Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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de antaño en esos menesteres Alejandro Galindo (de Mientras México duerme, 1938, y el Tribunal de justicia precursor prehitchcockiano en el rodaje en un solo plano, 1943, a El juicio de Martín Cortés y Ante el cadáver de un líder, ambas de 1974).

      De nada sirve que se diseminen entre secuencias grandes pausas con la pantalla a oscuras y en silencio luctuoso, si no existen otros elementos que rimen con ese pretendido tono de duelo, ni siquiera esa incitación titular (dejada en el aire) para desenterrar anónimos difuntos sacrificiales del pasado vueltos papel, ni ese simulacro de sepelio-pretexto para insertar infaltables puños compungidos en alto, de preferencia pertenecientes a miembros genuinos del fúnebre Comité Eureka propiedad militante de la santona mesiánica con escapulario Doña Rosario (¿no sería un personaje satírico creado por la excomediante cabaretera hoy levantabrazos de campeones políticos Jesusa Rodríguez?). De nada sirve que la película se haya barrido en la base del cambio sexenal, si sólo aguza todo su ingenio para aguardar 24 horas en la realización del secuestro de su heroína y para efectuar oscuros ajustes de cuentas periodísticas más mezquinas que incisivas con ciertos diarios capitalinos distintos de La Jornada (“Es que yo leo El Universal” / “Por lo menos no es el Reforma”). De nada sirve que se muestre en big close-shot algún documento acaso auténtico dirigido al exPresidente Luis Echeverría Álvarez e incluso se haga aparecer a éste supuestamente en persona y apodado El Patrón (aún rodeado de sus sabuesos políticos predilectos Don Fernando ¿Gutiérrez Barrios? y de El Turco ¿Nasar Haro?) echando pestes contra López Obrador en el lujoso Restaurante del Lago, si el superguau exgalán vetusto que interpreta al magnihomicida (Carlos Bracho guiñolesco a perpetuidad) más bien se desvive por hacerlo parecer un villano simpático que se levanta de su mesa para tomar amable nota bonachona de las amenazas apenas infantilmente intimidantes de sus gratuitos enemigos jurados. De nada sirve que la película termine con una tradicional toma de conciencia (el héroe vencido comprando un megapistolón en Tepito y perdiéndose entre los puestos al final de la calle de la amargura), cuando el realismo socialista ya goza de enorme desprestigio bien fundado, estando en pleno desuso, por decir lo menos.

      Y la justeza de la impunidad era ante todo una narcisista y retadora estulticia ignorante de la banalización política, una mugre y esquemática anecdotita intelectualoide y sin apenas desarrollo aunque indecisa entre los más fatigados personajes temáticos favoritos de la conciencia vulnerada pequeñoburguesa (como lo siguen siendo la Víctima Ejemplar y el Soldado Perdido), un extravío más de la esencia de la denuncia, una revisión anticiudadana de la impotencia protestataria e investigadora, un destemplado encomio a la impunidad por torpeza y giro en redondo justificando sus propios inmanentes términos, una forzada y tediosa mueca del más retrógrado cine impune.

      La justeza del neo-neozapatismo

      En la miserable población de San Pedro al interior de la selva lacandona, dentro de La Realidad, Chiapas, los campesinos indígenas y sus familias, todos ellos miembros militantes de la neo-neozapatista Junta de Buen Gobierno Hacia La Esperanza, mucho más que simples bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, con embozo obligatorio en la vida pública y afuera de su territorio, luchan por salir adelante e incluso progresar, aunque sea sobreviviendo bajo el cerco tendido por las tropas del Ejército Federal, el asedio de los grupos paramilitares y las provocaciones de los priistas del que fuera el partido oficial pero aún dominante en la región, mientras los jóvenes guerrilleros salidos de la comunidad, con pasamontañas y algunos caballos, merodean vigilantes y disciplinados desde los montes circundantes.

      Dentro de ese apremiante marco sociopolítico, uno de los activistas más destacados de la comunidad, el electricista dirigente juvenil Miguel (Leonardo Rodríguez), es comprometido formalmente en matrimonio por su padre Don Rubén (Don Martín) con la guapa vecina adolescente conocida por él desde la infancia Sonia (Rocío Barrios), ajustando esa promesa de enlace a los usos y costumbres tradicionales, el formal obsequio de una vaca, de una carga de café y una de maíz. Boda arreglada, de acuerdo con la tradición imperante. Pero la muchacha, molesta por las decisión tomada por encima de ella y su carencia de sentimientos amorosos ante el admirado chavo (“No hay emoción”), conoce cierto día en la espesura al joven insurgente Julio (Francisco Jiménez), vuelven a verse en otras diversas ocasiones clandestinas, y se enamora de él, ante la perplejidad de su madre Susana (Doña Ofelia), la regocijada complicidad de su amiga Lucrecia (Verónica Trejo), la subsecuente reticencia inquieta de su padre Mateo (Hernán Rodríguez), mucho menos feroz que la reprobación indignada de su futuro suegro, y el arrobo inexpresable de su hermanita de diez años Alicia (Marisela Rodríguez) que está descubriendo la realidad a través de ella y en medio de las pláticas con su lúcida abuela expeona acasillada casi exesclava de cuencas oculares semivacías Zoraida (Doña Aurelia) que en su época se dio a la fuga con su hombre para fundar la comunidad selvática en la que todos sus descendientes aún moran. En tanto ello sucede, el videoasta local Roberto (Compa Moisés) no quiere dejar detalle de la vida político-social sin registrar con su cámara omnipresente, de ubicuos lentes y visor siempre dispuestos (como los de la película misma que estamos viendo), trátese de la petición de mano inicial, las discusiones sindicales, las gestiones técnicas encabezadas por el valioso Miguel en algún lejano Comitán inmostrable, la erección de postes y aditamentos para el cableado eléctrico, el penoso transporte de la turbina hacia ese atrasado recodo de purgatorio donde jamás había llegado la electricidad, la ronda constante de soldados y transportes militares para entorpecerlo todo e incluso hacer perdidiza la vaca de la dote negociada, el advenimiento de la luz en pleno festejo en un centro comunal edificado ex profeso y decorado con estrellas rojas, el constreñido volar zumbante de los helicópteros, la asamblea comunitaria mixta con los alzados neozapatistas de la montaña y muchas cosas más.

      Indisociables hoy como ayer, la vida personal y la comunitaria se unen, se cruzan, tratan de armonizar, chocan, se alían y apaciguan momentáneamente, aunque sin tregua. Castigado varias veces por faltar a sus obligaciones debido a su galanteo, pero siempre con el respaldo de su grupo, el guerrillero Julio motiva que su Capitana Adriana plantee e intente resolver “la problema” (dicho sea a la manera chiapaneca) en una junta pública con sus aliados en esa comunidad (todos). Los padres de la chica deberán devolver los regalos recibidos previamente de sus vecinos, el compromiso quedará deshecho y la muchacha podrá seguir a su enamorado al monte, por supuesto sometiéndose primero a un periodo de preparación armada, indoctrinamiento y lecturas. Pero ella reclama con elocuencia sus derechos recién adquiridos (“Las mujeres que estamos en la lucha y en la resistencia merecemos nuestra voz y nuestra libertad”) y en principio se rehúsa a esa parte de la solución acordada. Sin embargo, una acometida de la soldadesca presionante, detenida valerosamente por las mujeres indígenas cual muralla humana, modificará la decisión de la heroína, mientras el ritmo de la vida resistente se restablece, se reacomoda, continúa, para todos, si bien especialmente para la pequeña Alicia, triunfante a su peculiar manera en sus indagaciones de la realidad circundante (“Yo no voy a querer a nadie cuando sea mujer, porque los que se quieren parecen enfermarse”), como de costumbre auxiliada, custodiada y asesorada por la abuela rebelde longeva (“Uno tiene que saber que te llama el corazón / Nos hicimos libres / Eso no lo resiste naiden”).

      Así, en la coproducción mexicano-española Corazón del tiempo (Bataclán Cinematográfica – Junta de Buen Gobierno Hacia La Esperanza – Foprocine : Imcine – Universidad de Guadalajara – Cinedifusión – ECHASA – Filmoteca UNAM – Imval Producciones, 90 minutos, 2008), apenas cuarto largometraje para cine del formidable realizador feminoamoroso de 56 años Alberto Cortés (Amor a la vuelta de la esquina, 1986; Ciudad de ciegos, 1990; una cubana Violeta, 1996, aquí aún inédita), aparte de documentalista (director del indigenista La tierra de los tepehuas, 1982; correalizador de un comprometido El fuego y la palabra, 2003; videoasta del tríptico urbano-musical-popular: México ciudad hip hop / Tepito vive, barrio / Metro Jamaica, 2004-2005), sobre un sencillo y desarmante libreto escrito en colaboración con el respetabilísimo cronista literario radicalizado neozapatista perdurable que más ha vivido en la selva lacandona Hermann Bellinghausen (ya estrecho colaborador de Cortés desde Ciudad de ciegos), la integridad de los eventos han sido filmados en territorio neo-neozapatista genuino, con cámara en mano, por el camarógrafo Marc Bellver (antes segunda unidad de Mi vida dentro, Lucía Gajá, 2007), cual reportaje