Antonio Gallo Armosino S J

El Acontecer. Metafísica


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uno de los horizontes particulares: es algo tan abarcador que ya no es visible como un horizonte.

      Como puede comprobarse, esta presentación corrobora la progresión biológica evolutiva hacia el espíritu que se ha visto en Teilhard (1959, p. 45). El envolvente aparece y desaparece ante nosotros en dos perspectivas diferentes: o como un ser él mismo, en el cual y por el cual nosotros existimos; o bien, como el envolvente en el cual nosotros estamos y en el cual todo tipo de ser se nos da. Este sería el fundamento último por el cual se nos hace posible que cada ser particular se manifieste a nosotros como un ser. Es algo más profundo que cualquier ser particular aprehendido experimentalmente en un nivel superficial. Se necesita una reflexión profunda y reductiva, camino al ser completo. Con esto, Jaspers, con la típica indeterminación de sus pensamientos, intenta coronar y justificar aquello que realmente se da en la actividad experimental. El envolvente es algo que nunca se podrá experimentar por sí, pero que en cierta medida es experimentado en cada uno de los seres particulares, y complementa su conocimiento.

      El conocimiento de un ser [de uno a otro] llevado a la multiplicidad, aunque se trate de seres particulares, trae consigo una ruptura hacia la dispersión general y nos conduce necesariamente hacia lo infinito, a menos que alguien le fije un límite de manera arbitraria. El reconocimiento de lo envolvente sitúa a cada ser conocido y además experimentable, como «un todo» sometido a las mismas condiciones. La búsqueda de este ser, más allá de una serie sin fin de seres particulares, es precisamente la nueva forma de investigar de la fenomenología. El envolvente está en la base tanto del ser de las cosas, o ser natural, como del ser de uno mismo, o ser espiritual. En todo caso, no se nos da como «algo», sino más bien como «un límite», aunque nos esforcemos en verlo con un conocimiento claro y objetivo, parecido a nuestro modo de ver las cosas, distinta la una de la otra, como si estuviéramos fuera de nosotros mismos. En este punto de observación supuesto, siempre nos encontraríamos dentro de aquello que pretendemos observar. Sin embargo, entender el carácter del envolvente posee el sentido de crear una posibilidad, establece un espacio abierto e impide que uno se pierda en algo que es meramente conocido, condenándolo a uno a estar separado de la trascendencia.

      Sin duda, el envolvente posee una realidad análoga a la de la energía de la «complejidad-conciencia» en Teilhard (ibid., p. 77) y al misterio del ser en Marcel, en Ser y tener (1995, p. 52). Para entenderlo, es necesario no dejarse arrastrar desde el orden real al orden conceptual, precisamente porque está presente en la realidad de cada ser individual existente, aunque no pueda ser definido por un concepto sin ser destruido en su realidad. Con ello subrayamos la actitud de todos los fenomenólogos que quieran mover su exploración del ser desde lo inmediato experimental particular hasta su fundamento, que abarque la generalidad de los seres, y hasta las raíces de su capacidad existencial: «El espacio abierto de tal modo de filosofar, se vuelve un peligro a menos que uno mantenga firmemente la conciencia de su propio potencial de existencia» (loc. cit., p. 76).

      Análogamente, Levinas, en De la evasión (1999), encuentra en el infinito, este soporte del ser que lo rige y justifica: «Lo infinito en lo finito, lo más en lo menos» (p. 74). Hay una continuidad entre los dos debido al deseo que se impone en la realidad, sin que se convierta el infinito en un puro objeto mental: «Pensar lo infinito, lo trascendente, lo extraño no es pues pensar un objeto. Pero pensar lo que no tiene los lineamientos del objeto, es hacer en realidad mejor y más que pensar» (ibid., p. 75). Y esto se debe a la trascendencia. Se produce la distancia entre yo y Dios, en el mismo ser. La distancia se mide en la trascendencia de lo infinito con respecto al yo, que está separado de este, y que lo piensa y mide en su infinitud. Se descubre entonces el infinito por la trascendencia del ser, como propiedad de este: «Lo infinito es lo propio en un ser trascendente en tanto que trascendente, lo infinito es lo absolutamente otro» (ibid., p. 76). No se trata pues de una idea, está infinitamente alejado de su idea porque es infinito. La distancia de la trascendencia no tiene el valor de una oposición como la que media entre un pensamiento y su objeto, en nuestras representaciones conceptuales; o bien, entre el acto y su objeto.

      Porque la distancia donde se produce el objeto no excluye, sino más bien implica que este objeto sea poseído, es decir, intervenido en su ser. No es como un deseo corriente, que se satisface al conseguir lo deseado; en el deseo de lo infinito, la posesión de lo deseado lo suscita en lugar de apaciguarlo: «El deseo metafísico desea el más allá de todo lo que puede simplemente colmarlo» (ibid., p. 73). Este tipo de relación supera la simple idea del otro en mí, es decir, se vuelve perfectamente desinteresada, y detiene la negatividad, por la cual el yo ejerce en él «mismo», el poder y el dominio. Se produce positivamente la posesión de un mundo en el cual el yo puede ejercer la bondad, dando al «otro». Este se vuelve como la presencia frente a un «rostro». Levinas llama un «rostro» a lo que desborda la imagen de mi idea, de la idea a mi medida: «Pues la presencia frente a un rostro, mi orientación hacia el Otro, no puede perder la avidez de la mirada, más que mudándose en generosidad: incapaz de abordar el Otro con las manos vacías» (ibid., p. 74).

      Esta transformación es efecto del infinito, el cual revela en el yo este poder y descubre su libertad y responsabilidad: «Lo infinito que desborda la “idea de lo infinito”, acusa la libertad espontánea en nosotros» (ibid., p. 75). Frente al rostro del «otro» no hay indiferencia; la expresión del «otro» se recibe en el discurso, que supera las generalidades del ser para exponer la totalidad de su contenido: «Es pues recibir del Otro más allá de la capacidad del yo; lo que significa exactamente: tener la idea de lo infinito» (loc. cit.). Un filósofo de la fenomenología, sea Marcel con la necesidad de la trascendencia y del misterio, sea Merleau-Ponty con lo invisible en lo visible, sea Levinas con el infinito en lo finito, alcanza a recorrer toda la escala de los seres particulares, y a elevarse a la realidad que desborda los simples problemas teóricos, y dejarse transformar por la presencia de lo trascendente.

      19. La materia del mundo.

      CAPÍTULO 4

O NTOLOGÍA EN PLENO SOL

      CAPÍTULO 4

      ONTOLOGÍA EN PLENO SOL

      Los filósofos que han desarrollado temas de ontología, encuentran en un ser sensible las dos clásicas dimensiones: una extensión en el tiempo y una en el espacio. Basta con recordar las formas a priori de la sensibilidad en Kant, Crítica de la razón pura (2010, p. 23), y de allí hasta nuestros días. Llamaremos a este tipo de filósofos, ontólogos «en pleno sol». Esto significa que: o se olvidan de la necesaria conexión con el ser individual de la experiencia o ni siquiera se refieren a una experiencia concreta y hablan del ser material (recuerda a Descartes y la «res extensa») en general como de un concepto universal con las dos dimensiones también generalizadas. Esto significa colocarse como Zaratustra (fundador del mazdeísmo), en pleno mediodía, al estar todo en completa visibilidad, las sombras son más transparentes y cualquier ser particular aparece rodeado de una luz esplendorosa, en el centro del espacio que se prolonga en todas las direcciones; y es netamente alcanzable hasta muy lejos, hasta el horizonte. También se coloca en el centro del tiempo, no solo de la jornada, entre mañana y tarde, sino también en el centro de su prolongación hacia el pasado y el futuro, aunque estos sean menos visibles. En estas condiciones, es corriente crear una teoría del tiempo y del espacio, como si los dos elementos fueran únicos y suficientes para decir lo que el ser es.

      Pero el verdadero fenomenólogo no se contenta con estas generalizaciones. El mediodía, es decir, la plena luz, no es sino una condición transitoria y muy limitada de un ser, cualquiera que este sea: un libro para leer, un paisaje para contemplar, un árbol frutal, un niño que juega, un campesino en la milpa, una casa sobre la colina. Cualquiera de estos objetos, o seres particulares, está como por encantamiento en el centro de un espacio y un tiempo que pueden ampliarse en todas las direcciones, casi hasta el infinito. Pero, entonces, sin hablar de este espacio ni de este tiempo, y mucho menos de este ser particular con todas sus particularidades. Nosotros sugerimos cambiar el reconocimiento del ser a otras horas y momentos. ¿Podríamos observar estas mismas