sobre el ser, de lo que «es», exige un punto de visión: ¿el lenguaje?, ¿los conceptos de la mente?, ¿una actitud dialéctica? Una definición previa y una aclaración de términos nos llevarían a una escolástica. El presente texto adopta el método fenomenológico: partir de experiencias previas y preconceptuales para llegar finalmente al lenguaje y a una posible definición.
Las «experiencias» a las que nos referimos son esencialmente mis experiencias individuales, y de los demás seres humanos de mi entorno en cuanto se me comunican. La experiencia se toma en el sentido más amplio que lo permita mi conciencia tanto del mundo físico, como de los mundos emotivo e intelectual. Puedo experimentar el calor o el frío, el peso de una piedra, la dureza de un tronco o bien la alegría de una emoción, la tristeza de una incomprensión; o a nivel intelectual, las construcciones espirituales, los objetos inmateriales, los nexos lógicos o la creación de ideas.
Con las experiencias en toda su apertura humana, se establece el fundamento de la fenomenología para toda reflexión personal y el diálogo interpersonal. No se niega que otros pensadores hayan colocado sus reflexiones sobre la experiencia; solo se pretende fijar un punto de partida para la aplicación coherente del método. Un caso evidente es el de Hegel en Fenomenología del espíritu (1994, p. 11). Su punto de partida es también la experiencia, pero su método lo aparta de la realidad experimental y lo enfoca en la conciencia (ibid., p. 12).
En la fenomenología, el análisis no se concentra sobre la conciencia como en Hegel (ibid., p. 13), sino sobre el objeto de la experiencia: las cosas, todo lo que se da a todos los niveles, tanto lo sensible y lo emocional, como lo especulativo. Sobre todos estos objetos se coloca la pregunta «¿es?». Nace el método con la reflexión sobre los objetos, lo cual confiere a la metafísica, desde la fenomenología, su carácter concreto y su profundidad, limitada únicamente por las posibilidades del objeto experimental. El fenomenólogo ve delante de sí el mundo de los objetos materiales, el cosmos y la realidad científica, y el horizonte de la vida, como la biósfera –tanto material como psíquica– y las diferentes esferas de la cultura y de la creatividad emocional y especulativa. La proyección hacia lo dado libera la fenomenología de todo el discurso ontológico, fundado en conceptos y definiciones para aproximarse al objeto general de todo conocimiento: el «es» que se da en todas las cosas.
El método obliga a aproximarse al «es», a dejarse dominar, a involucrarse con él, antes de proceder con la propia vivencia y convertirlo en un objeto de conciencia. Se evita entonces la abstracción de toda la metafísica escolástica, derivada de conceptos y definiciones, tan adversada por Heidegger (¿Qué es metafísica?, 1975, p. 23; e Introducción a la metafísica, 1980, p. 67), y demás ontologías; entre estas las de Zubiri (3) , Lonergan (4) , y Hartmann (5) . No es cuestión de enfocar el «ser» como esencia, sino el «es» existencial, su inmediata presencia. El término «es» generalmente no se da solo, sino determinado: es hierro, es agua, es viento, es palabra, es poesía, es concepto, es bueno, lo cual nos conduce a la observación de un contenido definible y no al mero acto de existir. Tenemos que resistir a la invasión del contenido, aunque este se relacione de inmediato con el simple existir determinado y particular. Y este es el punto de arranque de la fenomenología, el existir concreto y particular, que «es»: parcial, fragmentario, limitado, no «en sí», sino «en otro», como puede verse en los ejemplos: este es un bloque de mármol, este es un banano, este es un individuo humano. Nunca se afirma una totalidad, sino un objeto limitado, una parte, un algo finito.
3. Véase Sobre la esencia (1962, p. 87).
4. Véase Insight: A Study of Human Understanding (1972, p. 356).
5. Véase Ontología (1965, p. 20).
INTRODUCCIÓN
La metafísica es ante todo una palabra derivada de las obras de Aristóteles y de sus editores: Teofrasto, su primer sucesor en el Liceo, y Severino Boecio (6) , quien le puso ese nombre. Con el tiempo ha llegado a significar el tipo de especulación filosófica que responde a la pregunta última y más simple: «¿es...?», y sus derivados: «esto, ¿qué es?», «¿no es?». El ser, el parecer, el aparecer. ¿Es hombre?, ¿no es sombra?, ¿no es árbol? Pero algo es... Decir que esto «es», en afirmativo, significa indicar una acción, usar un verbo. Al ver escribir una poesía, digo fácilmente: este poema pasa del no ser al ser (aparece). Al afirmar que algo «es», se utiliza un término general aplicado a lo concreto y a lo singular. Esta es la dificultad inherente a la metafísica: utilizar términos generales para indicar objetos particulares; es lo que la fenomenología se esfuerza por evitar. El lenguaje deberá ajustarse, cuanto sea posible, a la singularidad del «es».
La pregunta «¿es?» constituye la interrogante más vaga, indeterminada y general sobre algo inmediato y particular. Se presta a varias interpretaciones, pero depende del contexto y de los supuestos con que esta pregunta se formula. Aristóteles la pone en relación con los filósofos que lo han precedido: los milesios, los italianos, los sofistas, Sócrates y Platón. Los que él llama los «físicos» preguntaban por la causa primera del mundo y de las cosas, buscándola entre los «entes» o elementos de este mundo material. Después de Sócrates, la pregunta se vuelve «conceptual», por lo que será preciso definir un concepto a partir de los casos particulares. Un ejemplo es el de la virtud, que es un valor particular de una persona determinada; entonces, ¿es posible enseñar la virtud?
Más tarde la pregunta resurge de acuerdo con intereses éticos: estoicos, epicúreos, místicos, como en Plotino (Enéadas) o Boecio (La consolación de la filosofía). Con san Agustín (La ciudad de Dios, 2007, p. 43), la pregunta se refiere esencialmente a Dios. Con los filósofos árabes de la Edad Media, la pregunta se coloca en un contexto panteístico. Luego, santo Tomás de Aquino (Suma teológica, 1947, p. 112) –y en general la Edad Media cristiana– regresa al aristotelismo sin dejar de oscilar entre el realismo tomista y el platonismo agustiniano.
En el Renacimiento, el «¿es?» se dirige al hombre o se efectúa desde el hombre: mi persona individual. Con la Edad Moderna y el poscartesianismo, generalmente se unifican las dos perspectivas: la del ser y la del pensar. Finalmente, en el mundo contemporáneo
–Wittgenstein (Tractatus Logico-Philosophicus, 1933, p. 23)–, tanto la filosofía científica como la filosofía del lenguaje, el estructuralismo y la deconstrucción, se cuestionan sobre la pregunta.
El enfoque fenomenológico de la metafísica consiste en «ver el acontecer». La fenomenología es esencialmente una reflexión. Y desde la experiencia conserva, en su reflexión, la proximidad de su origen: la experiencia. En su origen es un ver, sentir, gustar y palpar, olfatear, oír y ver, sentir, incluso intelectualmente. En sentido metafórico, el ver se aplica a toda clase de experiencia, incluyendo las especulativas: ver la identidad, ver la diferencia, ver las relaciones, ver las consecuencias, y ver las formas.
En el «acontecer» se comprueba la unidad del «es»: todas las cosas responden a la misma interrogante: «si es» o «si no es». Esta unidad general supera el dualismo tradicional demasiado rígido y artificial entre el alma y el cuerpo, la materia y la forma, la esencia y los accidentes. Según la visión tradicional, este dualismo domina toda la metafísica:
1 Lo accidental se percibe con la sensación.
2 Lo sustancial se percibe con la mente.
La separación entre:
Experiencia = cuerpo espacio-temporal; por ejemplo: un «carro».
Pensamiento = alma-mente intemporal, inmaterial; por ejemplo, un «conductor».
Es una separación que tiene su origen en Aristóteles (loc. cit.), quien separa lo sensible como accidental de lo inteligible, con estas características:
1 Accidentes: individuales,