Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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copas de cristal cortado. La ironía familiarista de los padres de Román cambiando de entrada algunos insultos con la madre de Maru que los increpa apenas ha llegado cargando a su vástago más pequeño en brazos, pero que al segundo tequilazo ya está ella coqueteando jubilosamente con el corrupto político aquiescente y resbaloso, bien identificados entre sí, hermanándose en su conformismo (esa “certidumbre empecinada de los inciertos”). La ironía de la evasión a una tienda de campaña que funge a la vez como infrecuentable y apretado burdel portátil, atmósfera cálida por excelencia, peligrosa sustracción a la mirada ajena, decisión ingenua, descubrimiento de una intimidad sobresignificante que inquieta / confunde / perturba, conjugación y conjuración del miedo a una mayor exploración sexual, mundo aparte y alejado a las miradas adultas, escape, reencuentro, permanencia casera, caparazón escaldado y retorno al vientre materno. La ironía de un invencible e irreverente buen humor constante (sobre todo en la vigorosa primera mitad del filme) y de un regusto por el artificio pinche y por el mórbido fingimiento omnívoro.

      El patetismo se desprende pronto de sus raíces cinefílicas (el fatum ineluctable genérico o godardiano) y comienza a navegar (o a zozobrar) por su propio esfuerzo. El patetismo fluye y se abre paso a contracorriente de los esquematismos tipológicos de los chavos, de sus impulsos, de sus gustos, y de la caricatura de los adultos. El patetismo hace que Guanajuato, con sus atrasados alrededores baldíos y su embotellada calle subterránea seudoturística, se conviertan en una pospoemática y ardida Capital del Dolor a lo Paul Éluard, llena de Ausencias, Ojos Fértiles, Tu Cabellera Naranja y desfigurada Vida Inmediata. El patetismo es algo rotundo, terrible de reconocer; definitivamente, esta Crónica de los Pobres Amantes no incluirá ningún refulgente amanecer en la azotea presenciado por Hilary Duff con su nuevo galancito acústico de ocasión (Oliver James) en este émulo ¿o subproducto? de La chica del verano / Levanta la voz (Sean McNamara, 2004). El patetismo corporeiza y hace patentes cuerpos (fragmentados, titilantes) que se expanden y escamotean al mismo tiempo. El patetismo conforma una deliberada Declaración de Odio a la sociedad conservadora guanajuatense. El patetismo destroza los últimos restos de aquella prosística filmación horizontal de Drama / Mex en sinuosos planos secuencia cual grandes tiradas de cámara. El relato concluye, por ende, en pleno patetismo acumulativo y en magna precipitación, en una total inverosimilitud, dejando de hacer delirar al lenguaje para delirar él mismo a través del lenguaje (ese temido y psicótico paso incontrolado de la Crítica a la Clínica que señalaba Deleuze), dentro de un desenlace truculento, retorcido y alargado en exceso (como de costumbre en los guiones, por lo demás desparpajados, de Naranjo), con reclusión en sanatorio psiquiátrico, huida de hospital por la ventana, gigantesca herida en el vientre, desangrado mortal en el asiento trasero del auto, ausencia que sale todas las tardes y luego regresa a un manejo angustioso por calle subterránea (“Aguanta, espérate”), recuerdos más vivos que la melancólica vivencia actual y un responso de “Caiga quien caiga” escrito en indelebles letras rojas como siempre y para siempre asociadas con la presencia agónica de Maru.

      Y la justeza de la evasión era ante todo un deseo inveterado e incumplido, una intentona que se asume fallida de antemano, un anacrónico y medio destemplado alarido de protesta juvenil, un ritual iniciático interruptus, una fugaz coyuntura para hacer realidad fantasías violentas, un doloroso grito regenerador, una vertiginosa iniciación a la angustia y al vacío y a la pasión inútil y a la Nada.

      La justeza del amar

      Simultaneidad de parejas, contrapunto de parejas, entrechocar de parejas desde adentro, porque ninguna pareja nace sabiendo y todas deben aprender a Amar (2009).

      El crecidito y urgido adolescente sumiso familiar Carlos (Luis Ernesto Franco) se sobreexcita, se esfuerza, falla, rabia, se frustra, reacomete, vuelve a fallar al infinito, se exaspera y reúne nuevas fuerzas para acometer otra vez e intentar de nuevo vencer la reticencia para dejarse penetrar (“Me pones así de caliente y luego te rajas”) de su linda noviecita fresota falsamente aventada (“Es que no sé qué me pasa”) que siempre retrocede a la hora de la verdad genital Susana (Diana García), desaprovechando el lujoso depto que le presta un tío de él, y a guisa de consolación, se prepara y se prepara, y le platica en la azotea patrañas de cogidas maravillosas al curioso amigo con tímidas gafas apodado El Boludo (Alberto Reyes), desdeña los ruegos hipocritones de su abandonadora madre disfuncional que se cree del jet set Virginia (Alejandra Barros), se enfrenta (“Si te quieres reventar, trabaja”) a su rico padre autoritario con saqueable caja fuerte doméstica Amado (Pedro Damián) y pretende un mínimo desfogue calenturiento en un antro de table dance al lado de la gringuita de moda Laisha / Diane (Katharine Towne), quien, sorprendentemente, pronto será cortejada en serio y convertida en amante con casa amueblada por el depredador padre magnate malamado de Carlos, a fin de cuentas tan despojable todo él como su caja fuerte, pese a su fortuna amasada a base de negocios ilícitos. Por otra parte, el mediocre realizador de comerciales divorciado y con traumas Joel (Tony Dalton) debe recurrir a todo su talento de escritor fallido para relatarle cuentos de hadas con Tuja la Bruja a la hija Carlita (Julia Urbina) que tuvo con la frígida superexigente que nunca se la mamó en los tres años de convivencia Lisa (Itatí Cantoral), además de servirle como semental a su amenazadora y corpulenta jefa ejecutiva de publicidad Patricia (Gabriela Murray) cada vez que ella tiene ganas de llevárselo a su cámper, interrumpiendo alevosamente cualquier grabación, provocando la furia indignada del asistente de director Adrián (Adal Ramones) en el límite de su tolerancia agitada y único miembro del staff que se atreve a manifestar su desagrado.

      Más allá, el modesto gordillo de barbitas aún aspirante a escritor Gabriel (Martín Altomaro) sostiene una buena relación integral con su delgadísima novia secretarita de publicistas Martha (María Aura) hasta que el infeliz cede a las presiones morales femeninas, pide su mano a solas fingiéndose con madre muerta y emigrante padre enfermo, acepta someterse a los caprichos de los convencionalísimos padres de ella (Álvaro Guerrero, Claudia León), la desposa y, tal como se lo vaticinaba su amigo escéptico matrimonial Joel, deja por completo de tener buen sexo con la chica, o simplemente sexo a secas, por más que chulea y espera pacientemente a su nueva esposita, masturbándose en solitario o acompañado por ella, pero siempre inspirado por la imagen mental de la chica al desnudo, en tanto que ella permanece aterrada o en total parálisis por la sola idea de embarazarse, pese al preventivo uso del condón y simulando que su doctor (Bruno Bichir) ha logrado convencerla de insertarle el dispositivo intrauterino que ella había rechazado presa de verdadero pánico. Y un poco más acá, el anciano cargacables ingenuo y sin malicia Benito (Javier López Chabelo) se desvive por complacer en todo a su adorada esposa conserje sin hijos pero con un buen Alzheimer Doña Concha (Isela Vega barre y barre), incluso llevándole serenata a dúo con su cuate Enrique (Eduardo Manzano el sobreviviente Polivoz viudo), aunque la desdichada ya vive más bien sumergida en un mundo fantástico, poblado por asedios de víboras en plena ciudad y por álbumes con imágenes de sondas espaciales, al que sólo tiene acceso el adolescente Carlos, quien frecuenta un lujoso piso de arriba con su amiguita Susana y que también es aficionado, si no experto, a ese tipo de naves en que la cariñosa anciana olvidadiza creerá fugarse a la hora de perecer de muerte dulce en un hospital adonde fue llevada de emergencia tras uno de sus consuetudinarios desmayos, quizá sólo provocándoles otro coito interruptus, esta vez involuntario, a los jóvenes vecinos ocasionales ya vueltos sus amigos voluntarios.

      Y así sucesivamente, en Amar (Beanca Films – Mandala Films, 105 minutos, 2009), el tercer largometraje con el que aquel director del estimable thriller político Conejo en la luna (2004) regresa a tratar de reivindicarse reivindicando en grande y en abundante y en profuso la comedia ligera de sus fallidos principios posestudiantiles (prometedor corto No quiero discutir, 2001; flojísima ópera prima Morena, 2004), varias parejas tienen problemas, aún tienen problemas, o apenas tienen problemas a duras penas, para distinguir entre el amor y el sexo, como si todavía no hubiéramos salido en México del retrógrada Amor y sexo del Luis Alcoriza de hace sólo cuatro décadas y media atrás (1963), aunque ahora en el comportamiento relacional efectivo. Sin término para los numerosos incidentes, más o menos triviales y caprichosos, más o menos bien motivados y resumidos, de un enésimo cúmulo de Vidas Cruzadas, ahí están el complejo amor y el simple sexo, o el inalcanzable amor y el indispensable sexo, el interés sexual y el deseo que van borrándose y relegándose