Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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participar en la factura y la metafísica de un snuff ya no hipotético.

      Contratada por teléfono para montar un filme y escuchando premonitoriamente en la radio de su auto el rock de un cierto Lady Killer de los años setenta, la atribulada joven editora de comerciales en trance de turbulenta ruptura amorosa Gilda Balboa (Pamela Trueba huesudita y con repertorio de enormes aretes de disco rojo) acude entusiasta a una misteriosa casa de la colonia Portales donde nadie le abre, impersonalmente recibe indicaciones por celular (“¿Ya llegaste?”) de que abra con una llave oculta entre unas piedras junto al portón, penetra entre burlas de muchachos y la súbita presencia de un trastornado agente de seguros (Jesús Arriaga) que insiste en venderle una póliza contra siniestros (“El accidente no necesita invitación”), encuentra dentro del bote depositado en una escalera de piedra mil dólares de adelanto, algún fumador canoso con suéter de cuello de tortuga parece observarla sin que ella se dé cuenta, demasiado entretenida en obedecer las órdenes a distancia, en toparse con un minibar y manjares dispuestos para su uso exclusivo, en tomar posesión del lugar y hallar, junto a un moderno equipo de edición, los trozos fílmicos a los que tiene el encargo de dar forma y generar, no los cortos mugres que realiza su machín novio cinedirector tarado Aldo (Faisy), sino lo que ella cree su ansiado primer largometraje, fundamental en su carrera, y empieza a visionarlos. Pronto descubrirá que se trata de algo muy diferente, pues su contratante oculto se ha dado durante años a la perversa tarea de filmar a las víctimas de sus numerosos crímenes, todas hermosas féminas seducidas con engaños y en trance de ingerir vino noqueador, al igual que lo está haciendo ella ante la pantalla de la compu editora, antes de ser salvajemente aniquilada.

      Cuando se percata de que las brutales muertes aparentemente fingidas son reales, y luego de oír un grito ahogado de Aldo por celular que luego se revelará como algo muy distinto de otra de sus bromas, la chica intenta huir, pero ya es de demasiado tarde. Está atrapada por el asesino en serie que se autonombra Lady Killer (Rafael Amaya) y tiene la obligación de concluir su trabajo, esposada de las piernas o debiendo escoger entre cinta o cuerda (“Cinta”), lo cual se dificulta también, y se agrava, desde el momento en que la muchacha empieza a ser blanco de los fantasmas de las asesinadas, que sienten celos de ella y la hostilizan terroríficamente, mediante indeslindables juegos crueles, mórbidos, sádicos, aunque en lo profundo y pese a todo persuasivos (“Quédate con nosotras, no te arrepentirás”).

      Por otro lado está el ambivalente asedio erótico del homicida ojiazul de cabellos blancos, quien la ha drogado con el vino especial de su cava, la ha desvestido para que amanezca en un lecho inquietantemente desnuda, la ha intimidado hasta la degradación, no ha cejado de aleccionarla con sus divagantes teorías inmoralistas (“Si puedes sentir la ternura, puedes sentir la crueldad”) más que bien llevadas a la práctica, la inmoviliza, la inutiliza, la impresiona en todo género de atuendos de gala o frívolamente grotescos, la obliga a contemplar la degollina de su novio, la fuerza a armar lo que considera La Obra Maestra del Cine de Horror, la orilla a inventarse una intriga para darle la estructura ausente a la suma de escenas carniceras, la inspira para videograbar ella misma entrevistas adicionales y explicativas con él, la vuelve así receptora de sus confidencias más hondas para elegir a sus víctimas-musas tan desechables (“Era repugnante estar con ella” / “Se castigaban andando con usted” / “Odiaban sus entrañas, tenían miedo de entregarse a la vida”), la sodomiza motivado por su tanga negra y, desdoblándose intempestivamente, la protege a través de su otro yo (Gerardo Murguía) que intenta aconsejarla para que se salve (“Él tiene la llave, nunca dejes que beba tu sangre, consulta un archivo secreto de la computadora llamado Crash”), hasta que la película durante días en proceso de montaje se haya concluido (“En cada uno de los 24 cuadros dejé mi alma”), decidan celebrar juntos con champagne más caviar (“La difundiré por Internet, es una obra de arte y todo mundo tiene el derecho de disfrutarla”), Gilda acometa una imposible tentativa de escape tras abrirle el cráneo a su captor de un botellazo, y su destino fatal se haya consumado.

      En 24 cuadros de terror (Frontera Producciones LLC, 35mm, 88 minutos, 2008), presumible opus 71 del asombrosamente fecundo videohomero y esporádico cineasta excepcionalmente violento de culto ya inaugurándose como quincuagenario Christian González (Thanatos, 1985; Imperio de los malditos, 1992; Shibari, 2003), por supuesto con guión suyo, la semifantasía de la trama dislocada le entra en forma y en serio al cultivo del llamado cine giallo, o sea amarillo, como las portadas de la serie de novelas baratas que le dio origen y como el color del miedo, el subgénero que le surgió a la poderosamente industrial cinematografía italiana en los años sesenta, a partir de Seis mujeres para el asesino o Las tres caras del miedo de Mario Bava (1963 / 1964), y que halló su esplendor en las dos décadas siguientes, gracias a los vigorosos filmes hiperviolentos y sañosos de la cohorte Dario Argento / Lucio Fulci / Sergio Martino, vuelto ahora en una especie de chili-giallo, a semejanza de lo que fue a su debido tiempo paralelo el chili-western, nuestro émulo del spaghetti-western (que tuvo como máximo exponente el majestuoso cine épico-lírico de Alberto Mariscal hoy aquí en vías de reivindicación), para intentar hallarle, así y allí, aunque sea a destiempo, una renovada, innovadora, inesperada justeza, como sigue, y volviendo a empezar, ya que ha podido decir cualquier glosa de la sinopsis oficial del filme acerca de la verdadera esencia, consistencia, virulencia y presencia visualista de éste. La hibridez genérica aprieta, dialoga en circuito cerrado, crucifica voluntariamente, escuece.

      La justeza del chili-giallo nace tradicionalmente de la fusión violenta del thriller y el terror. Alianza, mezcla, mixtura, mezcolanza, pócima, solera, batidillo, conjunción armónica o inarmónica, pero siempre disparatada, intrigante, descabellada. Y ello desde el arranque del filme, que se manifiesta como punta del iceberg ficcional, con ese personaje agitado que delira de cara al espectador en tres planos incalmables, primero a modo de reflejo especular (“La mente humana nunca deja de existir, incluso después de la muerte; la mente y el alma, una vez desencarnadas, comienzan a navegar en un eterno mar de ectoplasma”), luego contra una escueta cortina de franjas verticales verdes y negras (“Sólo el magnetismo de la existencia puede perturbar ciertas mentes, sobre todo las débiles, apartándolas de su luminoso destino, invitándolas a regresar”), por último dentro de un cerradísimo close-up amenazante a la Leone (“Para encarnar de nuevo, necesitan poseer a un ser humano, cambiar la vieja sangre seca por fresca, usurpando un cuerpo ajeno: deambularán por el mundo como muertos vivientes”), a jump cuts incrementadores de su desazón seudoiluminista pero diáfanamente regresiva y bipartida por un claroscuro lateral, en un inquietante arranque-prólogo-obertura-clave que de inmediato absorberá el relato cual reiterativa imagen en los tres monitores de la computadora donde está realizando su tediosísimo trabajo de montaje la protagonista de gafas Gilda (“Ay, tengo ocho horas de material con el mismo idiota hablando, con su cara de aburrido, de fantasmas y demonios...”) aguantada por su amiga Sofía (Raquel Bustos) que también escucha las quejas sobre el novio inútil; un delirante trozo con tensa música sacra que de inmediato se ha neutralizado y salido del campo óptico, pero sensible e intelectualmente, es un decir, es decir como piedra lanzada y enigma autodevorado, se queda, porque apenas ha partido la buena amiga, bastan ruidos contundentes, una desmelenada enredadera blanca en el fondo del encuadre, un sugestivo cambio de música, una repentina interrupción de electricidad, trémulas cámaras subjetivas sobre el pasillo y un flash mental del hablante aburrido ahora impasible e intercortes de barrotes tempestuosos, para que un terror elemental remita a la angustia primaria de la sujeto (“Sofi, Sofi ya, ya güey”), pues el enigma también sirve para desprender los más repentinos mecanismos del suspenso (según los modelos de Rojo profundo o Alarido / Suspiria de Argento, 1976 / 1977) y virtuosísticos cambios de tono, y a que sólo se trate de una bromita de su novio cineasta siniestro Aldo, quien ha llegado pedísimo al lado de su nueva actriz-conquista besucona-vomitante Roberta (Cony Madera) y otros cuates en lamentable estadazo, como el gay inseguro Ruy (Alberto Licea) y la burlona Felicia (Gabriela Melgoza).

      La justeza del chili-giallo depende fundamentalmente de ese enigma. El enigma, autoconsciente, inasible, informulable, autocrítico, provocador. A las acepciones habituales del concepto de enigma (evento difícil de interpretar por hallarse artificiosamente encubierto su sentido, cosa que no se alcanza a conocer a fondo, acertijo introducido por la ambigüedad), habrá que ir añadiendo algunas más, en términos de gran cine efectista a lo Brian