Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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arreglitos musicales o temas originales conjuntos de las inefables Haggal Cohen Milo, Ximena Sariñana y Claudia Arias (para alcanzar “Una chispa fugaz / en la edad del cielo”).

      La justeza de la aceptación concederá, pues, que una mujer que rehuía verse en el espejo y rehusaba asumir su envejecimiento tanto como su condición de abandono, se tome fotografías al desnudo (sublime reivindicada Blanca Sánchez encuerándose por primera vez en la pantalla), amplifique en escrutadores tamaños monumentales / omniautorreflejantes / todorreveladores las cartográficas estrías de la piel arrugada / corrugada en las partes más fofas de su cuerpo, obtenga venturosos elogios idiotas por ellas al exponerlas en una galería esnob (“Tienen un estilo muy posmodernista”) y, acertando así al aceptarse, logre abordar con ternura en el pasillo de un Wall-Mart a su provecto exmarido humillado y ofendido. Que la enfermera que descartaba y rehuía el contacto carnal por sí mismo, sólo pensando en el anillo matrimonial destinado a su dedo anular, por fin acepte la cópula incómoda y gozosa, no en la leonera repelente de un sexocómplice de su novio repelente, sino montándosele sobre el asiento de su taxi en las alturas de un mirador gratuito de la ciudad para ascender gracias a su aceptación del Eros y la vida hasta el séptimo cielo noctívago. Que el farsante bloqueado que se creía, sentía, decía y presumía de escritor para dar sablazos a diestra y siniestra con los proyectos irrealizables en su laptop baldía, antes de hacerse golpear por narcomenudistas a los que provoca tras la cerca de un callejón para acabar tumefacto, finalmente consiga la comprensión amorosa de las indelebles huellas dejadas a perpetuidad en el vientre materno (“Esa cicatriz eres tú”) y, con modesta pluma fuente primitiva, se ponga a redactar hasta el final una admirable novela cuya primicia le será otorgada al hermano en silla de ruedas en la explanada heliportuaria del sanatorio para que la haga volar al viento como signo de recíproca aceptación desinteresada (“No importa, no importa”). Que la mujer madura adúlteramente preñada a escondidas reconozca aceptadoramente su ignominiosa situación ante el marido vuelto todoaceptante. Que el rabioso moribundo canceroso se calme, acepte enfrentarse a la muerte, se homologue con la anónima muchacha en estado de coma que gime entubada en el cuarto contiguo, le susurre como una oración al oído las palabras de consuelo que quisiera escuchar porque él mismo se ha repetido cien veces en el colmo de la máxima sabiduría recóndita (“No tengas miedo, no tengas miedo”) y fallezca junto a ella, o más bien a su abrigo aceptante pasivo, acurrucado, en posición fetal, cual retorno al claustro primigenio. Que la equivocada chica despierte de golpe al lado del difunto fáustico y deje de hacer pendejadas con su novio amoroso, aceptando irse a la playa reconciliadora para besuquearse con él otra vez a placer y echarse líricas carreritas paradisíacas sobre la arena todoperdonante. Que un médico de cabecera-amigo bonito (“No mamen, José Luis”) renuente a aceptar sus deseos, tendencias y prácticas homosexuales, mejor sea borrado casi por completo del congestionado haz de relatos al ser reducido el filme de 120 y 110 festivaleros minutos a sólo 90 definitivos minutos compactos para su explotación normal varias veces aplazada (debido al riesgo epidémico de influenza porcina AH1N1 o a drásticas estrategias del verano fílmico: una cinta con tan pésimo sino como el de sus personajes), por cálculo mercantil o por exceso de ridículo, o por ambas razones, jamás lo sabremos a ciencia cierta. Y de ese modo, que todos lo personajes se acepten, se confiesen, obtengan lo que más deseaban y telenovelescamente se rediman, amén.

      La justeza de la aceptación dictamina, entonces, documenta y sobreestructura, diversifica y malestructura por docena la dificultad para aceptar la propia vida y la de los demás, ya que “Nadie quiere ver lo que es inevitable”, porque “Yo sí te quiero, no como el pendejo de tu marido”, despreciando al prójimo porque “Crees que tus pinches nalgas me van a hacer falta”, interrogando compensatoriamente cual oráculo al niño silencioso perpetuo con un “Bebé, ¿tú crees que me voy a morir?”, aullando sinceramente porque “Me mata pensar que puedas estar con alguien más”, reclamando por chantaje ardido desde la puerta del baño que “No me vas a dejar así; ábreme, pinche muda”, celebrando que “Vine por ti, quiero que te vengas conmigo”, habiendo reprobado camino a la descuartizadora sala de operaciones aquel negador de infortunios “No pongan esa cara, si no me voy a morir”, y cosechando restos de comida en la basura popular porque allí se encuentran tan democrática cuan discriminadoramente “Todas las enfermedades del mundo”.

      La justeza de la aceptación acepta, sin mayores omisiones, renuncias o sacrificios, ser el filme oficial que representa con más certera certidumbre la ideología oficial del evasionismo calderonista. Todas las desgracias y todos los males del mundo atacan, no por circunstancias sociales e históricas muy específicas, sino por mala suerte y porque los mexicanos de todos los estratos sociales (todos ellos plasmados muralmente en el filme) no se aceptan a sí mismos, debido en exclusiva a cualidades negativas, percepciones nefastas y sentimientos funestos como el miedo, la arrogancia, la culpa, la mediocridad, los celos, el sentimiento de inseguridad patológica, y así sucesivamente. Porque aquí nada puede ser fatalmente concreto ni ineluctablemente objetivo, todo es subjetivo y mera cuestión de actitudes para rechazar o aceptar la realidad como un simple juego de fintas, simulacros equivocados y estrategias individuales fallidas, porque los peores Enemigos Íntimos son los que se llevan dentro, más allá y más acá de las pulsiones de vida y de muerte, de la proximidad del dolor, el apremio de la necesidad, la inminencia de la desaparición y el angustioso acoso de la nada, sólo las apariencia impuras y mal asumidas mantienen oculto el secreto de las cosas y los significados. Aquí no se aceptarán peores metáforas premonitorias o sustitutivas de la tragedia por venir que los coloradotes jitomates partidos a cuchillo, las naranjas despanzurradas en un exprimidor, las radiografías liberadoramente quemadas en la hoguera de la playa, o la caída femenina de ladito cual coco de palmera acapulqueña que se suma a los estáticos estéticos depositados ya sobre la arena. En consecuencia sólo la Aceptación interior podrá ser global y englobadora, cual forma iniciática indispensable y todo consumable / consumado, apertura a un nuevo pacto simbólico con la existencia en situación, sin otra clave interpretativa que ella misma.

      Y la justeza de la aceptación era ante todo un enlamado aguafuerte resistiendo el más cruento aguacero de la sofisticación inútil, un empacho melodramático de tanática truculencia acerba a veces hostil (en la línea de las Ciudades oscuras de Sarisaña, 2001, aunque menos tremebundista) coexistiendo con la comedia rosa autoparódica (en la línea de las Niñas mal de Sariñoña, 2006, aunque menos sosa), una caótica y contradictoria tentativa de tremendismo con clase, un zarandeado exterminio de lo irracional, una contrainsurgente resurgencia de complejos incidentes retorcidos que primero se ennegrecen para acabar iluminándose aleccionadoramente libres de todo sentimentalismo, un deambular casi esperpéntico por sucesivas vomitonas de sangre cual pompas de jabón al final con lógica de aguacero y sentido de aguafuerte.

      La justeza de la decadencia

      Se creía el Jim Morrison mexicano.

      Jodido, ojeroso y estragado, pero aún de greñas largas, entregado a un divagante monólogo interior superexplícito en la incallable banda sonora (“Cuando era un roquero exitoso me gustaba la vida, ahora me gusta dormir, ¿adónde va uno cuando duerme? a lugares del pasado o estrellas que aún no existen / seguir vendiendo computadoras toda su mugrosa vida / ser mejor que en la vida real / la vida es áspera, rutinaria, injusta”) y ya aceptando chambas degradantes con su grupo Esfera en cualquier semivacío El Barullo-Bar, el exroquero venido a muchísimo menos de 46 años Pat Corcoran López (Humberto Zurita ahora de cartón piedra sólo verosímil roquerín cuando referencial en fotofija) toca la guitarra eléctrica y canta a sala vacía (“Esta noche es tan sólo un recuerdo”), padece el ominoso ridículo de su cuate Araña (Juan Carlos Remolina) que intentaba caer abierto de patas (“como güila”) a media balada rock, agarra a puñetazos a un comensal borracho demasiado agresivo, y todos son expulsados en bola por la puerta trasera (“A tocar a su casa, maricones, y platíquenle a sus nietos que su último concierto duró menos de un minuto”) sin lograr siquiera que les devuelvan sus instrumentos, para desesperación del sobrio envejecido manager bandoso Duque (Fernando Luján) cuya hija Julia (Elizabeth Ávila) demuestra valiente sensatez (“¿No se dan cuenta? Su época ya pasó”) y le ha dado un tierno nietecito autista llamado Daniel (Adrián Herrera).

      Alicaído, buscando