saco —el hombre volvió a aferrarlo, pero Marcio lo jaló y corrió unos pasos, volviéndose para suplicar—: Sólo tengo hambre. Sólo necesito un poco de comida.
El hombre se inclinó, recogió algunas piedras del camino y se las arrojó con gran precisión, mientras gritaba:
—¡Ladrón! ¡Ladrón abasco!
Las piedras golpearon a Marcio dos veces en la parte posterior de la cabeza mientras corría, y el hombre gritó; su voz viajaba sorprendentemente en el aire detenido:
—Te sacaré los ojos por robarme, abasco bastardo.
Marcio desaceleró en la cima de una colina antes de mirar atrás. El hombre estaba muy lejos, aún mirándolo. Marcio sacó los huevos de su bolsillo, los abrió y succionó su contenido. Arrojó las cáscaras al suelo y le gritó al hombre:
—Debí haber tomado también una gallina.
Esa noche, Marcio se las arregló para encender una fogata. Se envolvió en la manta y comió un poco de la comida, guardando lo que esperaba que fuera suficiente para el resto de su viaje. No sabía por cuánto tiempo estaría caminando y no podría arriesgarse a robar con demasiada frecuencia. Necesitaba llegar a un pueblo o a una ciudad. Necesitaba dinero, trabajo. Pero, a medida que avanzaba la noche, sus pensamientos se fueron desviando de esas inquietudes y regresaron, como siempre, a Edyon.
A la mañana siguiente, partió con las primeras luces, sin saber adónde se dirigía y sin estar seguro de querer llegar. Para empeorar más las cosas, empezó a llover. Marcio puso el saco sobre su cabeza y caminó penosamente hacia una hilera de pequeños árboles, lejos del camino, en busca de abrigo. Al acercarse, vio que los árboles crecían en un pequeño y estrecho valle. Resbaló por la pendiente de hierba mojada y barro, y aterrizó sobre su trasero, lo que suscitó una risita por encima de él. Marcio levantó la vista y se encontró con un chico apoyado contra el tronco de un árbol.
El chico era más pequeño que Marcio, extremadamente delgado, tenía un ojo negro hinchado, cabello rojizo desordenado y botas que lucían demasiado grandes para él. A modo de saludo, abrió su chaqueta hecha jirones para revelar que sus pantalones, que también eran demasiado grandes, estaban sostenidos por un cinturón de cuero grueso y desgastado, y dentro de éste estaba acomodado un largo cuchillo.
—No quiero problemas —dijo el joven.
—Yo tampoco —respondió Marcio—. Sólo quiero escapar de la lluvia.
—Igual que yo —el chico señaló con la cabeza el árbol a su lado—. Allí hay espacio.
Marcio caminó hasta el árbol, extendió su saco y se sentó sobre él. Miró al chico, que lo observaba con atención.
—Mi nombre es Sam.
—Marcio.
—No parece que la lluvia vaya a detenerse pronto.
Marcio no estaba de humor para una conversación sobre el clima, pero no le haría daño ser amigable.
—No, tal vez no.
—¿Tienes comida?
—Un poco.
Sam cerró su chaqueta para esconder el cuchillo y esgrimió una sonrisa en su rostro.
—¿Qué tienes?
—Queso, una manzana, nabos y col.
Sam se relamió los labios.
—Delicioso.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
El chico se encogió de hombros.
—Ayer… o el día anterior, tal vez.
—¿Sabes cómo poner trampas para conejos?
Sam dijo que no, pero parecía confiado.
—Préstame tu cuchillo y te mostraré como hacerlo.
—No voy a caer en ese truco.
Marcio suspiró.
—Mira, hay agujeros de conejo por todos lados. ¿Qué tal si… te muestro cómo hacerlo, y tú lo haces? No tocaré tu cuchillo.
Sam asintió.
—Seises.
—¿Seises? ¿Qué significa eso?
Sam parecía confundido.
—¡Seises! O sea, trato hecho. Como una buena jugada de dados. Seises.
—Ah, ya entiendo.
Marcio le mostró a Sam cómo seccionar un trozo de una rama, cortarla y pelarla para hacer una pieza flexible que pudiera ser transformada en una trampa para atrapar un conejo. Sam aprendía rápido y trabajaba bien con las manos, pero nunca dejaba que Marcio se acercara al cuchillo, siempre lo metía de nuevo en sus pantalones cuando no lo estaba usando.
Después de que pusieron las trampas, Sam preguntó:
—Tú no eres de Brigant, ¿cierto? ¿De dónde eres?
—Soy abasco de nacimiento. He viajado bastante, ahora estoy probando suerte aquí —Marcio cambió rápidamente el tema y preguntó—: ¿Y tú de dónde eres?
—Blackton. Una pequeña aldea en el norte junto al mar.
—Entonces, ¿cómo llegaste aquí?
—Mi amo no podía pagarme, ni siquiera podía alimentarme. Y escapé.
—¿Le robaste la ropa? —Marcio sonrió, mirando los pantalones y las botas extragrandes.
El rostro de Sam se tensó.
—No soy un ladrón. Son míos.
Marcio asintió.
—Entonces, ¿fue tu amo el que te puso un ojo morado?
—¿Y tú alguna vez te cansas de hacer preguntas?
Era evidente que Sam se había metido en algún tipo de lío y que ésas no eran sus vestimentas normales. Pero Marcio no siguió presionando. Ambos tenían historias que no querían compartir.
—Así que vienes escapando desde el norte. ¿Adónde te diriges? ¿A Calidor?
—¡Calidor! Ellos son nuestros enemigos. ¿Por qué iría allí?
—Trabajo. Dinero. Comida. Es la tierra de la leche y la miel, después de todo.
Sam sacudió la cabeza.
—No por mucho tiempo, según dicen. De todas formas, voy a unirme al ejército. Ése es el lugar ideal —sonrió—. Allá podríamos encontrar trabajo, dinero y comida.
—Y la guerra y los combates —Marcio pensó en Rossarb—. Y la muerte y la destrucción.
—No para los vencedores. Los vencedores no son destruidos.
Marcio miró a Sam de arriba abajo. Era apenas un chiquillo. No debería estar en el ejército.
—Tú eres un vencedor ¿cierto?
Sam se encogió de hombros.
—Me defiendo.
Marcio no mencionó el ojo morado.
—¿Cómo puedes unirte al ejército? ¿No tienes que ser primero escudero de un caballero o algo así?
—No en el caso de las brigadas juveniles. Sólo tienes que ser fiel al rey, y lo suficientemente joven.
—¿En serio? —el interés de Marcio despertó. ¿Era éste el ejército del que Edyon tenía que advertir a su padre?
—Son los mejores. Dicen que tienen poderes especiales, fuerza especial. Viven para siempre.
Tenía que ser el ejército de jovencitos, alimentado por el humo de demonio.
—Mmm. No