu de Edyon, lo habían mantenido en marcha. Extrañaba su presencia más de lo que alguna vez imaginó que fuera posible. Se iba de Calidor y nunca retornaría. Nunca volvería a verlo. Si le hubiera dicho a Edyon la verdad antes, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Quizás Edyon lo habría escuchado, quizás hubiera entendido.

      —¿Una lágrima final de despedida, Ojos Blancos? —le gritó un guardia—. Bueno, se acabó tu tiempo. Estás en nuestra muralla y si no bajas por tu cuenta, te arrojaremos nosotros.

      El guardia comenzó a trepar.

      Marcio tuvo la sensación de que las palabras del guardia no eran una amenaza vacía. Echó un vistazo final a Calidor: el reino de Edyon, ahora su hogar. Luego, cuando el primer guardia estaba llegando a la cima de la muralla, balanceó la pierna por encima del parapeto y se agachó. Buscó puntos de apoyo en la piedra y encontró pequeños huecos donde a duras penas podía acomodar las puntas de sus botas. Se aferró a la áspera roca, raspándose las rodillas, y de alguna manera pudo empezar a bajar. Sin embargo, en ese momento la mano perdió el agarre y ya, completamente falto de energía, en parte saltó y en parte cayó el tramo final, para aterrizar entre ramas y zarzas. Arriba, los guardias soltaron risotadas. Marcio gritó de dolor y desesperación, pero descubrió que no se había roto ningún hueso y, a pesar de haber quedado enredado entre las zarzas y de que éstas habían rasgado su camisa y arañado sus brazos, estaba intacto. Se abrió paso a través de un montón de ramas rotas y comprendió que la zanja, debajo, era profunda. La madera había sido puesta allí por una razón y pudo percibir el olor a brea. Toda esta área entre la muralla exterior de Calidor y la de Brigant, es tierra de nadie, una gran boca de fuego a la espera de ser encendida.

      Trepó a la siguiente muralla, en la que también encontró escalones incorporados, pero consciente de que al otro lado no habría ninguno. Llegó hasta la cima, se agachó sobre el parapeto y descendió gateando lo mejor que pudo para poner un pie en el territorio de Brigant, aunque por fortuna no había nadie alrededor. No estaba seguro de cómo sería tratado por la gente de Brigant, que no tenía precisamente reputación de amable y generosa. ¿Acaso podría ser peor que los soldados de Calidor que acababa de dejar atrás?

      Marcio comenzó a caminar. Lanzó una sola mirada hacia atrás para ver la muralla a lo lejos y la silueta de los soldados en la parte más alta. Descendió gradualmente por una colina. Pensó que ésa sería la forma más probable de encontrar un camino, tal vez personas y, con suerte, comida. Sintió alivio cuando encontró una corriente. Tomó agua y se bañó, se quitó el polvo de la piel y del cabello, y refrescó sus pies. Después de haber descansado, siguió la corriente hacia abajo, hasta que llegó a un camino pedregoso. No tenía nada para llevar agua, así que tomó un último trago y siguió el camino al este.

      Marcio avanzaba con paso lento. No había encontrado señal de vida humana, más allá del camino. Cuando anocheció, no logró encender una fogata. Nada tenía, ni siquiera una manta que lo mantuviera abrigado. Se tendió a dormir. Al menos, ahora podía descansar cuando quisiera. Al menos, ya nadie lo maldecía ni lo pateaba. Pero despertó durante la noche, alerta y temeroso: después de todo, estaba en Brigant, territorio enemigo. Marcio se agachó cerca del suelo, atento a los ruidos de la noche, pero no había sonidos humanos ahí. Fue en este instante cuando aparecieron las lágrimas. Estaba en verdad solo, sin amigos, sin familia, sin hogar e, incluso, sin reino.

      Recordó esa última vez en la celda con Edyon. Él había dicho que Marcio era “Un verdadero amigo. Y un amor verdadero”, pero Marcio lo había traicionado. Y ni siquiera cuando Edyon lo confrontó, Marcio consiguió decirle lo que en realidad sentía. Nunca había estado seguro, sino hasta que fue demasiado tarde, de todo lo que amaba a Edyon. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, cerró los ojos e imaginó a Edyon parado frente a él, imaginó que le decía cuánto lo amaba, imaginó que lo besaba y le rogaba que lo perdonara. Y en sus sueños, Edyon secaba con besos las lágrimas de Marcio.

      A la mañana siguiente, Marcio siguió avanzando hasta que vio una pequeña granja no muy lejos del camino. Se tambaleó hacia el lugar para pedir comida. Había gallinas en el patio, además de cabras y un cerdo. Era un lugar pequeño y pobre y, no obstante, le pareció el paraíso. Marcio golpeó la puerta de la granja, pero no obtuvo respuesta. Tenía que comer, tenía que conseguir algo. Un huevo y un poco de leche de las cabras le permitirían seguir andando por el resto del día. Seguramente el granjero podría compartirle un poco.

      Marcio se dirigió al gallinero y se deslizó dentro. Recorrió con las manos las estanterías y encontró dos huevos, que acomodó con gentileza en su bolsillo. Salió sintiéndose culpable, pero aún necesitaba tomar algo más. Para sobrevivir, necesitaba una manta y un odre para almacenar el agua. La casa estaba tranquila y vacía: ¿se atrevería a entrar?

      —Es eso o morir —murmuró para sí mismo mientras abría la puerta y entraba.

      La casa era pequeña y había muy pocas posesiones en su interior. Había una habitación con una cama individual a un lado y una rústica caja de madera que contenía algunas prendas y una manta. Marcio tomó la manta. Luego fue a la cocina —al otro lado de la habitación—, que tenía una chimenea, una mesa y dos pequeñas alacenas. En una encontró una pequeña jarra llena de leche. Marcio se lamió los labios y su estómago gruñó. La leche apenas rozó las comisuras de su boca, pero su sabor era graso y pleno. La alacena también contenía algunos quesos y manzanas. Marcio tomó un saco para guardar la comida y luego encontró algunas coles y nabos. Tomó uno de cada uno y también los metió en el saco.

      Estaba saliendo de la casa, cerrando la puerta cuidadosamente, detrás de sí, cuando escuchó un grito.

      —Hey, muchacho… ¿Qué estás haciendo?

      Marcio se giró. Se acercaba un hombre mayor. Marcio debía elegir: confesar y pedir perdón, o correr.

      Miró al hombre, que era nervudo, con una pequeña barba gris.

      —Bueno, ¿qué buscas? —gritó el hombre, frunciendo el ceño y moviéndose sorprendentemente rápido en dirección a Marcio, que retrocedió—. ¿Es mi saco ése que tienes ahí? ¿Me estás robando?

      —Sólo tengo hambre.

      —¿Y qué le pasa a tus ojos?

      —Ésos no los robé.

      —¡Eres