Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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pero Martha no se lo da, Amado lo busca con una gringa y lo pierde, Benito lo tiene toda la vida, Concha se lo lleva más allá de sistema solar, todos lo quieren y todos lo dan pero unos no lo reciben y otros quieren más: así es Amar. Para decirlo con las seudopromocionales y onanísticas, esquematizadoras y deformantes, pero sin duda pintorescas palabras con que los publicistas del filme han pretendido sintetizar su novedoso y a la vez muy antiguo producto a promover, según ellos insinuándolo pícaramente todo, como si se tratara de una vieja película cómica erótica-erotómana o de albures con nalguita a base de lenguaje desinhibido y secuencias de porno soft, aunque jamás atreviéndose ¡a estas alturas! a llamarle al verbo coger o al hacer el amor o tener sexo por sus honestos nombres.

      En Amar, justo es decirlo, priva una honorable pero confusa e inane búsqueda de la justeza del amar. La justeza del amar que quiere frecuentarse de manera explícita por caminos que aún no han sido trillados por el cine mexicano (aunque sí han sido desbordados por cineastas como Julián Hernández, Roberto Fiesco, Alan Coton, Marcel Sisniega et al.). La justeza del amar que ya no puede ser, como el beso del declamatorio Cyrano incallable en la hiperromántica pieza de Edmund Rostand, un juramento hecho desde un poco más cerca, ni una confesión que quiere confirmarse, ni mucho menos el punto rosa que se pone sobre la i del verbo aimer. La justeza del amar que ya no puede equivaler a la pasión de dos criaturas viéndose en los ojos del otro para que se incendie el mundo. La justeza del amar que ya no osa ser un sinónimo de la rebeldía y el intelecto realizado, como en Paz, porque amar es combatir, si dos se besan el mundo cambia, encarnan los deseos, el pensamiento encarna, y demás. Y por añadidura, la justeza del amar que ya no podría creer, como el Indio Fernández y los surrealistas que el amor admirable mata. Por el contrario, la justeza del amar será lo único que puede prolongar la afirmación vital y el impulso sentimental hasta más allá de los límites personajes y de la muerte.

      Una visión creativa y muy personal del amor entre los mexicanos de hoy, por encima del cachondeo facilón y reiterativas escenitas seudopicarescas de manoseo, besos, besitos, besotes y repegarse melodiosos de sendos culazos sobre escorzos de braguetas en ristre. Un panorama, o más bien, Pan-diorama, del amor concebido en diferentes generaciones sucesivas, y en todas sus etapas, desde su descubrimiento titubeante, su atenuación o aplazamiento después de la boda, su envilecimiento conyugal o mercenario en la edad adulta, su extinción o reavivamiento en la vejez. Un “viaje divertido dentro de nuestra vida amorosa” (Ramírez-Suárez dixit). Un periplo desencantado que se sueña épico y sabiamente crítico, pero jamás trágico. Una experiencia vital que debería desembocar en diversos ejemplificantes asomos de madurez humana (madurar antes de la tumba, si ello fuese posible). Un reconocimiento tácito de que el amor jamás será uno y el mismo, por degenerado y decrépito que sea, sino cambiante y dinámico, mutable y camaleónico hasta en la inafectividad y indiferencia emotiva, en el sometimiento a las normas o en el amasiato, en el despuntar del alba corporal o en el ocaso del locazo y en la proximidad de muerte. Un experimento vagamente realista y apelmazadamente funcional fuera de género que quisiera ser a la comedia romántica lo que la música postserial de Henze o Schnittke vino a ser con respecto a la música lírica. Un discurso acerca del amor que se articula a través de distintas parejas, cinco en total, ejemplares positivas o negativas, inspiradoras o desanimadotas. Un múltiple Vía Crucis sonriente en pos del amor y el respeto hacia el amor y hacia las necesidades del otro.

      Por parte de la inexperta pareja impúber de Carlos y Susana, se detectan, aportan, caricaturizan y exaltan el temor y la reticencia adolescente casi infantil, la idealización de la iniciación erótica, la entrega sexual femenina diferida por miedo de no hacerla por amor, la ansiedad masculina en cruel y sistemático interruptus, la desesperación por la urgencia erótica convertida en actividad irritante por una indecisión femenina más pavorosa del cine mexicano y de la inolvidable Ginger Rogers protagonizando el musical Lady in the Dark / La que supo amar de Weill- Leisen (1944) y, paradójicamente, la postergación al infinito del acceso al amor, o mero reconocimiento del sexo como aliviane o diversión segura nada desdeñables. Por parte de la patética pareja de recién casados de Gabriel y Martha, se detectan, aportan, caricaturizan y exaltan el oscuro objeto del deseo intocable como suplicio de Tántalo (o de Tiéntalo si puedes), el desencanto de la relación esterilizada y bendita por todas las leyes, el pánico paralizante al embarazo no deseado y, paradójicamente, la fragilidad trágica de la ausencia o la alienación o la ajenidad amorosas.

      Por parte de la pareja degradada de Joel y Patricia, se detectan, aportan, caricaturizan y exaltan el acoso sexual ejercido ahora por la mujer, la ninfomanía que se escuda detrás de la reivindicación sexual feminista, el abuso del poder de género en la vida laboral y, paradójicamente, la inermidad ante la carencia absoluta de vínculo amoroso. Por parte de la pareja forzada de Amado y Diane, se detectan, aportan, caricaturizan y exaltan el voluntarismo venal en el campo erótico, la voluntad de venganza conyugal o de revancha escuetamente erótica, la recurrencia obsesiva en los deptos de súbito descubiertos agresivamente vacíos por saqueo, el espejismo del sexo malinchista con mentalidad de lanchero citadino opulento (no muy lejana a la rollera metafísica de los lancheros-especímenes de playa verbosamente expuesta en el atípico videodocumental Calentamiento local de Fernando Díaz de la Parra, 2008), la pretensión idiota de combinar el sentimiento con el brutal goce de un table dance igualmente en el desamparo, la ociosidad del clásico mujeriego centímetrosexual tardío que no cree en el amor pero cae en su propia trampa por una pinche gringa buenona que cree firmemente en el afecto (pero hacia su lejana madre de mente deshecha) y, paradójicamente, la irremisible desnudez moral / inmoral del sexoexplotador sexoexplotado. Y por parte de la pareja envejecida de Benito y Concha, se detectan, aportan, caricaturizan y exaltan el angelismo de la senilidad y el Alzheimer, la prioridad de la inocencia y la costumbre de amar sobre el deterioro y, paradójicamente, la confianza en el amor eterno encarnado por una pareja que ya no estará sobre la tierra junta.

      La justeza del amar es planteada por Ramírez-Suárez como un movimiento del ánimo cinematográfico que quiere eliminar cualquier forma de cinismo y toda huella de prepotencia falocrática, sin saberse amenazado tanto por el discurso-sermón en sí como por un neopuritanismo amatorio para sí, y algunas desmesuras más. Desmesura subjetiva del lamento apenas secreto por la frustración de los escritores fallidos o autoestériles que se van quedando en el camino. Desmesura social del universo que gira sobre el disfuncional artificio imposible del mundo publicitario como superficialidad extrema y lugarzazo común emblemático de la cinecultura yupi / posyupi y de la imbecilidad cotidiana. Desmesura seudosensual con cargo a simulación de cogidas, habitualmente con calzones, contra el escritorio o en el sillón, o bombeando desde el background a la rorra chavocha bien gozadora, que contrastan con el lenguaje desinhibido (“La espuma no escurre como el semen escurriría”). Desmesura interpretativa de actores debutantes compartiendo el privilegio con actores ya muy experimentados incluso de tercera vuelta. Desmesura plástica con base en una solvente cine-fotografía funcional de Luis Sansans Arnanz. Desmesura acústica al condimentar e invadir, o incluso desplazar o subordinar, la trama sin ton ni son a los caprichos de una ultracomercial banda sonora retacada con canciones ilustradoras o tautológicas sólo a veces irónicas o en contrapunto pasional de los singulares grupos y solistas regiomontanos Chetes (“Querer”, “La primera vez”) y Myriam (“Me lo pide la piel”), así como de los chilangos Kudai (“Abismo”), Zoé, Edith Márquez y Kerigma. Desmesura estructural de su atropellada e inane “colección de viñetas, de cuadros a los que les falta alma” (Andrés Bermea en su reseña de Amar como “una cinta atrevida” en la sección “¡Hey!” de Milenio diario, marzo 7 de 2009). Desmesura disfrazada de una recoleta prédica antisexual.

      Cinco historias más entrecruzadas que unidas no hacen una sola. Cinco formas del advenimiento del amor o del amor que puede durar toda la existencia o muy poco. Porque, luego del despido de Joel por una encabronada Patricia y del entierro de Doña Concha, Gabriel se ganará la confianza de su mujercita para copular sabrosamente por fin con preservativo y Carlos le asestará un liberador puñetazo a su jamás amado padre contrito en la azotea confidencial para hacerse digno emulador de los viejos amorosos y ganarse el himen de su anhelada Susanita. Así se hacen todos acreedores de la justeza del amar (y del desamor y la soledad reflexiva a puñetazos), esa justeza del amar se encuentra inmejorable y en realidad conmovedora, sin embargo, otra vez paradójicamente, en una secuencia de