Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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Taboada y un piano desvencijadamente feroz para subrayar momentos de asedio en apariencia muertos, o para concluir la cinta con soberano terror minimal, tan moderno y renovador por antigüito.

      La justeza del horrimaginario valora cabalmente la función y la buena dosificación del suspenso. Ese suspenso indispensable, más que la preparación o la consumación de sustos, dentro del cine sobrenatural y de horror. A dife-rencia de aquel segundo ejercicio de terror metafísico de hace sólo cuatro décadas que Taboada, a causa de sus torpezas para disponer con habilidad y manejar con soltura el suspenso (sólo dominado por él al año siguiente, en su excelente hoy casi desconocido filme Vagabundo en la lluvia, 1969), malograba en gran medida la eficacia emocional de su particular semifallido Libro de piedra, el realizador Estrada no recurre a ninguna salamandra para poner en jaque sobre la cúpula de una iglesia a la solterona institutriz también aberradamente henryjamesiana Marga López, sino que se funda en la genuina angustia traumática de nuestra buenaonda madre huérfana de hija accidentada ante el riesgo de la pequeñuela expuesta en la torre de una iglesia en ruinas y su peligroso rescate infralpinista. O bien, un suspenso creado a través de las tensiones ilusorias (entradas a campo, miradas a off) antes mencionadas. Un suspenso apenas diluido por largos parlamentos fotografiados o chafa y chatamente explícitos (aunque los hay, como el desdeñoso dictum irónico-inaugural de la fámula ignorante: “No creo que su problema sea por falta de con quién jugar”). Un suspenso a corte directo y apuestas a elipsis bien jugadas. Un suspenso que jamás amplifica el esquematismo de los rasgos psicológicos (sino más bien lo esconde) y que nunca disminuye la fuerza de sugestión de los acontecimientos (diríamos parafraseando conceptos y juicios de La búsqueda del cine mexicano), contribuyendo a realzar el estado de hechizo que termina con la absorción del ser de la niña.

      La justeza del horrimaginario secreta una historia a final de cuentas multidimensional y polisémica, que le da la razón a todo y a todos, tan sarcástica cuan puntualmente la razón a todos, no solamente a los mecanismos profundos del cine mágico en esencia (posesión ultraterrena absolutamente irracional, narración indirecta plagada de exageraciones, cuidado de factores y detalles inquietantes, vocación del mal, recurso a la magia negra y a exóticos conjuros arcanobrujeriles), sino también a todos los personajes representantes de fuerzas sociales y saberes expertos (además de la psicóloga infantil y el artista plástico señalados, un doctor, un profesor y un inspector de policía) que confluyen en el relato. A fin de cuentas tienen la razón las supercherías pueblerinas de los repulsivos sirvientes atropellantemente ignaros y retrógradas Soledad y Germán. A fin de cuentas tienen la razón el padre y la madrastra preocupados por el bienestar y el destino fatal de la pequeña huraña. A fin de cuentas tienen la razón tanto los diagnósticos que recitaba nuestra psicóloga infantil al dictáfono (depresión crónica, probables alucinaciones por llamar la atención, necesidad de afecto, imparable e irreversible proceso de desintegración) como las premonitorias especulaciones sobre el terror innato que hacía en su conferencia magistral interruptus del arranque narrativo (“El terror como tal no existe, es una abstracción; se forma en la mente antes de tener noción de nosotros mismos como individuos; dicen que el feto siente un miedo profundo en la soledad del útero”). A fin de cuentas tiene la razón la leyenda verbal que rodeaba desde hace siete siglos a la estatua, consagrada más que maldecida consagrada a la espera de la resurrección del Padre brujo que hace siete siglos había encomendado a su hijo la custodia de su libro de magia antes de ser ejecutado. Pero sobre todo, a fin de cuentas tiene la razón la niña, puesto que la suma de todas estas anomalías, carencias y condicionamientos producen monstruos, monstruos fuera de control e imposibles de atajar en su calvario gozoso-trágico, en su camino al autosacrificio compartido con el irrenunciable ente de piedra.

      La justeza del horrimaginario rechaza hacer cualquier género de vivisección infantil. Una vez que todas las hipótesis, todos los oscurantismos, todas las subjetividades, todas las fantasías se comprueban, la niña elusiva y su mirada angélico / satánica siempre congeladoramente clavada sobre otra por ella debilitada se afirman como cuerpos privilegiados de una estatuaria fantasía cotidiana, ancestral lentísima, con pedestal de granito, que parecería cogerla del brazo, iluminarla imaginándose allí dentro, disfrutarla mediante la observación, inventarle nombres y destinos, para compartir con ella lecturas y vínculos más reales que los del parentesco, incluirla en otra mejor familia virtual y virtuosa, sentarla a una mesa pétrea y vegetal cual secreto trazo de signos, contestarle tácitamente el porqué de todo sin habérselo preguntado, restarle el miedo primordial, estrecharle y reducirle el número de cosas que le preocupan o interesan, abrazarla sin despertarle la excitación agalmatofílica de los hiperestésicos ante las estatuas, seguirla en lo improbable hecho posible, infundirle confianza en los más excepcionales valores comunes, otorgarle el conocimiento que sólo recibimos de la existencia demasiado tarde o nunca, mecerla en el sombrío vaivén de las astucias ocultas y el cálido encuentro de las tinieblas neblinosas, hacerle perder gradualmente cualquier sentido / sinsentido que ya poseyera, hacerla renacer en otro orden menos amargo pero inevitable.

      Y la justeza del horrimaginario era ante todo un horizonte narrativo puramente fantasmal, una poética del espacio subjetivo con dimensiones ligeramente épicas (que se complacen en la cuenta hasta veinte para buscar a Hugo y buscar inmortalizarlo), una serie de presagios verificados más allá de la destrucción propia y ajena (aunque “Hugo sí puede evitar lo que quiera”), un esplendor legendario-fantástico edificado sobre el vacío de un mundo unilateral, una combinatoria de imperativos elementos macabros que da como resultado alguna que otra confirmación desolada e irreversible (“La niña está embrujada y su corazón se está pudriendo”), un cuento cinematográfico que se ha ganado por nocaut (y no por puntaje a la manera de la novela) tal como lo pedía Cortázar, una pieza terrorífica de cámara en ambas connotaciones semánticas del término, una tormenta en cierto vaso de agua transformado en inmutable jardín de mansión inabarcable una evidencia de búsquedas formales alrededor de los ecos sonoros, una película de mujeres con materializados deseos fijos en cierta inolvidable maldita temible mirada infantil ominisapiente negativoedificante y final, un audaz y cerrado hurgamiento asertivo en la naturaleza última del miedo y sus consecuencias, un subcutáneo retorno a los orígenes del terror.

      La justeza de la pedofilia

      Tiene todo para ser feliz, pero no puede lograr la felicidad.

      Tiene todo para ser feliz hasta el empalago, un empleo creativo donde es valorada y respetada, el comprensivo marido René (Fernando Carrillo) que la ama y admira y apoya en lo que sea incluyendo lo incomprensible o erróneo, la hijita encantadora Lorena (Estefanía Guadarrama) que se esfuerza por seguir sus radiantes pasos de entusiasta niña danzarina (“Soy una princesa bailarina que puede volar con sus alas de a mentiras”), pero la joven y prometedora profesionista destacada Paulina (Vanesa Cian-gherotti demasiados años y kilos después de su chispeante sexoanimalillo en la trampa de la seducción / autoseducción alcohólica de Paty chula de Francisco Munguía, 1991) no puede lograr la felicidad, porque está traumatizada, shockeada, deshecha de antemano, bloqueada, lastrada, asaltada a cada momento por la experiencia traumática de una violación sexual que sufrió de niña, y la obligación de guardar silencio sobre ello, cuando aún era la chicuela demandante de afecto Paulinita (Alondra Guadarrama), a manos de su adorado Tío Manuel (Ramiro Huerta), quien irónicamente era un joven psicólogo infantil recién graduado en España y el único adulto con el que podía jugar, comunicarse (“Soy el príncipe del castillo”) y salir a pasear, en vista de la desatención de sus padres invariablemente superocupados, la frívola hueca Regina (Diana Golden) que sólo pensaba en las amistades con quienes jugaba a las cartas y el fútil bolsón Julio (David Ostrosky), concentrado en sus intocables armas de fuego para practicar la cacería, que confiadamente dejaron a la pequeña encargada con el hermano menor paterno durante el viaje de placer a Houston que plantearía la mejor ocasión (“Le haces caso a tu tío”) para el ultraje y el sometimiento infantiles (“Tu tío te hace esto porque te quiere, es un secreto entre tú y yo”).

      Tiene todo para ser feliz hasta el hastío mundano, pero Paulina mujer con próspero hogar y matrimonio estable, entra en crisis incontenible cuando su hijita alcanza la edad que ella tenía en la época en que fue violada, no tolera que su abnegado esposo se entretenga en juegos demasiado físicos con la