Antonio Gallo Armosino S J

El Acontecer. Metafísica


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detectan otras dimensiones y condiciones, este ‘ser’ no acabará por verse más limitadamente que en la perspectiva anterior.

      1. Aurora del ser

      Haremos entonces una ontología auroral, con este ser que amanece, entre noche y día, mientras las sombras todavía sumergen los valles, y no hay separación entre oscuridad y luz, ni hay formas definidas en el espacio; este ser ya nos cuestiona y nos penetra, pero suavemente, no es exterior ni interno, pero es nuestro y es compartido, y nos despierta en el alma una esperanza, nos abre caminos para andar, aún en la incertidumbre del alba. Entonces, este ser es emoción, deseo de vida, proyección hacia el futuro, suscitador de sueños, frescura y respiro. No hace falta preguntarle al ser por sus propiedades, porque todas están allí, no como objetos definidos, sino como virtualidades que flotan como en un mar. En este, el tiempo no ha nacido todavía ni el espacio posee extensión; Marcel, en El misterio del ser (1964, p. 56), los llama «intersubjetivos» y Levinas, en De la existencia a lo existente (2006, p. 79), «un perpetuo nacimiento». No son visibles ni invisibles. En este instante, nuestros huesos son como las piedras de la montaña, y nuestra carne es como la pulpa de la fruta, y nuestra sangre fluye como la corriente escondida entre las colinas. Solo más tarde, en un acto tras otro, habrá una posibilidad de conceptualización para separar una idea de otra, para recortar las imágenes en figuras artificiales. Por ahora estamos en el mismo ser, luz de sombras, conciencia sumergida en la niebla anónima, sensaciones que colindan y se funden con el sentimiento.

      Y esto no es todo. Encontramos este ser, en el atardecer, entretanto la vida sigue el curso del sol, y parece irse con él, en la profundidad. El crepúsculo vuelve a disolver aquello que habíamos arbitrariamente congelado en cubitos de cristal, la línea del horizonte ha sido borrada, el cielo ha recuperado la consistencia del suelo, y el aire denso nos rodea y estrecha como una muralla que obstruye la expansión de nuestros deseos. ¿Es esto un ser de la muerte? Es la angustia de una separación: las personas se hacen diáfanas como los caminos, la voz se pierde en el vacío. No hay resonancias ni respuestas. Son las nuevas «propiedades» de este ser individual y fugaz. Es un ser heraclíteo. El espacio se cerró, el tiempo se ha desvanecido, ni siquiera permanece en el recuerdo: solo queda este presente sin dirección, sin futuro, sin ubicación en un lugar estable. Aquí fallan las diez categorías aristotélicas. Este ser nos devora poco a poco, calmadamente, dulcemente, dejándonos el sabor amargo de las despedidas. ¿Deberíamos afirmar que este es menos ser que el del mediodía a pleno sol? Quizá lo podríamos olvidar, si fuera un caso único. Pero está presente cada día, igualmente como la aurora, como la media mañana, como la media tarde. Entonces, si pretendemos analizar el ser limitado que se nos da en la experiencia, debemos dar lugar a cada uno de estos seres para comprenderlos.

      Y nos queda todavía este ser en la noche. La noche posee vida propia: a veces natural y a veces artificial. Es la tierra de ensueños y pesadillas. Aún en la noche este ser refleja alguna luz parcial. A pesar de todas nuestras luces artificiales, no se logra espantar la oscuridad. Los faros apenas logran señalar la pista de la calle y sus colores deben ser exagerados para que sean visibles. Aun así se pierden en el trasfondo negro común. Las sombras proyectadas en la noche son más densas y esconden el peligro. Es el ser de la noche, no es la nada. Quienes aprovechan la noche para dormir, la niegan como ser: solo desean liberarse del peso de este ser diurno que los agobia con sus trabajos, emociones y preocupaciones. Todas estas son realidades nocturnas, muy claras, que la tiniebla periódica es incapaz de desvanecer. Hay que invocar el sueño, la píldora, como una defensa frente a este ser, demasiado concreto que se nos da y se nos impone. Y quienes desean convertir la noche en día, solo se agarran a un archipiélago de islotes flotantes entre la materia líquida sin iluminación. Es un ser engañoso, un ser ilusión que ni siquiera pretende ser verdad. Tales son las propiedades de este ser, tan repetitivas y generales como el llamado tiempo o espacio, sustancia y accidente, materia y forma, especies y géneros. Y también más verdaderas, porque propician la generación y la corrupción. Los niños nacen generalmente de noche, los viejos mueren en su mayoría de noche. Gritos de alegría y llantos desesperados, son como los frutos contradictorios de esta clase de seres.

      Aún no hemos agotado las miles de situaciones en las que este ser particular fragmenta la existencia. No existen solo los extremos del día y de la noche, de la aurora y del crepúsculo. Cada día es diferente y cada sentimiento nos asalta con nuevos ímpetus, y cada persona nos desafía con su insondable profundidad. Veamos la casa sobre la colina: parece sólida, inmóvil, con sus paredes como espejos de marfil; nada hay más real. Pero con tal de que se acerque un día de viento, y haga temblar los vidrios, que se condense un temporal y una descarga de lluvia la esconda detrás de una cortina, toda su realidad se precipita hacia una distancia inalcanzable o será que recupera su verdadero ser de inexistencia. Y ojalá no se le arrime un temblor fuerte. La colina zozobra, se infla y vibra como un vientre enfermo, las paredes se bandean y caen, y se llevan en su ruina y entre los escombros toda una historia. La casa ya no protege, la familia está desamparada, y se desespera al buscar un cabo al que atar la existencia en el vacío de sus recuerdos. ¿No es el horror más duradero que el tiempo?, ¿no es la herida más extendida que el espacio?, ¿no es la pena compartida con la bondad, más fuerte que el pensamiento?, ¿no es el cariño más sólido que una caricia? Si algo es, este ser particular suma todas estas propiedades, que no son cualidades, no son adjetivos, solo son sustantivos.

      Será necesario revisar cada una de nuestras palabras para ver si alguna se resiste a la irrupción del ser, del ser que acontece día tras día, movimiento por movimiento, en la secuencia de los actos de nuestra experiencia. Husserl insiste en el «horizonte», como la palabra que refleja tanto lo concreto como la apertura, sin establecer parámetros previos al acontecer. Es horizonte tanto lo más inmediato y nítido, como lo lejano e indeterminado. Jaspers encuentra que el «envolvente» abre mayores posibilidades porque llega hasta el espíritu. El problema de las palabras consiste en que estas siempre tienden a expresar una totalidad, mientras el ser particular ignora la «totalidad» en cambio de la «diferencia». Las cosas mismas establecen sus diferencias. No existe el ser indiferenciado; cada ser llama a su propia existencia, incluyendo el ser que soy yo mismo. Esto no impide que un ser particular, al mismo tiempo en que establece diferencias, continúe con otro ser particular. Su relación no es de contigüidad, sino de continuidad. Este ser no está cerca del otro, sino con el otro. Y de puente en puente se llega a los bordes del universo, a lo que llamamos «el mundo».

      En De la existencia al existente (2006, p. 95), Emmanuel Levinas encuentra difícil reconocer la unidad en esta pluralidad de seres que constituyen el mundo. El problema deriva de la oposición entre los que son los aconteceres que comunican entre sí y el orden racional que más bien divide. Los espíritus son opacos y no comunican directamente. Todo «yo» se encuentra en la imposibilidad de encontrar un «tú». Esto nos hace dudar de la capacidad de la inteligencia para cumplir con su función unificadora. Más bien se descubre el «ser», allá donde esta termina, o se interrumpe el juego de nuestras relaciones con el mundo. Lo racional se da, entonces, como un límite del ser. En esta ruptura de lo racional no es que se encuentre la muerte o el puro yo, sino el ser sin nombre. Merleau-Ponty lo llamaría «el ser bruto» (ibid., p. 58), lo que está más allá de la racionalidad que relaciona con el mundo. Esta relación no es la «existencia» misma, porque la precede, porque la existencia es anterior al mundo. En donde se termina lo que significa la palabra mundo, allí nace la situación primera que nos vincula con el ser. No se puede negar el hecho de que «es», el hecho de que «hay» un ser. Allí es donde el ser se da como «evento» o acontecer.

      Por esto, Levinas habla de un «nacimiento»: el acontecer es este nacimiento. El nacimiento contrapone la existencia al existente. Esta oposición parece paradójica: imposible sostenerla. Un ser no puede recibir existencia a menos que ya exista: «Este asume la existencia, existiendo ya» (ibid., p. 86). Sin embargo, en el proceso de nuestra experiencia se afirma esta dualidad. En mi existencia consciente hay «momentos» en los cuales esta «adhesión» o identidad, de la existencia al existente, se ve como una «separación»: «Es la “conquista” del ser que recomienza perpetuamente» (ibid., p. 87).

      2. Este ser y la pereza