Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


Скачать книгу

que escasearían en el momento supremo para ser sustituidas por tiros a quemarropa. Y la vendedora de empanadas con infaltable canasta babélica redonda sobre la cabeza apodada La Sandoval (Patricia Reyes Spíndola) vuelve ubicuo su inmemorizable pregón (“Empanadas, ensaimadas, encimadas, emtomatadas, emfrijoladas, empedradas u lo que sea”) en la calle polvorienta y en la taberna, para intimar con tres prostitutas enanas y avisar acerca de la traición del abominable Viejorséndez a los enviados villistas, ya contrapuestos y separados.

      En consecuencia, alertado por las delaciones y en perpetuo patológico estado de alerta, al exasperado oficial yanqui no le será difícil tender con facilidad una eficaz trampa, de simple espera paciente, y capturar al no obstante también advertido Chicogrande y su acompañante, quien será puesto en manos de la implacable tortura a latigazos para obligarlo a confesar el sitio en dónde se esconde su general Villa, y después aprehender al voluntarioso joven Guánzaras, de inmediato ultimado a balazos. Dado por muerto en varias ocasiones, primero en el tormento del látigo y luego dos veces acribillado, el reacio a la traición y correoso a los balazos Chicogrande todavía tendrá fuerzas, extrayendo energías sobrehumanas de la sangre derramada que le anega la faz y de la nada agónica, para acometer con ferocidad sólo armado de un providencial rastrillo de paja, para sustraerse a su enemigo jurado previamente debilitado a balazos, para apoderarse a punta de pistola del médico gringo indispensable en la curación de Villa, para cruzar el páramo sobre su cabalgadura obligando al otro a seguirlo (o precederlo), para desplomarse del cuaco ahora sí medio muerto, para ser amarrado por el doctor Tim a la silla de montar y mantenido muy erecto gracias a un ingenioso dispositivo de ramas, para dar la impresión de ir impávidamente sentado, para protagonizar una persecución in extremis a lo lejos y para ser alcanzado, ya cadáver sorpresivo, por la ventajosa tropa punitiva, mientras el doctorcito extranjero sigue su camino, sin ser obligado por nadie, hacia el escondrijo enemigo, dispuesto a realizar por impulso propio su hipocrática labor providente.

      En Chicogrande (Sierra Alta Films – Fidecine : Imcine, 95 minutos, 2010), primer superproducido engendro ficcional de los festejos oficiales del Bicentenario e hipergrandilocuente filme 26 del veterano ya de 73 años tan terminalmente celebrado por el priismo como por el panismo en el poder Felipe Cazals (luego de sus infumables bodrios desestructurados Digna... hasta el último aliento, 2004, y Las vueltas del citrillo, 2005), con guión suyo basado en un argumento original de Ricardo Garibay que ambos habían desarrollado tres décadas atrás (aunque vetado a última hora para su rodaje por la infausta cinefuncionaria Margarita López Portillo), las inefables imágenes paisajistas y con caballitos cabalgando hacia la vernácula cámara de Damián García se tornan amarillentas anémicas, la rigurosa dirección de arte de Lorenza Manrique se desmedra a hipótesis decorativa de pueblacos semifantasmas, la apretada edición de Óscar Figueroa divaga entre las descompuestas minianécdotas bombásticas de un supuesto episodio revolucionario que sólo se concretará (demasiado tarde) en los veinte minutos póstumos, y la música atmosférica-ambientalista de Murcof (misterioso apócope mamila de un tal Fernando Corona Murcof) se degrada a truculenta jalada electroacústica de antigua película cómica ínfima de marcianitos, porque lo que está persiguiéndose por toda la pradera del pasado (The Vanishing Prairie de James Algar, 1954), neodisneyana enrarecida, no es al Centauro del Norte en sí mismo, sino, ni más ni menos, que a una escamoteable justeza de la lealtad escamoteada, la Justeza de la Lealtad, con mayúsculas, porque aquí todo debe ir con mayúsculas, como sigue.

      La justeza de la lealtad disecciona sin humor ni piedad, pero plena de burdos esquematismos y concesiones fáciles, a las criaturas presentes, como si fueran emblemas perennes o imágenes vivientes de la mexicanidad y su contraparte estadunidense. El Mayor Fenton es el emblema y la imagen viviente del irracional ánimo atrabiliario del gringo invasor y su talante bestial, en esencia y ya por costumbre histórica (en México a través de los siglos: a causa de Texas hacia 1847, por Veracruz hacia 1914, a través de Chihuahua hacia 1916), desplegando métodos brutales al libre albedrío de sus obsesiones (“Vine por la cabeza de Villa y la voy a obtener”) y su desesperación rabiosa en aumento (“Me divertí mucho haciéndolo, diciendo eso de ‘fucking beaner’ y ‘fucking mexican’ todo el tiempo”: Daniel Martínez en declaraciones a Reforma, 28 de mayo de 2010), ya que sin ideología ni método para justificar cada intervención, sin otro apoyo que la corrupción monetaria (“Le doy cinco mil dólares si me lleva con Villa, lo mataré poco a poco si no me lleva”), pero de pronto aquejado de mutilación ostentosa y afanes protectores, más bien como disculpa desconcertante / concertada. El Coronel carrancista es el emblema y la imagen viviente de la índole nacionalista innata y del fundamental buen servicio del fervor en uniforme pese a tener que acatar las órdenes de quien le corresponda o servir a la facción que sea, de pronto haciendo suyo (para resucitar, o dramatizar en vivo) el insólito relato Las cuerdas de mi general del novelista Rafael Felipe Muñoz (su cruento equivalente a La feria de las balas de Martín Luis Guzmán) sin que realmente venga a cuenta, salvo como referencia virtuosa y preferencia caracterológica-ideológica abstracta. La granjera Janice es el emblema y la imagen viviente del orgullo mexicano por adopción que ha logrado superar la violencia opresora que le era legítimamente hereditaria y un privilegio exclusivo, de pronto atisbando por la ventana a su sonriente cónyuge amorosamente uncido al arado y lanzando de su inviolable morada neovirginal-neovirgiliana al repelente invasor que quería usarla como pretexto para invadir la patria a su otrora connacional en buena hora superado. El médico gringo Tim es el emblema y la imagen viviente de la lucidez del arrepentimiento y el don del asco combatiente gringo, la impotente conciencia moral jamás política de la Historia y su Culpa, la postura posFlores para el soldado (Javier Garza Yáñez, 2008) que sobre la marcha (“Hemos invadido México y ahora estamos perdidos en este país, ajeno y distinto, atormentando las conciencias de quienes nos mienten sin bajar la mirada”) ha empezado a desintoxicarse de la locura bélica (“Sabiendo que nuestros días aquí están contados”), al tiempo que repudia toda violencia en exceso y la tortura, así como las justificaciones a ultranza de las dizque civilizadas guerras de conquista velada, de pronto anteponiendo la comprensiva solidaridad con el enemigo en apuros y su obligado desinterés profesional de hombre educado a su fidelidad patria (“Y nunca podré comprender el ciego coraje mexicano que no cede por nada”). El resentido Viejoreséndez es el emblema y la imagen viviente de la acendrada traición a la mexicana como una segunda piel nacional para purgar socarrona, solitaria y reconcentradamente su sentimiento de ilegitimidad originaria, su añoranza de un orden social injusto (pero orden al fin), sus monologales temores ilimitados, su condición de víctima incapaz de entender las razones de la lucha o ver más allá de la diáspora familiar y su abandono confundido, de pronto cumpliendo tan compulsiva cuan gozosamente su predestinada fatalidad godardiana (los amantes aman, los traidores traicionan, y así). El Doctor Terán es el emblema y la imagen viviente de la soberbia mexicana, hoy como acaso ayer y seguramente mañana tan impredecible cuan bien fundamentada en el estudio difícil y en el cuitado empeño, de pronto actuando de manera intolerante, más por ciego desdén al enemigo imperdonable que a la persona que se tiene enfrente. El adolescente Guánzaras es el emblema y la imagen viviente de la joven guardia revolucionaria, buen todocuestionante y rebelde por instinto, desinteresado nunca idealista acompañante perfecto de cualquier misión difícil, redimido redentor de la acción pura per se, aventurero como póstuma prerromántica alternativa vital para una existencia de base miserable, inconsciente y envalentonado prefigurador del porvenir de cierta chaviza muy clara e identificable, hasta el suicidio por ímpetu reprimible (“Yo me muero peliando”), de pronto contrastando con la obediencia abyecta de los rastreadores pielrojas domesticados del ejército yanqui vueltos tan indispensables cuan omnipresentemente grotescos. Y la vendedora pregonera La Sandoval es el emblema y la imagen viviente del rencor vivo del pueblo sojuzgado a la Rulfo que se sabe omnipresente, resistente agazapada y pertrechada en el silencio unívoco, inicua testigo solapada de la insurrección, participante a escondidas y correveidile clandestina, adivina abstinente de la sagrada victoria futura así sea al término de los tiempos, de pronto justicieramente asesina en un arrebato aleve de ejecución sagrada, ensañándose a pedruscos mortales contra un desprevenido soldado que se lavaba a la vera del río. Antes que ser de carne y hueso, o bien de perdida al nivel de los antiguos señeros personajes patrios en la Época de Oro de Mexicanos al grito de guerra (Álvaro Gálvez y Fuentes, 1943) y de Miguel Contreras Torres (díptico El Padre Morelos / El Rayo del Sur, 1942 / 1943)